Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar


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Tendré que evitar decir nada inteligente durante un par de horas.

      —No te va a costar mucho, cabrón.

      Roldán ha dejado la vista fija en el armero donde descansan las seis escopetas. Se levanta lentamente y se acerca a las armas. Coge una de ellas.

      —¿Qué es esto? –pregunta mirando el arma con admiración.

      —La Browning de carga automática. Me la trajeron de Albión.

      —¿Doce?

      —Sí, también hay del diez.

      —Es..., es una maravilla –tartamudea Roldán como el niño que ve a su primera mujer desnuda–. ¿Cuánto te ha valido?

      —Te la regalo, primo –dice don Federico.

      —Vete a la mierda.

      —Que sí, hombre. Que te la lleves.

      Forcejean durante cinco minutos discutiendo e intentando que el contrario se quede con la Browning. El Marquesito observa la estampa muy serio y Horacio muy risueño. Finalmente, el poder suasorio de don Federico se impone y Roldán se queda con el arma.

      —¿Está cargada? –pregunta.

      —No.

      —¿Estás seguro?

      —No la he estrenado y aquí no entra nadie sin mi llave.

      Roldán apoya el cañón de la escopeta en el estómago de don Federico mientras enseña una mueca perversa.

      —Pero esto no significa que te perdone, cabrón.

      —Ya lo sé, hombre. Ya lo sé –se ríe don Federico.

      —Te voy a devolver la jugada, perro.

      —Estoy seguro, primo.

      Sueltan una carcajada los dos y se palmean las espaldas. Antes de cerrar la puerta tras de sí, con la escopeta en la mano, Roldán se vuelve hacia su primo.

      —Me la vas a pagar, ¿eh? No sé de qué me río, pero me río, cojones. Adiós. Saludos a Vicenta y a los chicos.

      —Y tú no bebas tanta bilis, primo. Que está más bueno mi coñá.

      Cuando se queda solo, García se vuelve a sentar, posa los pies encima de la mesa, enciende un gran cigarro sin haber borrado aún la sonrisa de la boca y se queda mirando el enturbiarse del cielo de la mañana de domingo a través de las ventanas.

      ***

      Vicenta lee en la cama. Mira la hora, las once y cuarto. Cierra el libro. Escruta los ruidos de la casa con atención, casi sin respirar, pero parece que hasta los mosquitos se han ido a dormir. Sonríe. Aprovechando que los chicos salieron de excursión en bicicleta hasta el embalse de Cubillas, ha pasado la tarde haciendo el amor con su marido. Suspira, arroja el libro en el butacón, se coloca una toquilla sobre los hombros y sale del cuarto. Encuentra a don Federico en el salón. Vestido con ropa de montar.

      —¿Qué haces vestido así?

      —Perdona. Pensé que te habías dormido ya.

      —Pues no. No me he dormido.

      Se acerca a ella y le besa los labios.

      —¿No estás cansada?

      —No. ¿Por qué iba a estarlo? –se burla ella–. ¿Vas a salir?

      Don Federico la obsequia con una mirada falsamente reprobatoria antes de besarla otra vez. Ahora más lentamente.

      —Mira qué luna –la lleva de la cintura hacia la ventana–. Necesito un poco de aire. Voy con la Zaína a cabalgar un rato.

      —Me cambias por un caballo.

      —Una jaca –corrige él.

      —Bueno –Vicenta hace un puchero infantil–. Pero vuelve enseguida.

      —Súbete, anda.

      Se besan de nuevo y don Federico espera a escuchar el cerrojo del dormitorio antes de salir. Cuando se dispone a embridar a la Zaína, piensa un poco y regresa a la casa. Coge una de las escopetas del armero, la carga y guarda varios cartuchos más en los bolsillos. Con la escopeta al hombro, monta y trota hacia la alquería del Fanega.

