Eterna España. Marco Cicala

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Eterna España - Marco Cicala


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verla sumida en la tristeza para siempre. Pero ella no piensa aceptarlo. Gracias a un pasaje secreto, aparece y desaparece en los aposentos del apuesto Manuel, que queda seducido por lo que considera una visión. Sin embargo —cosa comprensible—, se alegra mucho más cuando en el happy end descubre que es una atractiva mujer de carne y hueso. Se cierra el telón. La decidida Ángela constituye el motor de la trama, que la directora Helena Pimenta, en su montaje, trasladó a un siglo XIX de vodevil. Por ello, algunos han visto en el personaje el germen de una mujer rebelde frente a las cadenas del patriarcado. Pero es una interpretación feminista totalmente absurda.

      Calderón (1600-1681) no fue el conformista sumiso al absolutismo que presenta la crítica ultraconservadora, pero tampoco el subversivo contrario al tradicionalismo que creyeron ver republicanos y románticos. En las comedias, las convenciones más asfixiantes no se afrontan directamente, sino que se van erosionado poco a poco mediante la ironía; en los dramas, mediante la duda. Longevo, Calderón vivió intensamente «el siglo de la duda», la atmósfera barroca en la que las antiguas certezas quedan reducidas a polvo, Dios se oculta e incluso se extiende la sospecha de que no existe. Se ha subrayado que en sus textos confluyen las inquietudes intelectuales más relevantes de su época: angustia teológica del agustinismo, tomismo, jesuitismo; herencia platónica, aristotélica y estoica... En cambio, la vena escéptica de Calderón ha sido mucho menos estudiada: «Ese humor socarrón siempre disimulado», me explica, en un café de Madrid, Rafa Castejón, quien en La dama duende dirigida por Helena Pimenta interpreta, con un estilo algo británico, el papel de don Manuel, es decir, el galán. «Ciertos muros, ciertas barreras culturales son tan absurdas que, en la convivencia entre seres humanos, no pueden durar, tarde o temprano caerán. Tal vez sea este el mensaje que continúa transmitiendo la ironía de Calderón, una de las claves de su modernidad». Pero no es el único. Don Pedro también diluye los límites rígidos entre los géneros teatrales: «En las comedias hay momentos ambiguos, que parecen virar hacia el drama y en los que no sabes del todo si reír o tener miedo. Como en las series estadounidenses o en las películas de los hermanos Coen». Llena de equívocos, eros en filigrana, La dama duende (1636) pertenece a las llamadas comedias «de capa y espada». Más espada que capa. Los hombres de Calderón se pasan el día batiéndose en duelo. Aquí el teatro no transforma la realidad: la refleja. La sociedad española de los siglos XVI y XVII estuvo marcada por un grado tan elevado de brutalidad mezquina y rutinaria que desconcertaba a los viajeros extranjeros. Rencores y odios, duelos a primera sangre o a muerte, tanto daba mientras corriera la sangre: el recurso instintivo al estoque, al puñal o a la daga no es un atributo exclusivo de los plebeyos, sino un automatismo transversal de todas las clases sociales. La gente se hiere con una desenvoltura casi deportiva. Tal como señaló el hispanista Bartolomé Bennassar, muchas actas de procesos inquisitoriales evidencian la práctica de una violencia casi permanente, incluso con aspectos lúdicos.

      La mezcla de drama y comedia: Calderón crece en ese ambiente. Hijo de un funcionario severo hasta la crueldad (causa, se sospecha, de que en sus dramas sean tan frecuentes los conflictos con los padres), Pedro es enviado a estudiar con los jesuitas y en universidades de prestigio, pero muy pronto comienzan las dificultades. Al morir, el padre deja todos sus bienes a su segunda esposa, lo que provoca que sus hijos se subleven. Los tres hermanos Calderón —Pedro es el mediano— impugnan el testamento y consiguen quedarse con una parte. Forman un trío de granujas más propio de películas del oeste. En 1621, tras cargarse en un duelo a un joven de buena posición, Nicolás de Velasco, escapan a una embajada que les garantiza la inmunidad. El asunto pinta mal, pero al final, para salvarse, acuerdan con la familia de la víctima una sustanciosa indemnización. Ocho años más tarde, cuando Pedro ya es un escritor bastante reconocido, los tres hermanos vuelven a la carga: tras una pelea con la banda Calderón, el comediante De Villegas se refugia en un convento de trinitarias. Convencidos de que el actor se ha disfrazado de monja, sus perseguidores irrumpen en el edificio y examinan a las monjas una por una. Un gran escándalo, pero sus buenos contactos en la corte permiten a Pedro salir impune de nuevo. Con todo, sabemos relativamente poco sobre su vida. Si en cada pieza de su ilustre predecesor y maestro Lope de Vega se entrevé algo de su agitada biografía, en Calderón, en cambio, prevalecen cierta modestia respecto a su propia vida y una tendencia a la abstracción, a la fantasía, al concepto que se desvanece en un sueño (La vida es sueño se remonta a 1632-1633). Fue militar, caballero con la cruz de Santiago, poeta de éxito en palacio y, finalmente, sacerdote, quién sabe hasta qué medida convencido. Se ordenó con cincuenta años, pero para obtener una renta eclesiástica a la que le daba derecho el testamento de una abuela materna. «El diablo, harto de carne, se metió a fraile», dice un antiguo refrán español. Pese a sus achaques, el viejo Calderón continuó escribiendo hasta el final.

