Eterna España. Marco Cicala
Читать онлайн книгу.Pero en su rostro no hay sufrimiento. Como mucho, una expresión de agotamiento, como la de quien se hunde en el sueño tras un día muy duro. Sobre la túnica blanca y de complicados drapeados no hay rastro de sangre.
¿Caravaggio español? «Aunque inicialmente adoptó el naturalismo, el tenebrismo, el uso dramático del claroscuro, es improbable que Zurbarán haya visto cuadros de Merisi. Más bien se remitía a los caravaggistas», me explica Gabriele Finaldi, ex director adjunto del Prado que más tarde pasaría a estar al frente de la National Gallery. ¿Pero quién era Francisco de Zurbarán? Un personaje gris de quien sabemos muy poco. Provenía de Fuente de Cantos, en Extremadura. El padre era mercero: «La habilidad a la hora de representar tejidos la había desarrollado durante su infancia transcurrida entre telas». En 1614 lo envían a Sevilla a estudiar pintura. Pero con un don nadie, un tal Pedro Díaz de Villanueva, y no en el prestigioso taller de Francisco Pacheco del Río, donde se formó el genio de Velázquez, que además se convirtió en yerno del dueño al casarse con su hija Juana. En aquellos años, gracias a los galeones que traen de El Dorado americano todo tipo de bienes, la capital andaluza es el Wall Street o la Shanghái de Europa. Babel de mercaderes, banqueros, armadores. Lo que genera también una floreciente actividad de rufianes, asesinos, jugadores y pícaros. El dinero obra milagros. Y santa Teresa de Ávila se muestra preocupada: en Sevilla, «he oído siempre decir que los demonios tienen más mano allí para tentar». Mecenas y nuevos ricos despilfarran. Pero, una vez finalizado el aprendizaje, Zurbarán, hombre humilde, regresa a la periférica y desolada Extremadura. Es en ese lugar apartado donde comienza a darse a conocer. Llueven los encargos. Tantos que Francisco vuelve a establecerse en Sevilla. Al poco choca con la corporación de pintores —el típico grupito mafioso presente en muchas profesiones—, que le exigen: o pasas el examen para maestro pagando un precio, o aquí no trabajas. Zurbarán los manda a paseo. También porque entonces ya es muy solicitado. Franciscanos, dominicos, jesuitas, trinitarios… Las órdenes religiosas se lo disputan. Asimismo, vende bien en las Américas.
En 1634, su amigo —e imponente contemporáneo— Velázquez lo apadrina como invitado en la corte en Madrid, donde Diego ya es el artista preferido, protegido y grand commis del rey Felipe IV. Su Majestad es un soberano extraño, medio adicto al sexo, medio penitente. Pero, asimismo, sensible a lo bello. Para decorar el nuevo Salón del Buen Retiro quiere un dream team de artistas. Para la ocasión, Zurbarán acomete obras completamente diferentes respecto a su línea anterior. Aborda temas mitológicos, la serie sobre los trabajos de Hércules, y militares, Defensa de Cádiz contra los ingleses. «Una tela que evidencia sus límites», me explica Finaldi: «Zurbarán no domina la perspectiva, no controla los espacios». Es mucho mejor con monjes y martirios. Por no hablar de sus maravillosos bodegones. A Picasso le encantaban. En línea con Velázquez, Zurbarán los realiza desafiando los cánones de una época que consideraba viles los temas cotidianos. Entre los bodegones más bellos está el llamado Taza de agua y una rosa. Observadlo y después comparadlo con las cosas pintadas por los flamencos en esa misma época. Estas últimas son objetos laicos, domésticos, burgueses, extraordinarias mercancías. En cambio, en Zurbarán incluso un cuenco es una emanación de Dios. Como el Agnus Dei (del que se hicieron varias copias debido a su gran éxito), que es un animalito, muy tierno y lanudo, a punto de ser sacrificado, pero al mismo tiempo también Jesucristo.
Tras Madrid, Zurbarán regresó a Sevilla, donde, no obstante, había pasado de moda. La nueva hornada de pintores llevaba los nombres de Francisco de Herrera el Mozo, Juan de Valdés Leal y, sobre todo, Bartolomé Esteban Murillo. Sabemos que Zurbarán se casó tres veces y enviudó dos. Con la última esposa, Leonor, tuvo seis hijos: murieron todos. El mismo Juan, nacido de un matrimonio anterior y también él un excelente artista, sucumbió a la epidemia de peste en Sevilla de 1649: sesenta mil fallecidos de una población de ciento cincuenta mil habitantes. ¿Zurbarán pintor con morbo por la muerte? Puede ser. Pero intentad identificaros con la sensibilidad de una época en la que, poco después de que te hubieras encariñado de alguien, esta persona la palmaba como si nada. Incluso de Felipe II, el altivo «rey prudente», que había hecho de la impenetrabilidad su marca de fábrica, los biógrafos explican que, a la muerte de su adorada hija Catalina, perdió el control. En la corte, los compungidos monjes confesores lo vieron gritar por los pasillos.
