Eterna España. Marco Cicala

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Eterna España - Marco Cicala


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del siglo XVI.

      Pero ¿cómo el noble «desfacedor de agravios, enderezador de entuertos, el amparo de las doncellas» habría tenido por modelo al ruin Francisco de Acuña? Los dos investigadores se muestran bastante convencidos. Y resuelven la aparente contradicción con estos argumentos: «Cervantes era muy amigo de los Villaseñor, que son citados en su última obra, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Podría haber escrito el Quijote para ridiculizar a los De Acuña, enemigos de la familia a la que estaba ligado. Y, por otro lado, la novela, o al menos la primera parte, es una parodia, una burla». A primera vista, este propósito mordaz puede resultar algo desconcertante. Pero no tanto si se tiene en cuenta que sus contemporáneos, las élites alfabetizadas de la época, leyeron el Quijote esencialmente como un libro cómico. Fue dos siglos después cuando los románticos quisieron ver en el caballero a un héroe semitrágico, símbolo de la lucha entre el ideal y la prosaica mezquindad de la vida. Una interpretación enfática que, lamentablemente, se convirtió en hegemónica y continúa condicionándonos.

      Para defender su hipótesis, Escudero y Duque aportan también otros elementos. «En el linaje de los De Acuña existía sin duda una vena colérica que rayaba en la locura. Pero el loco verdadero era Fernando, el hermano de Francisco. Mire aquí», dicen mientras me pasan unos documentos procesales del siglo XVI que les restituyo al momento, puesto que están escritos en una grafía que me resulta jeroglífica. Los documentos explican otras gestas del turbulento Fernando. Por ejemplo, en 1584, sintiéndose ultrajado durante una misa, se desquició: volcó el altar, trepó al arca del Santísimo Sacramento, sobre la que saltó repetidamente. O aquella otra vez, durante una procesión de la Virgen, cuando, al verse relegado al final del cortejo, limpió la afrenta a su modo: tras arrancar la gran cruz del baldaquino, la utilizó a modo de espada para emprenderla a golpes contra las molleras de los presentes.

      Era así, el hidalgo Fernando. Entendámonos, no es que el otro De Acuña fuera un blandengue, pero en Francisco parece que convivían al menos dos personalidades. Por una parte, el vengativo matón del vecindario; por otra, un defensor del pueblo que, por ejemplo, se pone de parte de los molineros cuando se establecen nuevas tasas sobre los molinos de viento recientemente introducidos en la zona. Asimismo, Francisco no dudó en proteger de las acusaciones de promiscuidad a una chica que revoloteaba de un amante a otro sin querer casarse. Se llamaba Francisca Ruiz y, según los dos detectives, podría haber inspirado a Cervantes el personaje de la pastora Marcela, la sexi y deseadísima cabrera que reclama para las mujeres el derecho a rechazar las proposiciones amorosas. Es cierto que, si se lleva muy lejos, el juego del «quién era quién» corre el riesgo de hacerse mecánico. Pero Escudero y Duque le han cogido gusto. Aseguran que incluso han identificado la verdadera identidad de Dulcinea, la campesina del Toboso que don Quijote transfigura en princesa.

      Pero volvamos a él, al «ingenioso hidalgo de la Mancha». Cervantes dice que, antes de autoproclamarse fraudulentamente caballero con el nombre de don Quijote, su héroe se llamaba Alonso Quijano. Por esto durante mucho tiempo se ha considerado que el escritor podría haber tenido en mente a un tal Alonso Quijano Salazar. Sin embargo, actualmente Escudero se inclina por excluirlo: «Aquel Quijano era un monje agustino. Murió mucho antes de que Miquel viniera al mundo y en las zonas de las que habla el libro no queda prácticamente rastro de él. En cambio, más factible es la idea de que, gracias a sus contactos manchegos, Cervantes tuviera noticia de otro Quijano: un tal Rodrigo, un criador estafador, un pícaro que intentó comprarse el título de hidalgo y se movió por los mismos lugares referidos en la narración». Eso es: los lugares. Si vais a la Mancha con la esperanza de que la vexata quaestio sobre la génesis de la novela pueda desenmarañarse un poco, lo tenéis claro. En la región las siluetas de don Quijote y su escudero Sancho son omnipresentes. No hay pueblo que no reivindique algún tipo de relación con el libro o el autor. Cómplice la gastronomía —los innumerables vinos, la legendaria caza, los formidables quesos—, la Ruta de don Quijote se ha transformado desde hace tiempo en un suculento negocio turístico. Lo malo es que, de rutas cervantinas, hay al menos una docena. Cada uno ha diseñado la suya, llevándola hacia su propio pueblo. Supuestos o no, enclaves, ruinas, reliquias: por todas partes tropiezas con huellas del imaginario caballeresco, que viene alegremente confundido con el hombre que lo inventó. En Alcázar de San Juan juran, con certificado de la época incluido, que Miguel de Cervantes Saavedra habría nacido allí y no en Alcalá de Henares como se lee en todos los libros. En Argamasilla de Alba te venden un antiguo sótano como la celda en la que estuvo encarcelado el escritor. Y antes de irte te recuerdan incluso que el verdadero Quijote fue un tipo del lugar: un tal Pacheco, un desdichado cuyas terribles jaquecas le volvieron loco. A treinta kilómetros de allí, con casco de espeleólogo proporcionado por los guardas, puedes también meterte en la cueva de Montesinos, de la cual don Quijote salió explicando inauditas visiones. Mientras que en el pueblo de Miguel Esteban descubres que las familias en guerra de los De Acuña y de los Villaseñor vivían a pocos metros una de otra, en un callejón actualmente anónimo con aparcamientos para coches. En un espacio tan reducido la enemistad no podía durar, y, de hecho, los clanes acabaron por emparentarse. Pero las etapas más ortodoxas del itinerario quijotesco son el conmovedor pueblo del Toboso, con un bello palacete señorial rebautizado Casa de Dulcinea, y Campo de Criptana, con sus diez famosos molinos de viento desde cuya solitaria altura desafían la Mancha, plana como un CD, y que merecen el viaje por sí mismos.

