Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar


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Federico se da la vuelta y se enfanga en la barra del bar ambulante cuando distingue a su hijo tocando un piano, encaramado sobre su carro. Dos de sus jamelgos arrastran la yunta y Horacio Roldán y Frasquito, ayudados por la media docena de jóvenes que han encimado el piano a la carreta, van brincando alrededor como bufones. La charanga se silencia, maravillada del espectáculo y del ruido. La aguileña María, la tetona Marta y la bella Adelaida se llevan las manos a las bocas, asombradas de la audacia de sus galanes y risueñas por los gestos histriónicos y desarticulados del Lucero mientras toca. Doña Vicenta e Isabelita salen corriendo hacia ellos y se encaraman al carro. Horacio y Frasquito han levantado en vilo a la reacia Concha y la elevan también junto al resto de los García Lorca. Don Federico, que lo ha visto todo de reojo, no puede evitar media sonrisa ensimismado en su copita de chinchón. El Lucero introduce los acordes inconfundibles de un cuplé. Los cuatro García Lorca inflan al unísono los pechos y rompen a cantar a voz en grito.

      Se dice que muy pronto,

      si Dios no media,

      tendremos las mujeres

      que ir a la guerra.

      Y yo como medida

      de precaución

      ya estoy organizando

      mi batallón.

      Chis-pón.

      Batallón de modistillas

      de lo más retebonito

      y lo más jacarandoso

      que pasea por aquí...

      La concurrencia, sin distingos de clase, se vuelve hacia ellos y sigue el baile. Don Federico se pide una copa más. Y otra. Y otra. Es un hombre de palabra.

      ***

      Han dado las cuatro de la mañana y los únicos que permanecen en la calle son Horacio y el Lucero. Están sentados en el peligro de la casa de los García Lorca, fumando cigarros prohibidos que Horacio le ha robado a su padre y contando estrellas fugaces.

      —Odio Granada, Horacio. Me estoy pudriendo aquí.

      —Esa chica. La tenías en el bote.

      —No puedo ni escribir, como si se me secaran en Granada la tinta y la sangre.

      —Además, me gusta su nombre –enfatiza Horacio–. Adelaida. Suena a flor. Adelaida, alhucema, Adelaida... eh... lavándula. Adelaida... nomeolvides.

      —Me aburro, me aburre Granada, son provincianos, me llaman paleto... –habla el Lucero por encima de las palabras de su primo.

      —¿Por qué no te casas con Adelaida?

      —Y mi padre se ha vuelto insoportable. Todo el día hablando de política: que si liberales, que si conservadores... Todo por culpa de Granada. ¿Qué?

      —Que por qué no te casas con Adelaida, primo.

      —¿Con Adelaida? Si mi padre me diera la Huerta de regalo de bodas, me casaba con Adelaida. Y con la de la nariz de aguilucho, también.

      —Eso, primo. Y yo os iría a visitar a la Huerta todos los días, aunque para que me admitieran tus mujeres tuviera que casarme con Marta. ¿Te has fijado? ¡Qué barbaridad!

      —¿Si me he fijado en qué?

      Horacio dibuja sobre su pecho una parábola exagerada emulando las tetas de Marta.

      —No, no me he fijado –responde, indiferente y abstraído, el Lucero.

      —Tú no les haces ni caso y ellas están todas locas por ti. ¿Cómo haces para tener tanto éxito con las chicas, primo?

      Por primera vez, el Lucero simula interés en la conversación y contesta con dicción cuidadosa, gesto teatral de mano y sus pupilas clavadas en las de Horacio.

      —Porque a las mujeres les encantan los problemas. Y adivinan que yo se los podría traer todos.

      La noche ha refrescado y las estrellas no se cansan de temblar.

