Eterna España. Marco Cicala

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Eterna España - Marco Cicala


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que un bufón mostrara que poseía al menos una vena de locura. Por tanto, en ese ambiente, fingirse algo chiflado era moneda corriente.

      Los «bufones» y los «filósofos» pintados por Velázquez a menudo son confundidos con los enanos: si bien es cierto que pertenecían al mismo mundo, los primeros eran payasos profesionales con altisonantes nombres artísticos para la ocasión (uno era llamado Juan de Austria, como el héroe de Lepanto), mientras que los segundos eran vagabundos y chiflados —o ambas cosas a la vez— con quienes la corte se divertía disfrazándolos de sabios.

      Enfatizando los rasgos decadentes e intolerantes de la España del siglo XVII, el gran historiador francés Élie Faure escribía: «El mundo en el que vivió Velázquez era triste. Un rey degenerado, infantes enfermizos, imbéciles, enanos, tullidos, bufones monstruosos disfrazados de príncipes»; todos ellos mantenidos unidos «por la etiqueta, el complot, la mentira, por la confesión y por el remordimiento». Pero en Madrid la gente se divertía, despilfarraba pese a la ruina de las arcas públicas, reía. Ciertamente, con el guante sobre los labios. Y compatiblemente con la parálisis expresiva impuesta por el ceremonial. El viajero francés Antoine de Brunel describió a Felipe IV como una especie de gran muñeco, del tipo utilizado por los ventrílocuos. Durante las audiencias, «nunca se ha visto que el rey cambie de postura»; él escucha y responde «siempre con el mismo semblante, sin mover ninguna parte del cuerpo salvo los labios y la lengua». Individuo de largo rostro caballuno, con una expresión entre la impasibilidad y el dolor: así es como nos restituye Velázquez al soberano en una serie de retratos. «Pinta al hombre, no al rey», se ha escrito, quizás exagerando. Porque entre ambos hubo complicidad, aunque no podía haber amistad: la disparidad de estatus nunca lo habría permitido. Al comienzo Felipe pagaba a su pintor principal como a un peluquero de la corte. Más tarde la remuneración aumentó. Pero no recompensaba tanto al Velázquez artista cuanto al hábil burócrata de palacio en el que Diego, un poco por ambición y un poco por necesidad, se había convertido. Su carrera lo llevó hasta el codiciado cargo de aposentador mayor, pero le robó mucho tiempo a su genio.

      Pero incluso dentro de la jaula del mundo cortesano, Velázquez encontró y se tomó ciertas libertades de artista. No fue la menor poder pintar a un poderoso monarca con ropa «casual», no oficial, como si fuera un hacendado rural. Y la libertad, quizás especular, de retratar a un enano en toda su nobleza de hombre. Sin conmiseración ni trazos caricaturescos o grotescos. Aquellos «seres desgraciados y deformes», señalaba Ortega y Gasset, «representaban para él los modelos ideales. Al retratarlos podía dar rienda suelta a sus experimentos de técnica pictórica, y justo por eso probablemente constituyen la mejor parte de su obra». Se puede no estar de acuerdo. Pero es más difícil resistirse a cuanto sigue: «Velázquez, que a decir de aquellos que lo conocieron era de temperamento melancólico, no creía que los valores alabados convencionalmente —belleza, fuerza, riqueza— fueran la parte más respetable del destino humano, porque más allá de ellos, en un nivel más profundo y conmovedor, se encontraba el valor más bien triste, cuando no dramático, que tiene el simple hecho de existir. Y precisamente la pura y simple existencia era aquello que le interesaba reproducir con sus pinceles. Por ello las características negativas de sus monstruos adquirían un valor positivo».

      Además, en las telas de Velázquez los enanos casi siempre aparecen presentados solos, como sujetos autónomos. Rompiendo con cuanto se había visto hasta entonces —pero también posteriormente—, dejan de ser las criaturas subalternas sobre cuya cabeza se apoya —de forma paternalista, propietaria— la mano de algún dominus. Los enanos dejan de ser comparsas puestas ahí para realzar la majestad, la belleza, en definitiva, los «valores alabados convencionalmente» de quien está a su lado. Sobre la base de este punto, la mirada política de la crítica moderna ha querido captar en esos cuadros un gesto de piedad rebelde, subversiva, no solo respecto a los cánones tradicionales de la iconografía cortesana, lo cual es cierto, sino también respecto a las reglas inhumanas de una sociedad absolutista que empezaba a dar las primeras muestras de declive. Actualizando sus causas, se ha llegado incluso a ver en los enanos una serie de autorretratos del artista en saltimbanque, una denuncia en clave de la propia condición de creador alienado, asfixiado hasta tal punto por el poder que, para decir la verdad, se ve obligado a convertirse en loco, bufón, monstruo. Pero se trataba de divertidas exageraciones ideológicas. Porque, después de todo, pese a su melancolía, Velázquez fue un vasallo feliz. Su revolución permaneció dentro de los límites de la tela. Y, por otro lado, no es que en el siglo XVII hubiera demasiadas alternativas.

