Lucero. Aníbal Malvar

Читать онлайн книгу.

Lucero - Aníbal Malvar


Скачать книгу
por el pasillo, los cierra y se finge dormido. Vicenta se sienta en el borde de la cama y le besa la frente, las mejillas, los labios. Don Federico abre los ojos y sonríe. Llaman a la puerta. Es Lucero.

      —Padre. Sal. Ha venido la Guardia Civil para no sé qué.

      Don Federico se incorpora y se viste rápido. Vicenta abre las ventanas del cuarto para que se ventile y hala las sábanas.

      —¿Qué querrán? –pregunta sin énfasis.

      —No lo sé.

      Vicenta baja con don Federico. Los dos guardiaciviles están plantados en una esquina del salón, sin haber aceptado la invitación a sentarse. No es fácil ordenarle algo a don Federico cuando se está sentado.

      —Buenos días –saluda el patriarca.

      —Buenos días, don Federico. Disculpe la molestia, pero hay orden real de revisar todas las armas de los alrededores. Ha habido una matanza en La Granja.

      Don Federico escucha en silencio. Doña Vicenta se lleva una mano a la boca y mira a su marido con ojos interrogantes.

      —¿Quiénes son los muertos? –pregunta tartamudeando.

      Uno de los números recita de memoria.

      —Manuel Fajín Reyes, de Chauchina, Donato Ruiz Formentor, de Alfaje, y Olmo Jesús Romero Vargas, de Alfaje. ¿Los conocía?

      —Al último, sí –zanja don Federico la charla–. Suban conmigo. Las armas están en mi despacho.

      Arriba, los guardiaciviles apenas se limitan a olisquear las escopetas y admirar su calidad. Cuando se van, informan de que el séquito real vuelve a Madrid por si hay revueltas en la Vega tras el tiroteo. Cuando se cierra la puerta, Vicenta se deja caer en un sillón y llora sin sollozos, sólo lágrimas que resbalan libres por sus mejillas. No separa los ojos de su marido, que va de un lado a otro del salón evitando su mirada.

      —El Trece es un cobarde –dice Lucero colocando las manos en los hombros de su madre–. Y éste es un país de cerdos y de asesinos.

      Don Federico vuelve la cabeza hacia su hijo con un movimiento brusco. Enseguida vuelve a desviar la mirada y se acerca a un aparador para recolocar un jarroncito que estaba perfectamente colocado.

      ***

      Rigurosamente enlutados, el clan de los García Lorca se abre paso entre la multitud que se ha congregado a las puertas del cuartelillo de Pinos Puente, donde están depositados los cadáveres. Sobre los murmullos de los hombres y los sollozos apagados de las mujeres se oye el violín disonante del niño tullido, que está sentado al otro extremo de la plaza reconcentrado en su concierto.

      —Vosotros quedaos aquí –ordena don Federico.

      —Yo quiero entrar –replica Lucero con los labios temblándole.

      —Yo también –se suma Vicenta, firme.

      Don Federico calla y da la vuelta para entrar. Su hijo mayor y su mujer lo siguen. El sargento Biescas los saluda en silencio y los acompaña a una sala en la que apenas caben los tres cuerpos extendidos sobre tablones, dos guardiaciviles y tres mujeres enlutadas de pie ante los cadáveres. La mujer de Manuel solloza y a cada tanto rompe en un gritito sordo y fugaz. La madre del tardo Donato está sentada y con la boca abierta, mirando a la nada. La bella Aurora no llora. Parece serena. Vicenta hace ademán de acercarse a ella. Don Federico la detiene con el brazo. Vicenta le responde con una mirada de odio, pero obedece. A Lucero le tiemblan las piernas, los brazos, los mofletes, las orejas, los labios. En la salita huele a muerte y a nada más.

      —¿Quiere usted verlos? –le pregunta el sargento Biescas a don Federico.

      —¿Cómo se atreve? –escupe Vicenta.

      —No –contesta don Federico.

      Se acerca a la mujer de Manuel y le entrega un fajo de billetes.

      —Toma. Para que no os falte de nada –la mujer coge el dinero y se abraza a don Federico rompiendo a llorar–. Cuando acabe todo, ven a la casa. Ya te buscaremos algo para que tus hijos...

