Noli me tángere. Jose Rizal
Читать онлайн книгу.de Platón, Xanto de Lidia, Plinio, Hermipos y Eudoxo, le cree anterior en dos mil quinientos años á nuestra era. Sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que Zarathustra hablaba ya de una especie de purgatorio, y daba los medios para librarse de él. Los vivos pueden redimir las almas de los muertos en pecado, recitando pasajes del Avesta, haciendo buenas obras, pero con la condición de que el que ha de orar sea un pariente hasta la cuarta generación. El tiempo para esto tenía lugar cada año y duraba cinco días. Más tarde, cuando esta creencia se hubo afirmado en el pueblo, los sacerdotes de aquella religión vieron en ella un gran negocio y explotaron aquellas «cárceles profundamente oscuras en donde reinan los remordimientos,» como dice Zarathustra. Establecieron, pues, que por el precio de un derem, una moneda de poco valor según dicen, se le puede ahorrar al alma un año de torturas; pero como para aquella religión había pecados que costaban de 300 á 1000 años de sufrimiento, como la mentira, la mala fe, el no cumplir una palabra dada, etc., resultaba que los pícaros se embolsaban millones de derems. Aquí verán ustedes algo que se parece ya á nuestro purgatorio, si bien con la diferencia sobrentendida de la diferencia de religiones.
Un relámpago, seguido de un retumbante trueno, hizo levantarse á Doray, quien dijo santiguándose:
—¡Jesús, María y José! Los dejo á ustedes; voy á quemar palma bendita y encender candelas de perdón.
La lluvia empezó á caer á torrentes. El filósofo Tasio prosiguió, mientras miraba alejarse á la joven:
—Ahora que no está, podemos hablar de la materia más razonadamente. Doray, aunque un poco supersticiosa, es una buena católica, y no me gusta arrancar la fe del corazón: una fe pura y sencilla se distingue del fanatismo como la llama del humo, como una música de una algarabía: los imbéciles como los sordos los confunden. Entre nosotros podemos decir que la idea del Purgatorio es buena, santa y razonable; continúa la unión entre los que fueron y los que son, y obliga á una mayor pureza de vida. El mal está en el abuso que de él se hace.
Pero veamos ahora cómo pudo pasar al catolicismo esta idea que no existía ni en la Biblia ni en los Santos Evangelios. Ni Moisés ni Jesucristo hacen la más pequeña mención de él, y el único pasaje que citan de los Macabeos es insuficiente, además de que este libro fué declarado por el concilio de Laodicea apócrifo, y la Santa Iglesia Católica sólo lo ha admitido con posterioridad. La religión pagana tampoco tenía nada que se pareciese á él. El pasaje tan citado de Virgilio de Aliæ panduntur inanes1, que diera ocasión á S. Gregorio el Grande para hablar de almas ahogadas, y á Dante para otro relato en su «Divina Comedia», no puede ser el origen de esta creencia. Ni los bramines, ni los budhistas, ni los egipcios, que dieron á Grecia y Roma su Caronte y su Averno, tenían nada que se pareciese á esta idea. No hablo ya de las religiones de los pueblos del Norte de Europa: estas religiones de guerreros, bardos y cazadores, pero no de filósofos, si bien conservan aún sus creencias y hasta ritos cristianizados, no han podido acompañar á sus hordas en los saqueos de Roma ni sentarse en el Capitolio: religiones de las brumas, se disipaban al sol del mediodía.—Pues bien, los cristianos de los primeros siglos no creían en el Purgatorio: morían con esa alegre confianza de ver en breve cara á cara á Dios. Los primeros padres de la Iglesia que al parecer lo mencionaron, fueron san Clemente de Alejandría, Orígenes y san Ireneo, quizás influídos por la religión zarathustriana, que entonces florecía aún y estaba muy extendida por todo el Oriente, pues nosotros leemos á cada paso reproches al orientalismo de Orígenes. San Ireneo probaba su existencia por el hecho de haber permanecido Jesucristo «tres días en las profundidades de la tierra», tres días de Purgatorio, y sacaba de esto que cada alma debía permanecer en él hasta la resurrección de la carne, por más que en esto el Hodie mecum eris in Paradiso2 parece contradecirle. San Agustín habla también del Purgatorio, pero, si no afirma su existencia, no la cree sin embargo imposible, suponiendo que podrían continuarse en la otra vida los castigos que en ésta recibimos por nuestros pecados.