      ***

      Se acabó el Corpus Chico. Los feriantes recogen bártulos en la plaza de Asquerosa. Poco a poco, los carromatos se retiran, algunos camino de Zujaira, otros de Pinos Puente, unos pocos de Obeilar y los menos de La Loma. De la fiesta de la noche anterior va quedando sólo en recuerdo el cordón guardiacivilero que segregaba a los ricos de los pobres. José Daza atraviesa la plaza con aire cansino. Ya no lleva el traje de fiesta. Su camisa de sarga viene sucia y los pantalones de saco remendados se le desparejan a cada paso, como si no consintieran acomodarse a su cuerpo enjuto.

      En casa de los García Lorca hay un trajín cocinero impropio de las horas. Vicenta trabaja febril y dirige constantes mandados a las criadas de la casa. Petra, no envolver el queso en periódico, que se requiebra la corteza. Trapo de algodón fino y húmedo. De algodón. Los jamoncitos en estraza, ¿eh? No, así no. Así. Saca los huevos, Rosita, que ya hace un minuto que se ríe el agua.

      Al Lucero le hizo siempre mucha gracia eso de que el agua se ríe. Al Lucero, dice siempre su madre, le hacen mucha gracia todas esas tontás. Y hasta las anota en sus cuadernos.

      En el salón, don Federico trastea hábilmente con la guitarra, yéndose por seguiriyas hasta que el reloj de cuco canta las diez. Entonces, juega con las notas para adaptarse al canto del pájaro artificial y escucha con atención hasta que la aldaba de la puerta exterior golpea tres veces.

      —Daza, puntual como un esbirro de Wellington –grita hacia la cocina–. Abrid esa puerta.

      Isabelita atraviesa el salón y corre hacia la entrada gritando y dando brincos.

      —¡Es el ladrón! ¡Es el ladrón! ¡Viene el ladrón!

      Isabelita desatranca la falleba con dificultad y alzándose de puntillas. Daza tiene que ayudarla a empujar el portón de roble.

      —Buenos días, Isabelita. ¿Está tu padre?

      —Dame la mano, que yo te llevo. ¿Por qué todos los años tienes que venir a robar a casa?

      —Porque llega el Rey a la Vega, Isabelita. Y prefiero hacer un pecado pequeñito y que me encierren, a tener la tentación de cometer otro más gordo.

      —Ah, entiendo –dice resabiadamente la niña.

      Don Federico no puede disimular la ternura cuando la pareja irrumpe en el salón. La imagen del alpargatero desharrapado de la mano de la niña de siete años, vestida con su camisón inmaculadamente blanco de ribetes angélicos, resulta conmovedora y cómica.

      —Me voy a avisar a mi mamá. Tú espera aquí con papá, ¿eh? –le dice Isabelita a Daza antes de echar a correr hacia la cocina al grito de:– ¡Ya ha venido el ladrón, mamá! ¡Ya ha llegado el ladrón! ¡De prisa, que ya ha llegado!

      —Vaya gritos da esta niña. Con la cabeza que yo tengo esta mañana.

      —¿Durmió usted en los establos? –pregunta Daza aceptando la mano que le tiende don Federico.

      —Casi. Siéntate.

      —No, estoy bien.

      —Que te sientes, hombre. ¿Has desayunado?

      Daza se sienta dejando entre el sillón y el culo dos centímetros de aire. Nunca está cómodo en el salón de la casa de don Federico, con sus cortinajes, el piano, las pesadas lamparonas que cualquier día se van a caer sobre la cabeza de alguno, los sillones con relieves de falso oro y brazos curvos, las alfombras con tacto a hierba aplastada cuando las alpargatas las hollan. Vicenta entra con un morral pesado.

      —Buenos días, José. ¿Has desayunado ya?

      —Sí, señora. Gracias.

      Doña Vicenta le planta el pesado morral en los brazos.

      —Toma, esto para pasar los días. El embutido no lo saques del morral ni de los envoltorios, que se amojama enseguida. El queso y el pan los dejas también dentro, que se conservan mejor. Las truchas


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