      Ante similar macedonia, tan cervantina, de informaciones falsas, fabuladas o verdaderas, el escritor e hispanista holandés Cees Nooteboom se rindió, y declaró: «Basta, en la Mancha me creo todo aquello que me digan». Tenía razón. Tragarse cualquier patraña es la actitud más sensata que se puede adoptar en circunstancias similares. Sobre todo cuando se trata de una novela como el Quijote, donde el artificio, el dato apócrifo, lo oído, juegan siempre al escondite con la realidad. En todo caso, el verdadero problema es otro: que a día de hoy no se tiene la más mínima prueba de que Miguel de Cervantes haya pisado nunca la Mancha. Habiendo viajado mucho durante su vida, es improbable que, al desplazarse de una punta a otra de España, haya podido evitar esta zona. Según los estudiosos, serían veintiún los viajes que podrían haberlo llevado a transitar por aquellas regiones. No son pocos. Pero todavía no se dispone de la pistola humeante. Y esta tal vez sea la única certeza respecto a la cual la inmensa mayoría de los litigiosos expertos cervantinos parecen estar de acuerdo. A propósito, ¿cómo han reaccionado los académicos ante las nuevas hipótesis de Escudero y Duque? Sin reaccionar. Excepto un par de comentarios publicados en El País marcados por la máxima prudencia, los filólogos callan. Para ellos, la fuente de la cual ha surgido el Quijote continúa siendo la misma: la libresca. En efecto, es muy rica la literatura, a la cual Cervantes podría haber recurrido, que antes de él tuvo la idea de caricaturizar la álgida figura de un caballero andante. Pero todavía continuamos preguntando: ¿por qué Cervantes escogió justamente la Mancha para ambientar la novela? Normalmente te responden: por exigencia cómica. Puesto que proverbialmente la región era sinónimo de lugar atrasado y pueblerino en el que nunca podría haber sucedido nada épico. Sea.

      Resta el hecho de que, si bien llena de incongruencias —como, por otro lado, la trama del libro—, la geografía del Quijote está repleta de detalles exactos. ¿Cómo es posible? En archivos y bibliotecas hay personas que se exprimen el cerebro para tratar de explicarlo. Pero, ya haya estado Miguel verdaderamente allí o se la hayan explicado, la Mancha del Siglo de Oro es un universo fascinante. Un mundo que, pese a las rigideces del «Estado estamental», el riguroso sistema por estamentos (clero, nobleza y, por debajo, el resto), no era en absoluto somnoliento. El componente social más dinámico era el constituido por los hidalgos, la baja nobleza que, con centenares de miles de miembros, representaba el noventa por ciento del «segundo estado». Una petite noblesse en torno a la cual —cómplice de ello el Quijote— han cristalizado con el tiempo toneladas de tópicos que ahora los nuevos estudios están reduciendo. El hidalgo (es decir, «el hijo de algo o de alguien», de la riqueza o de un individuo cuya genealogía se puede trazar) gozaba ciertamente de exenciones fiscales; estaba dispensado de la carga de alojar y aprovisionar las tropas de paso; no podía ser sometido a tortura ni acabar en la cárcel por deudas. Pero no es cierto que —en la línea del empobrecido Quijote, que dilapida casi todo su capital en libros— la mayor parte de este grupo social lo pasara mal. Ello dependía de la prudencia


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