Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar


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en la recepción de nuestro nuevo amigo. Depositado ante él ofrendas de oro, seda y sangre congratulándonos de su valor y joven entereza. Ah, dulce amigo. Las cabezas antes laureadas son las que primero rodarán, pero tu ejército, éste tu ejército, caerá antes que tú en el campo de batalla. Arrogante ante los poderosos, delicado con los poetas, cariñoso con los bufones y que hace reír a las damas. Así eres tú, porque, aunque no te conozco, ya te adivino, como adivinó la luna al sol la primera vez que vio su luz –aplausos; Paquito los acalla con un gesto senatorial de mano–. Como oficiante saturnal de esta hermandad litúrgica, propongo el nombramiento de Manuel Fernández-Montesinos Lustau como centurión de nuestros líricos ejércitos. ¿Votamos?

      —Alto, senador. Un apunte breve –irrumpe el periodista Carnero con la garganta gorgoteando ginebra.

      —¡Redundante! –le grita Lucero.

      —Tienes razón, músico. Disculpad la torpeza de mi verbo. Pero Roma decayó en Imperio, insultó la delicada herencia democrática de Helena, ensuciando los mares, de las Cícladas al Dodecaneso, con la avaricia y la mezquindad de sus centuriones –Carnero toma aire e intenta escurrir la ginebra que gotea de su brillante cerebro–. No es Manuel centurión, es un niño poeta. Y niños poetas es lo que necesita el futuro de España y de Granada. Como demócrata, propongo el nombramiento de Manuel Fernández-Montesinos eh...

      —Lustau –completa divertido el neófito.

      —De Manuel Fernández-Montesinos Lustau –pausa enfática antes de gritar– como futuro alcalde de Granada.

      —Brillante, compañero Carnero. Brillante –atrona Paquito sobre las entusiastas salvas de aplausos–. Ponte en pie, mi sabio efebo.

      Montesinos obedece con el turbante aún cubriendo su cabeza y la flor de lis muriendo lentamente en su solapa.

      —Por la autoridad que me otorga mi conocimiento cabalístico del porvenir, la compañía de esta ralea de borrachos y gitanos geniales, mi extensa cultura genital y nuestro insobornable afán por convertir toda la extensión de la Alhambra en un enorme Valhalla sicalíptico donde hombres y mujeres y todos los demás sexos folguen en lúbrica libertad, yo te nombro, solemnemente, futuro Alcalde de Granada.

      Aplausos y vítores acallados por lentos ademanes de Montesinos.

      —Con honor acepto el nombramiento. Y acato las altas responsabilidades que me habéis conferido. ¡Muera Granada, viva Granada y eternidad incorrupta para Isidoro Capdepón!

      —¡Muera Granada, viva Granada y eternidad incorrupta para Isidoro Capdepón! –repite el coro.

      —¡Navarricooo! ¡Trae champán! ¡Doce botellas de champán!

      Las campanas de Granada desincronizan la una. La madrugada se ha puesto fría y el taconeo de los rinconcillistas, en huida hacia sus casas, es lo único que se escucha en la plaza del Campillo. El gigante Paquito Soriano sujeta de un brazo a Carnero y de otro a La Loca Carrillo, que han perdido la consciencia. Montesinos ha querido devolverle a Carrillo su reloj de oro, pero el periodista ha respondido: «La libertad necesita tiempo. Y no me vuelvas a insultar. Mi tiempo es tuyo». Maroto y Almagro se tambalean mientras discuten si los versos de Zorrilla «¡Dios os dé tanto placer / como con ellos me dais! / Si un día España dejáis, / como a mí os haga volver» son simplemente cursis o estrepitosamente horteras. Barrios y Mariscal están vomitando en la misma esquina y se ensucian con reciprocidad camaradesca sus respectivos pantalones. Los que se mantienen medianamente verticales huyen hacia la Manigua, el barrio de las putas. Lucero y Montesinos, aún tocado con el foulard a modo de turbante, caminan calle abajo sin esperarlos.

      —Es increíble que esto pueda pasar en Granada –dice Montesinos.

