Eterna España. Marco Cicala

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Eterna España - Marco Cicala


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la Serenísima en el Adriático, la exitosa compañía Osuna & Quevedo planea un golpe a realizar en la fiesta de la Ascensión, esto es, durante las ceremonias con las que cada año la república lagunera celebra su propia apoteosis. La idea es tomar al dogo como rehén y llevarlo a Nápoles. Pero los servicios secretos venecianos no habían nacido ayer. Pocos días antes del golpe el plan es descubierto. Quevedo se escabulle de Venecia disfrazado de vagabundo mientras en los canales flotan a decenas los cadáveres de los conspiradores. También elude los controles gracias a su italiano fluido. Por la necesidad ha aprendido incluso el veneciano. Sale de esta, pero el fiasco en la Laguna es el inicio de su ruina. Tanto para él como para su protector Osuna. Asediado por las polémicas, el rey Felipe III se libra de ambos.

      Quevedo es encarcelado en el todavía espléndido monasterio de Uclés, en Cuenca, y después se le impone arresto domiciliario en Torre de Juan Abad. Es un pueblecito a caballo entre la Mancha y Andalucía donde ha heredado una modesta propiedad. No obstante, todo cambia en Madrid. En 1621 muere el rey. Le sucede su hijo Felipe IV, que elige como valido al impetuoso conde-duque de Olivares. Quevedo no es que lo aprecie demasiado, pero se recicla. Es readmitido en Madrid. Si bien siempre ha sido un soltero empedernido, un monumental misógino y, por ello, un gran consumidor de sexo mercenario, llega incluso a casarse. Para birlarle la dote, se desposa con una mujer entrada en años, aunque poco después se separan y ella muere sin dejarle un céntimo. Sin blanca, Francisco filosofa, traduce noventa cartas de Séneca, en passant se carga también a Juan Ruiz de Alarcón como había hecho con Góngora. Podría resurgir en las camarillas cortesanas, pero el demonio de la mordacidad lo consume. Es más fuerte que él. Un día, enrollado en su servilleta, el rey encuentra sobre la mesa un memorial en verso que destroza a Olivares. Quevedo es de nuevo arrestado. Lo recluyen en el convento de San Marcos en León, que actualmente es un hotel de lujo. Vive allí durante cuatro años, con un cuerpo que se le marchita. Las pústulas se gangrenan. Estoico, se las cauteriza él mismo, refiere Di Tarsia.

      ¿Todo ello por un poemita satírico? Los estudiosos cada vez se muestran menos convencidos. Con el tiempo ha ganado consistencia la hipótesis de que Francisco fue castigado más bien por chanchullos de espionaje con el enemigo francés. En cualquier caso, cuando sale de prisión es un fantasma. Y poco importa que mientras tanto también el odiado Olivares hubiera caído en desgracia. Quevedo se retira a Torre de Juan Abad. Dado que allí no hay ni tan siquiera un médico, se traslada a la vecina Villanueva de los Infantes, al convento de Santo Domingo. En su lecho de muerte le preguntan si quiere que en su funeral haya acompañamiento musical. Responde: «La música páguela quien la oyere, que yo no estaré en condiciones de perder el compás». Muere en 1645. Como filósofo a quien la opinión común y horrible «no vence ni somete».

      Lector voraz, Quevedo viajaba siempre con una minibiblioteca portátil. Incluso se había hecho construir un atril especial rotatorio para consultar varios libros a la vez. Borges, que lo admiraba con alguna reserva, escribió de él: «Es menos un hombre que una compleja y dilatada literatura». Pero en los escritos de Quevedo aflora continuamente el individuo. Una maravillosa desfachatez dirigida también contra sí mismo. Cuando Francisco de Quevedo fustiga los vicios —envidia, jactancia, venalidad («Poderoso caballero es don Dinero»)—, habla de los suyos. Lo único que no perdona es la estupidez. Mucho antes que Flaubert, cataloga a los imbéciles por tics: aquellos que hablan siempre de sus maravillosos hijos; aquellos que después de haber estornudado escudriñan el moco en el pañuelo buscando dentro no sé sabe muy bien qué… Entre los textos meditativos y los jocosos no hay contradicción. A escribir una vida de san Pablo o un opúsculo sobre el ojo del culo —hendidura a su juicio injustamente calumniada— lo mueve una única vis combativa. Dandi que adora sumergirse entre la plebe, moralista hechizado por la inmoralidad de palacio, bascula entre los bajos fondos y el mundo elegante con la misma excitación cognoscitiva. Pero no es un libertino gozoso como Rabelais, sino más bien una muestra del Barroco más oscuro, un nihilista cristiano obsesionado por la caducidad. En la glacial La cuna y la sepultura, destripa lo del «ser para la muerte» con tres siglos de antelación respecto al aburrido Heidegger.