      No se percata de que su mujer está en la ventana, y de que aprieta los ojos extrañada para cerciorarse de si es o no una escopeta lo que lleva su marido al hombro para cabalgar en una noche de luna. Vicenta no se separa de las cortinas hasta que la Zaína y el jinete se convierten en sombras del camino.

      Don Federico cabalga sonriente, disfrutando del aire de una noche fría y húmeda. A esas horas son más intensos los aromas de los magnolios, del tomillo perro, de los álamos y de los cipreses, de las buganvillas y del macasar. A don Federico le fascina tanto la tierra que hasta los efluvios densos de las porquerizas le enamoran el olfato.

      Va atento a los ruidos de la noche, porque con el Tío Paje en la Vega es posible que algunos miembros de la Guardia Real anden vagabundeando en busca de cosas raras. La luna alumbra los perfiles de las lomas con nitidez y la Vía Láctea está tan densa que parece una corrida de Dios.

      Cuando atisba las tenues corrientes de luz que escapan del interior de la alquería abandonada del Fanega, acelera el trote. Enseguida distingue la decena de carros alineados esperando a ser cargados por los braceros para llevarlos hasta el apeadero abandonado de El Trébol. Al descabalgar, comprueba que casi toda la patata ya está preparada en sacos y lista para salir.

      —Vaya noche, diputado –saluda a Trescastro, que está inquieto.

      —Vamos con un poco de retraso.

      Entran a la alquería y don Federico comprueba que no, que la mayor parte de la carga ya está dispuesta y que hay suficiente tiempo. Aparte de los braceros, descubre en una esquina, sentados y ociosos, a cuatro hombres con escopetas, chalecos sucios y gorras de visera.

      —¿De dónde has traído a los hombres?

      —De Jaén –responde Trescastro–. Mañana los embarco de vuelta con la paga. Así no hay riesgo de que hablen.

      —¿Y a esos otros? –señala a los cuatro hombres armados.

      —También. Buenos cazadores. Rápidos. Dos han trabajado de rompehuelgas.

      —¿Por qué los políticos de la derecha nunca estáis tranquilos si no vais rodeados de pistoleros?

      —Más vale prevenir.

      Los bueyes arrancan con sus pesadas cargas, haciendo gemir los ejes. Se han ayuntado cuatro a cada carro para andar más ligeros. Los braceros ayudan a las ruedas cuando los regueros provocados por las lluvias amenazan con embarrancarlas en el camino. Don Federico y Trescastro encabezan sobre sus monturas la procesión. Los cuatro pistoleros del diputado, dos a cada lado de la caravana, escrutan la oscuridad trotando sobre los oteros que orillan el camino. Nadie habla. Sólo se escucha la llantina de los ejes, mugidos ocasionales, jadeos de los hombres cuando hay que desclavar una rueda del surco, herraduras de caballos pisando en piedra, maderas que crujen bajo el peso de la carga, galopes cortos de los pistoleros de Jaén hacia las atalayas. Hasta que una rueda de carro se desencaja, se escucha un estruendo de maderas a punto de quebrarse y los gritos de los braceros intentando, a pulso, impedir que el carro vuelque. Trescastro y don Federico galopan hacia el lugar de la avería y descabalgan de un salto. Don Federico se mezcla con los braceros, se agacha bajo el carro y, con la fuerza de sus hombros, ayuda a sujetar la carga mientras dos alpargateros intentan reencajar la rueda.

      —Sigue tú con el resto –le dice entre jadeos a Trescastro–. Si tiene arreglo, nos reunimos con vosotros. Si veo que se hace tarde, dejamos esto aquí y bajamos a cargar el resto.

      Trescastro asiente, vuelve a montar y ordena a la caravana que continúe. Cuando se han alejado ya más de un kilómetro del carro averiado, Trescastro intenta encender un pitillo. Le tiembla algo el pulso, pero finalmente lo consigue. Uno de los pistoleros cabalga hacia él.

      —Señor,


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