—¡Diantre con San Agustín!—exclamó don Filipo;—¡no estaba satisfecho con lo que aquí sufrimos y quería la continuación!
—Pues así andaba la cosa: unos creían y otros no. Sin embargo de que San Gregorio lo llegó ya á admitir en su de quibusdam levibus culpis esse ante judicium purgatorius ignis credendus est,3 nada hubo sobre ello definitivo hasta el año 1439, esto es, ocho siglos más tarde, en que el Concilio de Florencia declaró que debía existir un fuego purificador para las almas de los que han muerto en el amor de Dios, pero sin haber satisfecho aún á la Justicia divina. Ultimamente el Concilio Tridentino, bajo Pío IV, en mil quinientos sesenta y tres, en la sesión XXV, dió el decreto del Purgatorio que empieza: Cum catholica ecclesia, Spiriiu Sancto edocta etc.4, en donde dice que los sufragios de los vivos, las oraciones, limosnas y otras obras piadosas eran los medios más eficaces de librar á las almas, si bien antepone á todo el sacrificio de la misa. Los protestantes no creen sin embargo en él, y los Padres griegos tampoco, pues echan de menos un fundamento cualquiera bíblico, y dicen que el plazo para el mérito ó desmérito termina á la muerte, y que el Quodcumque ligaberis in terra...5 no quiere decir usque ad purgatorium, etc.6; pero á esto se puede contestar que estando el Purgatorio en el centro de la tierra, caía naturalmente bajo el dominio de san Pedro. Pero no acabaría si tuviese que repetir aquí todo lo que sobre el asunto se ha dicho. Un día que queráis discutir conmigo la materia, venid á mi casa y allá abriremos volúmenes y discutiremos libre y tranquilamente. Ahora me voy: yo no sé por qué esta noche la piedad de los cristianos permite el robo,—ustedes, las autoridades, lo dejan,—y yo temo por mis libros. Si me los robasen para leerlos, los dejaría, pero sé que muchos los quieren quemar para hacerme una obra de caridad, y esta clase de caridad, digna del califa Omar, es temible. Algunos por estos libros me creen ya condenado.
—Pero ¿supongo que creerá usted en la condenación?—preguntó sonriendo Doray, que aparecía llevando en un braserillo hojas secas de palma que despedían humo fastidioso y agradable perfume.
—¡Yo no sé, señora, lo que de mí hará Dios!—respondió el viejo Tasio pensativo.—Cuando esté agonizando, me entregaré á Él sin temor; haga de mí lo que quiera. Pero se me ocurre un pensamiento.
—Y ¿qué pensamiento es ese?
—Si los únicos que pueden salvarse son los católicos, y de entre estos un cinco por ciento, como dicen muchos curas, y formando los católicos una duodécima parte de la población de la tierra si hemos de creer lo que dicen las estadísticas, resultaría que después de haberse condenado millares de millares de hombres durante los innumerables siglos que transcurrieron antes que el Salvador viniese al mundo, después que un hijo de Dios se ha muerto por nosotros, ahora sólo conseguiría salvarse cinco por cada mil doscientos. ¡Oh ciertamente no! prefiero decir y creer con Job: ¿Serás severo contra una hoja que vuela y perseguirás una arista seca? ¡No, tanta desgracia es imposible, creerlo es blasfemar, no, no!
—¿Qué quiere usted? La Justicia, la Pureza divina...
—¡Oh! ¡pero la Justicia y la Pureza divina veían el porvenir antes de la creación!—contestó el viejo estremeciéndose y levantándose.—La creación, el hombre es un sér contingente y no necesario, y ese Dios no debía haberle criado, no, si para hacer feliz á uno debía condenar á centenares á una eterna desgracia, y todo por culpas heredadas ó de un momento. ¡No! Si eso fuera cierto, ahogue usted á su hijo que allí duerme; si tal creencia no fuese una blasfemia contra ese Dios que debe ser el Supremo Bien, entonces el Molok fenicio que se alimentaba con sacrificios humanos y sangre inocente, y en cuyas entrañas se quemaban á los niños arrancados del seno de sus madres, ese dios sanguinario, esa divinidad horrible sería al lado de él una débil doncella, una amiga, la madre de la Humanidad.