Lucero. Aníbal Malvar
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Don Federico monta a Zoraida después de atar largo a la cincha las riendas de la Zaína. Lleva prisa y sale a trote. Enseguida, espolea a la jaca. Le gusta la violencia del aire frío en el rostro. Esta vez ni siquiera vuelve la mirada cuando los corrillos de braceros, que esperan trabajo en las lindes camineras de los sembradíos, levantan la vista hacia él.
***
En la estación ferroviaria de Granada hay siempre ajetreo. Patatas, azúcar, tabaco y madera viajan a diario hacia Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona. Descargadores, costaleros, faquines, esportilleros, maleteros y porteadores sudan camisas viejas o enseñan pecho sin detener ni un momento su trajín anarquizante por andenes, cobertizos, apartaderos y barracones. Don Federico remolonea junto a las vías fumando un cigarro y aguardando a que su contacto lo vea. Eugenio, el factor pequeño y ratonil –le apodan Ratón–, enciende otro cigarro y se acerca a su vera.
—Buenas tardes, don Federico. Ya me estaba preocupando.
—Hay queja por la subida, Ratón .
—El Rey viene a la Vega. Va a haber mucha guardia real en los campos. Más riesgo.
Don Federico, con un movimiento ágil de mano, extrae del bolsillo trescientas pesetas que el Ratón despista al vuelo y guarda sin contarlas. Trescientas pesetas. El equivalente al jornal de cien braceros.
—En el apeadero viejo de El Trébol –el factor habla entre dientes–. Yo suelto la máquina a las doce y cuarto con seis furgones vacíos y abiertos. No se espera. A las menos cinco, el maquinista tiene orden de arrancar, estén como estén las cosas. Lleve bastantes hombres. Y procure que no sean de por aquí. Hay mucha lengua y los alpargateros están nerviosos.
Don Federico asiente en silencio, con la vista extraviada en los perfiles lejanos de la sierra de Huétor y el cigarro apagado en la boca. Se da la vuelta sin despedirse y se va. Al atravesar los andenes, distingue a Olmo cargando fardos junto a otros costaleros. Intercambian un gesto levísimo de reconocimiento y continúa cada uno a lo suyo.
***
Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de lo perseguido. Del gitano, del negro, del judío..., del morisco que todos llevamos dentro. Granada huele a misterio, a cosa que no puede ser y, sin embargo, es. Que no existe, pero influye. O que influye precisamente por no poder existir, que pierde el cuerpo y conserva aumentado el aroma.
FGL
***
El Cervantes reestrenó esta tarde la zarzuela El arte de ser guapa, del maestro Giménez y Bellido. La función ha terminado hace ya casi dos horas. El Lucero se refugia frente a la entrada del teatro, al amparo de los soportales, con un papel desplegado que lee y relee una y otra vez moviendo los labios y gesticulando levemente. De vez en cuando, tacha una palabra y escribe algo, y vuelve a mover los labios y a gesticular.
Mientras medita rimas y cuenta versos, observa al otro lado de la plaza del Campillo los movimientos más o menos subrepticios de los hombres que entran al teatro. Merodean. Fuman y vuelven a merodear. Consultan la hora en sus relojes de cadena y merodean otra vez. Los menos tímidos, simulan que leen el cartel que anuncia la zarzuela. Marisa Riquelme es la actriz que goza, hoy en Granada, del arte de ser guapa, tarea nada fácil. Después, inexorablemente, los hombres elegantemente vestidos hinchan el pecho de aire vigoroso y entran al teatro en dos zancadas rezumando virilidad. Es la cara oscura del Cervantes. Por la noche, cuando la función familiar de zarzuela ha concluido, un espectáculo pornográfico toma el relevo y empuja el arte de ser guapa hacia el pudoroso olvido. Es el gran secreto a voces de las braguetas de la ciudad.