Con gran tristeza, Zurbarán vuelve a Madrid. En 1658, para devolver al amigo los favores recibidos, es uno de los ciento cuarenta y nueve testigos que juran sobre la, en realidad falsa, hidalguía de Velázquez. Nobleza de linaje que —tras un proceso plagado de trabas, trapicheos y, finalmente, una decisiva dispensa concedida por el papa Inocencio X— permitirá al artista obtener la máxima distinción: la anhelada cruz púrpura de la Orden de Santiago. La misma que don Diego luce sobre el pecho al retratarse triunfante en Las meninas. En contraposición, Zurbarán, que en San Lucas como pintor, ante Cristo en la Cruz, se habría retratado a sí mismo vestido de santo, parece un vagabundo. «Velázquez es un revolucionario», dice Finaldi. «Zurbarán, en cambio, es un hombre de su tiempo». Velázquez, que murió siendo un rico funcionario, es un creyente a la fuerza, un moderno atraído por cada novedad: en su biblioteca no se encontró ningún texto religioso, sino clásicos griegos y latinos, y, en italiano, obras de Petrarca, Ariosto, Vasari, Castiglione… Además de tratados de astronomía, medicina, geografía, ocultismo. El devoto Zurbarán murió olvidado, hasta tal punto endeudado que hubo que vender la plata para pagar el funeral. No es seguro que el «pintor del misticismo» —como lo define ya en el título de su bellísimo libro el escritor holandés Cees Nooteboom— leyera a santa Teresa y a Juan de la Cruz. Pero es el artista de lo indescriptible. Expresión de una época que en la actualidad contemplamos fatalmente condicionados por el rechazo de la modernidad ilustrada, que, sin ningún matiz, la marcó como compendio de todos los oscurantismos, silenciando su vitalidad.
En la España del Siglo de Oro había nueve mil conventos masculinos y otros tantos femeninos. El clero alcanzaba los doscientos mil miembros en una población de ocho millones. Había dentistas especializados en comprobar si, en el acto de la ingesta, sagradas migajas de hostias hubieran quedado atrapadas entre las caries. Los autos de fe atraían a multitudes propias de un gran concierto, y una celebración eucarística podía durar veinticuatro horas. Pero, antes de que el Concilio de Trento hiciera limpieza obligándolos a formarse en los seminarios, también había religiosos que vivían en concubinato y con hijos que blasfemaban en las tabernas; sacerdotes que iban armados o controlaban garitos de juego; predicadores estrella que organizaban misas bufas durante las cuales se veían a mujeres devotas bailar en la iglesia medio desnudas y «borrachas de espíritu». Todo ello en la misma época de las herméticas bellezas de Zurbarán. Como santa Águeda, que, impasible y elegante, muestra sobre una bandeja los pechos que le han sido cortados por los verdugos. Con la misma indiferencia, Apolonia de Alejandría sostiene la tenaza que le arrancó los dientes, y Úrsula, la flecha que, al matarla, la hizo santa. Como las bacantes de Dios, también estas figuras nos parecen ahora «alienígenas», escribe Nooteboom. Porque las personas pintadas por Zurbarán pertenecían a un mundo que se nos ha vuelto inaccesible para siempre. A una fe que hoy tal vez resulta incomprensible incluso para las personas de fe.
EL DUENDE DE CALDERÓN
En los retratos de la época, Pedro Calderón de la Barca lleva sotana y siempre parece algo cabreado. Casi como un reflejo de una obra teatral que en general relacionamos con los sombríos temas del honor, la culpa, la venganza, el sacrificio, la inconsistencia de cualquier felicidad... Pero se trata en parte de un tópico. Ya en 1632, el «Índice de los ingenios de Madrid», redactado por el escritor Juan Pérez de Montalbán, consideraba a don Pedro «florido, galante, heroico, lírico, cómico y bizarro poeta», y autor de «muchas comedias» —unas cincuenta—, entre ellas la deliciosa La dama duende, llevada a escena recientemente por la prestigiosa Compañía Nacional de Teatro Clásico: una hora y cuarenta y cinco minutos de alborozo. La palabra «duende» posee un significado tan inaprensible que ni siquiera en España pueden definirlo con precisión. Se refiere a una especie de geniecillo travieso, pero también significa encanto, conjuro, inspiración, posesión: la misteriosa energía primigenia que, entre el suplicio y la catarsis, irrumpe durante los momentos mágicos del flamenco o de la tauromaquia. En la comedia de Calderón nos encontramos