      —Todos las noches, casi.

      —No sabía que existían los poetas vivos, ¿sabes? Creí que todos los poetas eran como Manolo de Góngora.

      —¡Los poetas vivos! Se te ha contagiado la enfermedad de Paquito Soriano, ten cuidado.

      —¿Qué enfermedad?

      —La genialidad sin querer.

      —Vaya, gracias.

      Montesinos se resbala y está a punto de caer.

      —Estoy borracho –dice.

      —Y yo –redunda Lucero–. ¿Vas a volver a casa así después de la que le has montado a tu padre?

      —Qué remedio.

      —Vente a mi casa. Un rato. Preparo café y te recuperas un poco.

      —No quiero molestar.

      —No nos va a escuchar nadie. La casa es grande.

      —Vamos, entonces. Café. Necesito café. ¿Sabes que es la primera vez que me emborracho?

      —Pues te ha salido estupendamente. Vivimos en la Gran Vía, aquí al lado.

      El 34 de la Gran Vía es un caserón de piedra y tiene tres plantas y un sobrado, altos balcones, rejas de forja y relieves embellecedores tallados con mimo y con dinero. No hay luz. Montesinos y Lucero ascienden despacio, aplacando los gemidos sensuales de las escaleras de madera bajo sus pies, guiándose sólo por el tacto de la barandilla de bronce. Lucero abre la pesada puerta, enciende una luz del pasillo y entran. El silencio ni respira. Caminan con cuidado hasta llegar a un pequeño recibidor y se les enciende la luz en todas las narices. Lucero hasta ha pegado un gritito. Montesinos, debajo de su turbante, se ha puesto pálido. Sentadas en los butacones y en camisón, doña Vicenta y Conchita miran a la pareja con aire divertido. Montesinos echa la mano al turbante, pero la voz de Vicenta lo detiene.

      —No. No te lo quites. Te prohíbo que te quites el turbante.

      —¿Qué hacéis aquí a estas horas? –Lucero procura revertir la situación fingiéndose enfadado. Conchita no puede apartar la vista de Montesinos mientras intenta no reírse. Hasta se ha olvidado de cubrirse las tetas inesperadas.

      —Una madre y una hija tienen que hablar a veces.

      —¿A oscuras?

      —¿Para qué queremos leernos los labios si ya nos oímos? Anda, baldomeros, sentaos un rato con nosotras. ¿No nos presentas a lord Byron?

      —Manuel Fernández-Montesinos Lustau, señora, para servirme. Perdón. Para servirla.

      Conchita ya no puede más y libera la carcajada tapándose la mano con la boca. Vicenta se levanta, permite el besamanos del joven y lo sienta junto a ellas alrededor de la mesa bajera.

      —Ésta es mi hija Concha.

      —Encantado –se miran y Conchita vuelve a reír–. ¿Puedo quitarme esto, señora?

      —No. ¿Habéis cenado algo sólido? Porque líquido ya veo que sí.

      —Sí, mamá. Hemos cenado.

      Vicenta coge del aparador una botella de coñac y dos vasos, y sirve generosamente a su hijo y al amigo.

      —Bueno, contadnos. ¿Qué habéis estado haciendo?

      —Hemos nombrado a Manuel futuro alcalde de Granada.

      —¿Los del Rinconcillo? Entonces seguro que lo vas a ser, hijo. Todos los lunáticos son videntes. ¿Tú que piensas, Concha?

      Al Lucero se le han atascado las persianas de los párpados ahí arriba. Nunca había visto a su hermana no ruborizarse ante un hombre.

      —No sé –contesta con soltura–. ¿No eres un poco joven para ser alcalde de Granada?

      Montesinos apura el coñac de un trago para beber valor y, en cuanto se da cuenta de lo que acaba de hacer, se enciende como una lámpara de prostíbulo.

      —Futuro alcalde. Para ser futuro alcalde no hace falta ser tan viejo.

      Vicenta le rellena la copa y Conchita prosigue el interrogatorio.

      —¿Cuántos?

      —Voy


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