      Don Federico se traba y no sabe qué más decir. Acaricia la espalda de la mujer y se acerca a la madre del tardo. Se acuclilla junto a ella y le pone el dinero entre las manos. La mujer no se inmuta. El patriarca mira a Aurora a los ojos antes de acercarse a ella. Aurora le devuelve la mirada. Coge el dinero de don Federico, levanta la sábana que cubre el cadáver de Olmo, restriega los billetes en el pecho ensangrentado de su marido y se los arroja a don Federico al rostro sin pronunciar palabra. Vicenta sale del cuartelillo en un pronto y cruza la plaza sola. Don Federico y el Lucero la siguen. Vicenta rechaza a don Federico cuando intenta cogerla del brazo. Conchita y Frasquito intercambian miradas inquisitivas al contemplar el gesto de su madre.

      La familia camina, solemne, hacia el carro de caballos que han dejado en la calle del Cigüeñal. Cuando están ya muy cerca, Lucero corre y se esconde tras una higuera. Vomita. Vomita mucho. Se le doblan las rodillas y sigue dando arcadas, aunque ya no le queda nada en el estómago. Las desarmonías del violín del niño tullido llegan desde la plaza, retemblando en la paz fría de los cristales.

      ACTO II

      NO-DO

      En 1917 el mundo cambia mucho y España poco. Black&De­cker inventa el taladro eléctrico. En Rusia, la revolución de octubre ha dado el poder a los bolcheviques. La guerra europea ya se juega con cartas marcadas: EEUU decide intervenir y el Reich empieza a desmoronarse. Siempre paradójica, la paz inminente en Europa es una mala noticia para España. Se acaba la bonan­za económica alimentada de exportaciones fraudulentas hacia el frente bélico. Los banqueros, los industriales y los terratenientes, como los Roldán o los García Lorca, se han hecho inmensamente ricos. Los pequeños propietarios sobreviven en una economía de subsistencia. Y los jornaleros, como siempre, se mueren de hambre: los precios se han disparado con el auge económico, pero el jornal sigue siendo de a tres pesetas, y la más humilde choza no se arrienda en la Vega por menos de 120 reales al mes.

      En plena crisis social, el movimiento obrero está escindido y enfrentado entre socialistas y anarquistas. Los primeros utilizan la huelga como arma. Los segundos, la acción directa, la guerra de guerrillas, el tiro en la nuca o donde acierten. La patronal, muy de ir a misa, tampoco olvida la espada: sus pistoleros y esquiroles organizan razias contra los dirigentes sindicales, que caen como hojas de otoño, pero sin silencio. La Iglesia y el dinero, de intereses confluyentes, tiemblan ante la idea de que una revolución semejante a la rusa triunfe en España, y no escatiman plomo a la hora de defender sus valores espirituales y materiales. La huelga revolucionaria de agosto la solucionan con 71 muertos (del bando obrero), 156 heridos (del bando obrero) y 2.000 detenidos (del bando obrero). Los dirigentes socialistas Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero son condenados a cadena perpetua, pero se presentarán lo mismo a las elecciones de febrero de 1918 y saldrán diputados.

      La denominada «gripe española» empieza a matar a finales de 1917. Se llamó así, aunque afectó a todo el planeta, porque la neutral España era casi el único país del continente no sometido a censura de guerra y sólo aquí contaron los periódicos la terrible epidemia, la pandemia más devastadora jamás glosada. Según algunos cálculos, murió por ella el 5 por ciento de la población mundial. En España, la gripe dejó 300.000 muertos. En el planeta, entre cincuenta y cien millones. La Gran Guerra se saldó con ocho millones de cadáveres y seis millones de inválidos. La gripe mató en el continente al doble de gente y en la mitad de tiempo. Dicho sea esto en alivio de belicistas y asesinos, que también son criaturas de Dios, y como tales deben ser consideradas.

      ***

      Granada, 5 de enero de 1918

      Nieva en Granada. Violentamente. El ábrego, cabreado y contumaz, revuelve los copos enredándolos en una orgía eléctrica a ras de suelo que impide a los caminantes verse los pies. Todos los tejados están blancos. La Alhambra, toda la colina


Скачать книгу