Eterna España. Marco Cicala
Читать онлайн книгу.las regiones septentrionales —Asturias, Cantabria, Vizcaya—, donde la hidalguía estaba extendida entre las masas: podía alcanzar el ochenta y nueve por ciento de la población. ¿Todos caballeros? No, todos hidalgos. En tal situación, es obvio que —sin renunciar a sus privilegios— incluso estos nobles tuvieran que ocuparse de la agricultura o la ganadería. El parasitismo mayoritario habría significado la parálisis de la economía. Esta nobleza de cuarta clase —tras los Grandes de España, la nobleza titulada y los caballeros— no constituía un grupo compacto, sino permeable a la entrada de nuevos miembros procedentes de la burguesía y articulado en subgrupos que a menudo se miraban con malos ojos. Podían enzarzarse por la dudosa transparencia de ciertos pedigrís. ¿Hidalgo usted? Hágame el favor…
En lo más alto estaban los hidalgos puros: «notorios o de casa solariega» —es decir, reconocidos desde hacía generaciones o arraigados con una antigua morada en un determinado territorio—; a continuación venían los «hidalgos de ejecutoria» —aquellos que, con documentos en mano, habían demostrado ante un tribunal la sangre que corría por ellos—; cerraban el pelotón los «hidalgos de privilegio», personas a las que la Corona concedía (o más a menudo vendía —y a precio muy alto—) el título por los méritos alcanzados. Entre estos, ser muy prolífico: si, por ejemplo, proporcionabas a la patria siete hijos, podías aspirar al reconocimiento. Incluso aunque el pueblo llano se burlara de ti llamándote «hidalgo de bragueta». Algunos hacían carrera en el clero o la administración, pero la principal salida profesional continuó siendo el oficio de las armas. Estaban atestados de estos nobles los Tercios, las mortales unidades militares empleadas en las campañas de Italia y Flandes. Y más de un hidalgo se distinguió en la voraz conquista de las Indias. «Linaje, honra, fama, limpieza de sangre», es decir, con sangre no «infectada» por contaminaciones moras o judías. Al igual que con el resto de cosas, también sobre los altivos (y negociables cuando se presenta la ocasión) requisitos de la hidalguía manchega Cervantes —a quien alguno atribuye ascendencia hebrea— no puede hacer otra cosa que ironizar. Y lo hace con aquel típico cóctel de agudeza y pietas cuyo secreto era custodiado por su genio.
Pero el último secreto cervantino no se esconde en la Mancha: está en Madrid. En las criptas de las Trinitarias, el convento donde el escritor fue enterrado en 1616. El rastro de sus restos se perdió. Sin embargo, dado que podrían encontrarse todavía allí debajo, para sacarlos a la luz se formó un equipo capitaneado por el reconocido antropólogo forense Francisco Etxeberria. Al no quedar ningún descendiente de Cervantes, resulta difícil recurrir a la prueba del ADN. Para la identificación se han basado en otros indicios: los dientes —Miguel confesó hacia el fin de sus días que ya solo tenía seis— y las lesiones en la mano que le quedó paralizada tras el disparo recibido durante la batalla de Lepanto. En el 2015, en el marco del cuarto centenario de su muerte, los científicos anunciaron que habían encontrado sus restos. Pero no todo el mundo está convencido de que sean los verdaderos. Y el misterio continúa sin resolver.
¿El misterio del Quijote? «Que se quede sepultado en sus archivos en la Mancha», escribía burlonamente Cervantes. Casi como si dijera que aquel que se adentrara en el enigma no saldría vivo. Sonaba como una socarrona maldición a lo Tutankamón. Los profanadores están avisados.
