La buena hija. Karin Slaughter
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Charlie Quinn caminaba por los pasillos en penumbra del colegio de enseñanza media de Pikeville con una sensación de inquietud persistente. Aunque aquel no era ya el paseíllo de la vergüenza de sus años adolescentes, sentía un profundo malestar al recorrer aquellos pasillos. Lo cual era lógico, teniendo en cuenta que había sido allí, en aquel edificio, donde se acostó por primera vez con un chico con el que no debería haberse acostado. En el gimnasio, más concretamente, lo que demostraba que su padre tenía razón al advertirla de los peligros de llegar tarde a casa.
Apretó con fuerza el teléfono móvil que llevaba en la mano al doblar una esquina. El chico equivocado. El hombre equivocado. El teléfono equivocado. El camino equivocado, puesto que no tenía ni la más remota idea de adónde se dirigía. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. En aquel edificio todo le resultaba familiar, y sin embargo nada era como lo recordaba.
Torció a la izquierda y se encontró frente a la puerta de la oficina de administración. Sillas vacías aguardaban a los alumnos desobedientes a los que se mandaba al despacho del director. Los asientos de plástico se parecían a aquellos en los que había matado el tiempo durante sus primeros años de adolescencia. Hablando. Gesticulando. Discutiendo con profesores, compañeros de clase y objetos inanimados. Su yo adulto habría abofeteado a su yo adolescente por dar tanto la lata.
Acercó la mano a la ventana de la puerta y echó un vistazo a la oficina en sombras. Por fin, algo que no había cambiado. El mostrador alto desde el que la señora Jenkins, la secretaria del colegio, ejercía su autoridad. Los banderines colgados del techo manchado de humedades. Los dibujos de alumnos expuestos en las paredes. Solo había una luz encendida, al fondo. Charlie no iba a preguntarle al director Pinkman indicaciones para llegar al lugar de su cita. Aunque aquello tampoco era una cita. Podía resumirse más bien con un «Hola, nena, te llevaste el iPhone equivocado después de que te echara un polvo en mi camioneta anoche en el Shady Ray».
No tenía sentido que se preguntara cómo se le había ocurrido, porque una no va a un bar llamado Shady Ray para cuestionarse a sí misma.
Sonó el teléfono que llevaba en el bolso. Vio el fondo de pantalla, desconocido para ella: un pastor alemán con un gorila de juguete en la boca. El identificador de llamadas decía: COLEGIO.
—¿Sí? —contestó.
—¿Dónde estás?
Parecía tenso, y Charlie pensó en los peligros inherentes al hecho de tirarse a un extraño al que había conocido en un bar: enfermedades venéreas incurables, una esposa celosa, una mamá soltera desquiciada, alguna filiación poco recomendable con Alabama.
—Estoy delante del despacho de Pink.
—Da la vuelta y tuerce por el segundo pasillo a la derecha.
—Vale.
Charlie cortó la llamada. Sintió el impulso de ponerse a analizar su tono de voz, pero se dijo que importaba muy poco, porque no iba a volver a verle.
Volvió por donde había venido, oyendo el chirrido de sus deportivas sobre el suelo encerado mientras recorría el pasillo oscuro. Oyó un chasquido detrás de ella. Se habían encendido las luces en la oficina delantera. Una señora encorvada, que se parecía sospechosamente al fantasma de la señora Jenkins, se situó detrás del mostrador arrastrando los pies. A lo lejos, unas gruesas puertas metálicas se abrieron y se cerraron. El pitido de los detectores de metales se introdujo en sus oídos. Alguien hizo tintinear un juego de llaves.
El aire parecía contraerse con cada nuevo sonido, como si el colegio se preparara para recibir la avalancha de cada mañana. Charlie miró el gran reloj de la pared. Si el horario no había cambiado, el primer timbre sonaría pronto y los alumnos a los que sus padres dejaban temprano en la puerta y esperaban la hora de entrada en la cafetería estarían a punto de inundar el edificio.