Lucero también mira la hora. Se ha puesto elegante. Traje negro, camisa blanca, pajarita azul y aceite en el pelo apelmazado, con un rizo falsamente rebelde cayendo frente abajo. Dobla el folio, lo guarda en el bolsillo interior de la chaqueta y avanza con su paso zambo hacia un coro de luces que anuncia algo. Como todas las noches, repara en el cartel que cuelga a la entrada del Café Alameda:
Abre la puerta y echa un vistazo. Las más de veinte mesas de mármol blanco no se han quedado totalmente huérfanas de gentes, aunque el reloj marca ya las once y diez. A pesar de que la techumbre está a más de cuatro metros de altura y el local es amplio, humo denso de tabaco indica que hasta no hace mucho el café estuvo abarrotado. Dos chicas, una guapa y otra fea, estudiantes sin duda de Filosofía y Letras, beben chocolate y le observan en el reflejo de los grandes espejos que cubren toda la pared derecha del Alameda. Hombres aburridos y de grandes bigotes, con la espalda cansina recostada en las sillas almohadilladas en cuero, sorben licores fuertes, fuman puros eternos y escuchan sin interés la música del quinteto de piano y cuerda que alimenta a diario las veladas del Alameda . Sus mujeres sí gorgotean entre ellas. O solas. O con el cadáver prematuro de sus adinerados, abotargados y sordos maridos. Jóvenes estudiantes acaudalados, con los dos codos apoyados en la mesa y gesticulando con un cigarro en la izquierda y un combinado en la derecha, discuten la idoneidad de una huelga que retrase, con cualquier excusa, el inicio del curso académico. Hacia el tablao donde está instalado el quinteto se dirige Lucero. Él también acepta la oferta de los grandes espejos para comprobar la perfecta esclavitud del rizo rebelde en su exacto lugar.
A medida que se acerca al tablao, el estruendo de voces crece.
—¡¡¡Músico!!! –grita José Mari Carrillo La Loca desde detrás de su martini con aceituna–. ¡Bienvenido a mi torre de marfil, joven acústico, aunque hoy vistas un traje caciquil, bastante rústico!
—Joven príncipe –le saluda Paquito Soriano levantando de la silla su metro noventa y sus 130 kilos de peso como si fuera una ágil bailarina: eso significa que ya está borracho–. Sólo a poeta y mujer con tardanza, se puede recibir con alabanza. Y tú no eres poeta ni mujer: pues págate una ronda o a barrer.
—Muy malo, Paquito –replica el Lucero palmeando con cariño la cara enorme del gigantón–. Si Wilde levantara la cabeza...
—¡Te la chupaba! –grita Carrillo La Loca derramando su martini y tosiendo sobre su propia boutade.
—¿Tú qué dices de Wilde, músico? –brama Paquito simulándose ofendido–. Tú no te has leído a Wilde. Si tú no sabes inglés, ni sabes nada.
—Pero me lo has contado entero, Paquito.
—No, no. Entero no. Si te lo hubiera contado entero, te hubiera gustado demasiado.
Hoy están doce. Con Lucero, trece. Otras veces son veintitantos y los peores días pueden ser tres. Siempre ocupan el mismo sitio, las tres mesas esquinadas al fondo izquierdo del Alameda, medio escondidos tras el tablao del quinteto.
—No nos escondemos de la gente. Escondemos a la gente para no verlos nosotros –le había dicho Paquito, el patriarca fundador, la primera vez, hace ya tres años, que le permitieron sentarse allí.
Ellos se autodenominan tertulia. La tertulia de El Rinconcillo, ya famosa en Granada. Se consideran tertulia intelectual ungida con la sagrada misión de revolver ferozmente los cimientos culturales, políticos y sociológicos de la caduca y putrefacta Granada. Aunque los granadinos no están muy de acuerdo con esta descripción. Para los granadinos liberales, son simplemente una panda de gamberros. Según los conservadores, siempre más inclinados al matiz, los miembros del Rinconcillo son, aparte de una panda de gamberros, un hatajo de maricones.
Paquito Soriano se vuelve a levantar, enorme, borracho e inclinado como la torre de Pisa, y alza la copa. Todos callan. Paquito Soriano es, en El Rinconcillo, la autoridad. Siempre vestido de chaqué negro y plastrón –tiene más de veinte idénticos–, a sus veinticuatro años maneja con soltura seis idiomas y atesora una biblioteca de más de 4.000 volúmenes, todos leídos, que han encogido sus ojos de rana hasta casi borrarlos del fondo de sus inmensas gafas de miope. Su colección de literatura pornográfica es mítica entre los libertinos municipales. Las buenas gentes de Dios, entre misa y cuchicheo, vocean por Granada que en su casa, millonaria de heredad, Paquito Soriano organiza orgías innombrables