Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar


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–pregunta el Lucero.

      —Doscientos reales lo menos.

      —Eso no lo valen ni los violines grandes.

      —Los pequeños son más reviraos de apañar. La afinación.

      —Cien –retruca Lucero.

      —Ciento cincuenta.

      —Esa cantidad no tiene matemática. Ciento cuarenta, que son siete duros.

      —¿En duros quieres pagarlo? –el gitano piensa–. Pues diez duros.

      —Eso vuelven a ser doscientos reales.

      Vicenta los observa atónita y fascinada.

      —Bueno, pues lo que tú me digas.

      Lucero saca ocho duros y se los da al gitano, que los cuenta con una sonrisa en su boca de dientes inexplicablemente perfectos.

      —Pero ahora me vas a tener que decir lo que es el duende –exige Lucero.

      —Ya empezamos, hijo. El duende se viene o no se viene. No se puede explicar. A ti te va a venir un día, estoy seguro.

      Camino de Asquerosa, mientras brincan sobre la calesa por los caminos terreros, Vicenta, que ha estado muy callada todo el rato, pregunta:

      —¿Y qué es eso del duende?

      —Debe ser como explicarle a un esquimal la primavera. El tío Baldomero tampoco me lo supo decir nunca.

      —Pues déjate de duendes y estudia más, que vas a acabar siendo el peor abogado de Granada. Un abogado de pleitos pobres.

      —Ojalá –sonríe Lucero.

      Después de la siesta, en el salón de la casa de Asquerosa, don Federico está preparando las escopetas. El Lucero y Vicenta leen, un poco molestos con el trajín ruidoso del padre, que no para de hablar con Frasquito. Es la hora de la paloma alta, la caída de la tarde. Sentarse debajo de unos álamos o de los fresnos con la escopeta entre las piernas y bebiendo luz. Una gorra de visera corta calada para que el sol decline sin incordiar. La vista al cielo, a la espera del aleteo rectilíneo, a veces solitario y a veces parejo, de la paloma que se acerca alta y desprevenida.

      —Venga, Lucero, coño. Vente a matar unos pájaros –truena el padre.

      —No.

      —Pues vente a mirar –le pide Frasquito.

      —Marchaos ya –protesta Vicenta–. Y dejadnos en paz, que así no hay quien lea. ¡Qué cargación!

      —Qué bonito. Cargación –masculla el Lucero sin levantar la vista del libro.

      —¿Y yo puedo ir?

      —¡La que faltaba, Isabelita! –Vicenta deja vencerse el libro en el regazo–. Nos ha salido una niña bolchevique, Federico. No hace otra cosa que revolucionar.

      —Pues corre al confesor, esposa, que entonces no es mía —contesta el marido–. Venga, Frasquito, que se va a hacer de noche.

      —Ay, sí. Iros ya. Y llevaos también a Isabelita. Y quedaos toda la noche cazando gamusinos, que me ha dado tía Aurelia una receta muy rica para escabecharlos –suspira Vicenta.

      Lucero vuelve a reírse entre dientes, sin levantar los ojos de la lectura. Pasan las horas. La luz va decayendo. Vicenta se ha dormido con el libro en el regazo. Es un ejemplar de Soledades que Machado le regaló en junio al Lucero, cuando se conocieron en Baeza. Él también deja su libro, se levanta despacio, abre la tapa del piano y recorre la epidermis de las teclas sin pulsarlas, leyendo una partitura de Debussy. Tocándola en silencio para no despertar a su madre. Agitando los hombros como poseído por una música que sólo suena en su cabeza.

      —¿Qué haces, loco? –pregunta Vicenta desde su modorra.

      —No despertarte –continúa el Lucero con su pantomima y, de repente, sin cambiar de actitud, empieza a aporrear exquisitamente el primero de los Arabescos. Toda Asquerosa se llena del arabesco dulce y algo histérico de Debussy.