      Ellos, los freaks, desaparecieron de las cortes europeas con el advenimiento de la Ilustración. Pero, de forma más discreta, permanecieron junto a los poderosos hasta el siglo XX. Véase el caso del rais egipcio Nasser, quien, por lo que parece, no decidía nada sin consultarlo antes con su enano de confianza, un tal Ahmed Salam. Pero los enanos continúan seduciendo la industria del espectáculo. En marzo del 2010 llegó a los estudios de Mediaset en Roma un chico mongol de veintiún años que se llamaba He Pingping. Medía poco más de 74 centímetros y el Guinness World Records lo había definido como el hombre más pequeño del mundo. Técnicamente no era un enano, sino una víctima de la osteogénesis imperfecta, una enfermedad que impide el crecimiento. Durante las pruebas de Lo show dei record («El show de los récords»), programa presentado por Paola Perego, Pingping sintió fuertes dolores en el pecho. Fue llevado al hospital, donde murió al cabo de unos días. El anuncio fue dado en Londres por los editores del Guinness World Records, que precisaron que el «minúsculo chino» había fallecido presumiblemente por «complicaciones cardiacas». Mientras tanto, las agencias informaron que los derechos de sucesión al récord recaerían en el «nepalés Khagendra Thapa Magar, de tan solo cincuenta y seis centímetros de altura, dieciocho menos que Pingping, pero todavía no reconocido oficialmente» por ser demasiado joven y considerarse que todavía estaba en edad de crecer.

      EL «VERDADERO» DON QUIJOTE

      Sucedió un día de julio de 1581, a lo largo de los pocos quilómetros de camino que separan los pueblos del Toboso y Miguel Esteban. A causa de una no muy bien precisada disputa territorial entre clanes, un tal Francisco de Acuña, hidalgo, intentó asesinar a otro tipo llamado Pedro de Villaseñor, también él hidalgo. Hasta aquí nada de sorprendente: ya se sabe, eran tiempos de tomarse la justicia por la mano. El episodio habría quedado olvidado en los archivos si no hubiera tenido lugar en la Mancha profunda y el susodicho De Acuña no hubiera actuado al más puro estilo de don Quijote. Es decir, a caballo, llevando una vetusta armadura solariega —con yelmo y escudo— y persiguiendo a su hombre con una lanza de la longitud de una pértiga. Al haber tenido la excelente idea de no ir por ahí metido dentro de una coraza durante el tórrido verano manchego, el rival lo tuvo fácil para escapar de la emboscada saliendo ágilmente por piernas. Pero se produjo un gran desconcierto en una comunidad que ya había sufrido los excéntricos atropellos de la arrogante familia De Acuña. El último se había producido tan solo unas semanas antes, cuando Francisco y su hermano Fernando habían sembrado el terror por la zona para vengarse de un veredicto desfavorable para ellos pronunciado por el Consejo comunal. Siempre ataviados cual zombis venidos del medievo, habían agredido con insultos y amenazas a cualquiera que se les pusiera a tiro. Todo ello, además, en una noche, la de San Juan, que la tradición envuelve en un halo de embrujo.

      ¿Pero esos bellacos lo eran o se lo hacían? ¿Y qué era el hábito de vestirse con antiguallas? ¿Una trapacería goliardesca o megalomanía digna de interés psiquiátrico? ¿Se disfrazaban solo para asustar a sus adversarios y a los patanes de la comarca, o bien en el anacronismo buscaban realmente reencontrar el estremecimiento de un mítico pasado caballeresco —quizá totalmente falsificado, pero tan bello y perdido— capaz de restituir la autoestima al fieltrado blasón de la familia, de aliviar las miserias de un presente antiheroico, desolador como las tierras que tenían en torno? «Nostalgia. Tenemos motivos para creer que la nostalgia operaba como una auténtica potencia en el imaginario y en las costumbres de cierta pequeña nobleza manchega», asegura Isabel Sánchez Duque mientras lanza una mirada de complicidad a su colega Francisco Javier Escudero. Son dos valientes investigadores —ella arqueóloga, él especialista en archivos— que han encontrado documentos para una tesis rompedora. La cual, grosso modo, suena más o


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