Ella había sido uno de esos alumnos. Durante mucho tiempo, cada vez que pensaba en su padre, veía su brazo asomando por la ventanilla del Chevette, con un cigarrillo recién encendido entre los dedos, al salir del aparcamiento del colegio.
Se detuvo.
Por fin se fijó en los números de las aulas y supo de inmediato dónde estaba. Acercó los dedos a una puerta cerrada. El aula tres, su refugio. La señora Beavers llevaba siglos jubilada, pero su voz resonaba aún en los oídos de Charlie: «Solo te roban la cabra si les enseñas dónde guardas el heno».
Seguía sin saber qué significaba aquello exactamente. Podía deducirse que tenía algo que ver con el numeroso clan de las Culpepper, que había acosado a Charlie sin descanso cuando por fin regresó a clase.
O cabía suponer que, como entrenadora de baloncesto femenino que llevaba el curioso nombre de Etta Beavers[3], la profesora sabía muy bien lo que era ser objeto de escarnio.
No había nadie a quien Charlie pudiera pedirle consejo sobre cómo afrontar la situación en la que se hallaba. Por primera vez desde sus tiempos en la facultad, se había acostado con un perfecto desconocido. Aunque en realidad, atendiendo a la posición exacta, no habían llegado a acostarse; más bien se habían sentado. Aquello no era propio de ella. No iba a bares. No bebía en exceso. No cometía errores de los que tuviera que arrepentirse amargamente. Al menos, hasta hacía muy poco.
Su vida había empezado a desmadejarse en agosto del año anterior. Desde entonces, casi no había pasado una hora despierta sin meter la pata. Por lo visto, el mes de mayo, que acababa de empezar, iba a ser del mismo tenor. Ya ni siquiera tenía que levantarse de la cama para empezar a cometer equivocaciones. Esa mañana, sin ir más lejos, estaba tumbada en la cama mirando el techo, tratando de convencerse de que lo ocurrido la noche anterior había sido un mal sueño, cuando había oído salir de su bolso un tono de llamada desconocido.
Había contestado porque solo después de contestar se le ocurrió que podía envolver el teléfono en papel de aluminio, arrojarlo al contenedor de basura de detrás de su despacho y comprarse un móvil nuevo en el que introducir la información guardada en la copia de seguridad del viejo.
La breve conversación que siguió era la que cabía esperar entre dos perfectos desconocidos: «Hola, fulanita, debí de preguntarte tu nombre pero no me acuerdo; creo que tengo tu teléfono».
Charlie le había propuesto ir a llevarle el móvil a su lugar de trabajo porque no quería que supiera dónde vivía. Ni dónde trabajaba. Ni qué coche tenía. Teniendo en cuenta que conducía una camioneta con la trasera descubierta y que poseía un físico exquisito (eso había que reconocerlo), Charlie había dado por sentado que iba a decirle que era mecánico o agricultor. Pero no, le había dicho que era maestro, y ella se había imaginado de inmediato una escena salida de El club de los poetas muertos. Después, él le había contado que trabajaba en el colegio de enseñanza media y ella había llegado a la conclusión infundada de que era un pederasta.
—Aquí. —Estaba frente a una puerta abierta, al fondo del pasillo.
En ese momento, como a propósito, se encendieron los fluorescentes, bañando a Charlie con la luz menos favorecedora que cupiera imaginar. Al instante se arrepintió de haberse puesto unos vaqueros viejos y una camiseta de baloncesto de los Blue Devils de Duke, descolorida y de manga larga.
—Madre mía —masculló Charlie.
El desconocido que la esperaba al fondo del pasillo no tenía ese problema. Era aún más atractivo de lo que recordaba. Pese a los pantalones chinos y la camisa de botones que vestía –el uniforme típico del profesor de enseñanza media–, se veía de lejos que poseía una recia musculatura allí donde los cuarentones solían tener flacideces causadas por la cerveza y las grasas. Su barba era más bien una sombra, y el gris de sus sienes le daba un aire misterioso, si bien algo marchito. Tenía, además, uno de esos hoyuelos en la barbilla con los que podía quitarse la chapa de una botella.
No era el tipo de hombre con el que solía salir Charlie.