      Paquita Alba, la vecina, que está sentada a la fresca en la acerilla, escucha un rato, cierra los ojos y dice:

      —Ya está el jodío zángano armando ruido.

      Recoge su silla de madera azul y cular de paja, con muy mala leche, y se entra en casa dando un portazo.

      ***

      Yo llamo «el duende» en arte a ese fluido inasible, que es su sabor, su raigambre, algo así como un tirabuzón que lo mete en la sensibilidad del público.

      FGL

      ***

      La habitación del Lucero en Asquerosa es la más pequeña y humilde de la casa, pero la ventana está orientada hacia el arco de la luna, que, cuando está llena, alumbra casi toda la noche. Pasan ya de las doce y el aire sólo trae las voces de las cigarras y las ranas, y un poco de frío húmedo. Una lámpara de aceite, sobre la mesilla, ilumina el cuaderno en blanco. Lucero, en la cama y totalmente vestido pero descalzo, mantiene el lapicero sobre el papel, inmóvil y oblicuo como el mástil de un velero embarrancado.

      Un suave tableteo de cascos de caballo se acerca desde lejos. Lucero no se mueve ni levanta la vista. Parece incluso que no respira. De cera. La luna no entra aún por la ventana. Una mariposa de luz revolotea alrededor de la lámpara hasta quemarse y morir. Dos salamandras, petrificadas como el Lucero, acechan mosquitos pegadas a la pared blanca en que se apoya el cabecero.

      —Entrarán los asesinos y te asesinarán, si dejas la ventana abierta.

      Al Lucero se le salta del susto el lapicero y la primera hoja del cuaderno se le descuajaringa. Horacio Roldán, colgado con las dos manos de la ventana y asomando solamente la cabeza, se ríe sin meter mucho ruido para no despertar a la familia.

      —Ojalá te caigas y te esolles, maricón –susurra Lucero.

      Con agilidad, Horacio se alza a pulso y entra en la habitación llenándola con sus movimientos que todo lo tocan y todo lo auscultan de nuevo, como si no hubiera entrado allí ya un millón de veces. Tras recorrer toda la geometría del cuarto, pega un brinco y se queda sentado en la cama al lado de su primo.

      —¡Quítate los zapatos! –grita en susurros el anfitrión–. ¡Sólo a los muertos los acuestan con los zapatos puestos!

      Horacio obedece riéndose. Su risa tiene un punto travieso y bellamente diabólico. Su camisa de holanda blanca está llena de hombros, a pesar de que sólo ha cumplido dieciséis años. Lucero lo mira y sonríe complacido. Hablan en susurros y, a cada tanto, Lucero tuerce la vista hacia la puerta con miedo a que pueda aparecer alguien.

      —A pesar del susto, gracias por la visita. Hoy es un día muy importante para mí.

      Horacio abre unos ojos muy grandes y de un marrón verdoso algo mefítico.

      —No jodas. ¿Ha sido con Adelaida? –pregunta Horacio.

      —¿Qué dices? ¿Quién es Adelaida?

      —La chica del Corpus Chico, la guapa. ¿Te has estrenado?

      —No tienes remedio, Horacio. Vete a la Manigua.

      —Yo ya he ido. Tres veces. Lo digo por ti –dice Horacio abrazando a su primo por el hombro y atrayéndolo hacia sí con gestos de falsa sensualidad grotesca en los labios.

      —¡Suelta! ¿Qué dices? ¿Has ido?

      —¿Qué iba a hacer? ¿Follarme a la nariz de gancho? Prefiero pagar.

      —Eres un degenerado.

      Horacio enciende un cigarro ignorando las protestas de su primo. Usa como cenicero el vaso de agua de la mesilla. La luna ya asoma por la ventana y Lucero apaga la lámpara de aceite.

      —Entonces, ¿por qué hoy es un día muy importante para ti, si no la has metido? –pregunta Horacio con sorna.

      —Ya


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