LA SÁTIRA Y LA ESPADA
En la plaza de la Villa, entre atisbos embrujadores del antiguo Madrid, desemboca una vía angulosa que tiene nombre de calle pero dimensiones de callejón: la calle del Codo. Parece que por la noche, cuando regresaba a casa de sus juergas en burdeles y tabernas, Francisco de Quevedo se detenía habitualmente allí para aliviar la vejiga. Orinaba siempre contra el mismo edificio. Irritado por las periódicas micciones, quien vivía allí dentro decidió colocar en la pared una santa cruz. Pero al día siguiente descubrió que no había tenido efecto disuasorio. Furioso, el vecino añadió el escrito: «No se mea donde hay cruces». Y a la mañana siguiente, además del habitual reguero, encontró la réplica: «No se ponen cruces donde se mea». No tropezaréis con anécdotas de este tipo —muchas de ellas apócrifas— en la valiosa Vida de Francisco de Quevedo y Villegas, escrita en 1663 en español por el erudito de Apulia Paolo Antonio di Tarsia. No se recoge el episodio porque, más que de una biografía, se trata de una hagiografía. Una empresa en cierto modo prodigiosa, siendo Quevedo una figura muy poco apropiada para la santificación. Él mismo era el primero en admitirlo: «Hombre de bien, nacido para el mal […]; mozo dado al mundo, prestado al diablo». De esta forma se describía a sí mismo don Francisco, la mente más vertiginosa del Siglo de Oro tras Cervantes, cuya universalidad y aún menos sabiduría nunca alcanzó. ¿Quién era en cambio Di Tarsia? Un abad de Conversano (Bari) que tuvo la dudosa fortuna de ser escogido como secretario del siniestro conde Giovan Girolamo Acquaviva, conocido como el Guercio delle Puglie (‘el Tuerto de Apulia’). Un raja capaz de combinar mecenazgo y crueldad. La leyenda negra narra que practicaba con fruición el ius primae noctis y se sentaba sobre asientos de piel humana. Fábulas. No obstante, a causa de los abusos feudales Acquaviva fue juzgado en España y arrojado a prisión. Cuando salió estaba consumido, y falleció durante el camino de regreso a Italia. Pocos meses después también murió el fiel Di Tarsia. Había intentado entrar en la corte madrileña, pero no lo había logrado. In extremis consiguió publicar la primera Vida de Quevedo. Texto encomiástico y al mismo tiempo sutilmente trágico, donde la triste parábola del biografiado refleja la del narrador.
Poeta solicitado, satírico de contagiosa mordacidad, prosista visionario, espía, espadachín… Se ha definido a Quevedo como «una perrera de almas». De buena familia, fue educado todavía mejor. El padre ocupaba un importante cargo en palacio, la madre era una alta dama de la corte. Lo enviaron a estudiar con los jesuitas, después a la Universidad de Alcalá de Henares. A los veinte años Francisco ya manejaba con soltura hebreo, italiano, francés y portugués, así como griego y latino, «lenguas que si no estuvieran muertas habría que matarlas», maldice al pensar en ellas. Sabe leer también el árabe, el siríaco y el arameo. Por carta, debate de igual a igual con el humanista flamenco Justo Lipsio. De gran precocidad, pero físicamente desgraciado: miope, cojo, piernas torcidas, pies deformes. Un nerd del siglo XVII. Pero, a diferencia de los actuales cerebritos, para nada sedentario ni asocial. En los años universitarios —que, novelados, se convirtieron en materia para los episodios picarescos de la novela La vida del Buscón— juega a cartas, se emborracha, polemiza, liga. Un Jueves Santo, mientras asiste a misa, ve a un tipejo abofetear a una doncella. Quevedo lo saca fuera, cruzan sus espadas y el tipo acaba agonizando sobre la plaza. Pero el verdadero exploit juvenil fue otro. En Madrid había un fanfarrón, un tal Luis Pacheco de Narváez, que presumía un montón con la espada y llegó a ser entrenador personal del rey Felipe IV. Defendiendo que la esgrima era equiparable a una ciencia, había concebido un manual repleto de fórmulas, esquemas, figuras euclidianas, en el que el arte del duelo venía more geometrico demonstrata. Quevedo lo desafía. Y al primer asalto le quita el sombrero junto con bastante credibilidad.
En la corte, la inquieta inteligencia de Francisco lo catapulta al torbellino de los chismorreos. Escribe alados sonetos y pasquines. La sátira no es sino la extensión verbal de la espada. Uno de los principales destinatarios de sus pullas es el poeta rival Luis de Góngora. Mediante rimas, Francisco de Quevedo lo trata de sacerdote afeminado, ludópata e incluso filojudío. El colérico Luis contraataca reduciendo el adversario a escritorzuelo tullido y dado al vino. Quevedo no cede. Sabiendo que se encuentra abrumado por las deudas de juego, hace que desalojen a Góngora de su casa madrileña y se va a vivir allí. No sin antes «desgongorizarla» y desinfectarla a la perfección. Del edificio solo resta hoy una placa dedicada a Quevedo; está en el antiguo Barrio de las Letras, a un paso de la casa de Lope de Vega y a dos de aquella en la que murió Cervantes.
Di Tarsia resulta enternecedor cuando asegura que don Francisco «fue poco ambicioso». En 1606 Quevedo entra en connivencia con el duque de Osuna, un prometedor golden boy de la política imperial, pronto nombrado virrey de Sicilia. Francisco de Quevedo lo sigue hasta Palermo como «asesor». Pero a Osuna el cargo se le queda corto: apunta hacia el más prestigioso gobierno de Nápoles. Por ello, envía a Quevedo a Madrid para untar a los dignatarios que favorecerán su designación. Misión cumplida. Al lado