      De él se conservan ciento veinte dramas y comedias, más unos setenta autos sacramentales (alegorías religiosas) y varias piezas teatrales de otros géneros. Una nimiedad en comparación con las cuatrocientas, quizás mil obras creadas por Lope, pero tampoco es una mala cifra. Amor, honor y poder se titula la comedia con la que Calderón debuta en 1623. Esas tres palabras encierran casi todo su mundo. Cuando don Pedro lo recoge para llevarlo a escena, el susceptible concepto español del honor está sumido en una decadencia desenfrenada y sangrienta. En un principio se refería a la virtud aristocrática del guerrero que está dispuesto a sacrificarse por Dios y la patria, pero ahora ese «valor» ha perdido cualquier connotación caballeresca, cualquier esencia individual, para degenerar en mera respetabilidad formal. Honor, honra, honradez... Con la proliferación de sinónimos, el honor se ahoga en un delirio de sutilezas, cavilaciones y sofismas: «Un sistema de normas tan complicadas y retorcidas que difícilmente se puede dar un paso sin violar alguna», escribió Ortega y Gasset. Paradójicamente, al formalizarse, el honor se convierte en una noción oscura, un arcano. Por esta razón, se ha dicho que en los dramas calderonianos desempeña la función que en la tragedia griega había correspondido al destino. Cualquier nimiedad es suficiente para perder el honor. ¿Y para recuperarlo? Pues a golpes, mandobles o cuchilladas, una carnicería. El de Calderón no es el teatro del honor, como se suele repetir, sino de su crisis. Sin embargo, no serán los dramas los responsables de su declive, sino la novela picaresca, con sus magníficos rufianes, golfillos y huérfanos. Un ejército de mendigos que al fariseo honor gentilicio oponen el antihonor de la parodia, de la carcajada y de la fullería, incluso del ambiente del hampa. El universo calderoniano es decididamente más severo, sumergido en una luz cenicienta contra la cual se perfilan inolvidables figuras de personajes solitarios y melancólicos atormentados por oscuros resentimientos. Personas cuyas motivaciones y psicología no siempre logramos comprender plenamente desde un punto de vista moderno, si bien nos inspiran una infinita ternura jeroglífica. Uno de estos personajes, Cipriano, abre así la comedia El mágico prodigioso, del año 1637:

      En la amena soledad

      de aquesta apacible estancia,

      bellísimo laberinto

      de flores, rosas y plantas,

      podéis dejarme, dejando

      conmigo —que ellos me bastan

      por compañía— los libros

      que os mandé sacar de casa.

      INFELICÍSIMA ARMADA

      Era una jovencita de mil trescientas toneladas. Hija de carpinteros de ribera venecianos, con treinta y seis metros de eslora y doce de ancho. Debido a su tonelaje, la habían bautizado La Ragazzona. Se convirtió en la nave más imponente de aquella que para los españoles fue la Grande y Felicísima Armada, y que —para tomarles el pelo tras el desastre— los ingleses renombraron como Invencible. Mercante transformado en máquina de guerra —a bordo treinta cañones, trescientos soldados y ochenta marineros—, La Ragazzona sobrevivió al fracaso militar del siglo, pero acabó hundida por la mala suerte. Cuando regresaba a España se esfumó en la tormenta a un suspiro de la meta. Su misterio dura desde hace cuatrocientos veinticinco años. Pero un equipo de arqueólogos submarinos podría resolverlo. Todo comenzó en 2013, cuando se recuperaron siete piezas de artillería del fondo de las aguas de la ría de Ferrol, en Galicia. Los restos «están diseminados en un área de novecientos metros cuadrados. A doce metros


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