      Tras sus anteojos con lentes ahumadas —aquellos que lleva en el formidable retrato atribuido a Velázquez y que se pusieron de moda con el nombre de quevedos—, su mirada parece poseer rayos x: bajo el rostro ve siempre el cráneo, bajo la civilización la prehistoria, bajo la sociedad la sabana. La realidad es caos, pelea de apetitos, un mundo de lobos, hienas, zorros, tiburones, serpientes. También los tratados políticos de don Francisco tienen un doble fondo. En su superficie ensalzan la monarquía teocrática imperial, pero por debajo muestran despiadadamente su crisis. No solo contingente. Si en la vida todo es «mentira y representación», también el poder lo es. Carece de fundamento y legitimidad. Como mucho, se acepta cínicamente como convención capaz de reducir los perjuicios del desorden terrenal. Reflexiones cercanas al anarquismo, audaces en tiempos de absolutismo. Desengaño, desilusión radical: toda conciliación humanística entre razón y mundo, moral y política, se ha ido al traste. En el más allá:

      Díjome la Muerte:

      —¿Qué miras?

      —Miro —respondí— al Infierno, y me parece que le visto otras veces (Sueño de la muerte, 1621-1626).

      Para llegar a Torre de Juan Abad, el «pueblo-ermita» de Quevedo, te pierdes en la Mancha abismal como en una alucinación de tierras rojizas. Parece un vasto campo de tenis salpicado de encinas. Hace años, en la casa museo de Francisco de Quevedo fui recibido por un conserje devoto y entusiasta. Estaba dispuesto a sacar de las vitrinas autógrafos de Quevedo para que pudiera tocarlos. Muy agradecido, decliné su oferta. De la morada originaria —un palacete de notable rural— quedan en pie tan solo los muros exteriores. Albergan reliquias que no esperarías encontrar, incluidos los famosos anteojos. En el silencioso pueblo, en las vacías posadas donde sirven migas, «las horas caminan lentas como bueyes», anotaba un viajero. En Villanueva de los Infantes la atmósfera es más animada. También se puede visitar la celda conventual en la que murió don Francisco. Pero en la villa hay menos rastro de él que de Cervantes, turísticamente más vendible: algunas partes del Quijote están ambientadas aquí. Para volver a encontrar a Quevedo hay que meterse en la gran iglesia de San Andrés. Los restos del escritor se perdieron, pero fueron de nuevo localizados en el 2007. Ahora se encuentran en una cripta, dentro de un sarcófago negro con cruces de Santiago encima. Color rojo sangre y con forma de puñal.

      LA REVOLUCIONARIA OBEDIENTE

      Los inicios de Teresa de Ávila se produjeron bajo el signo de don Quijote, personaje que, no obstante, fue creado veinte años después de su muerte. ¿La prueba? Escuchadla: en 1523 la futura santa y su hermano Rodrigo emprendieron un viaje hacia las tierras de los infieles moros. Quieren evangelizarlos. Buscan el martirio. Tienen diecisiete años. Pero entre ambos: ella ocho, él uno más. Por eso la escapada dura un suspiro: no muy lejos de Ávila, los pequeños predicadores son atrapados por un tío y devueltos a casa. Probablemente a patadas. Toda la culpa de la inspirada fuga es de los libros. Hagiografías y novelas de caballería. De niña, Teresa no se limita a leerlos compulsivamente: se deja dominar por ellos. En su autobiografía confesó que sentía tal pasión que si no tenía un nuevo libro bajo el brazo le parecía como si no viviera. Las aventuras de Amadís de Gaula, las gestas del bravo Esplandián… La vocación heroica de Teresa, su santa locura, brotan de ahí, de la literatura. La cual, al catapultarte a las latitudes de lo imaginario, es también una forma de trascendencia. Si bien, ciertamente, del todo quijotesca. Es decir, profana. De hecho, muy pronto Teresa la rechazará como paraíso artificial e instigadora de vanidad, pasando a lecturas más devotas. Hasta que incluso estas le serán prohibidas.

      Cuando en 1559, para detener las filtraciones reformistas, el gran inquisidor Fernando de Valdés prohíbe los libros en castellano, ella, aunque se lamenta porque consideraba que algunos eran de provecho, se alinea con él. Se deprime. Pero, al verla privada de libros, Cristo se le aparece y le dice que no se aflija, pues Él sería su libro viviente. En definitiva, al diablo los textos. La plegaria, los elevados encuentros con el Salvador son más que suficientes. Se podría decir que es una gran liberación. De la cultura, del saber escrito, de la lectura, en la cual, aunque sea espiritual,


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