La buena hija. Karin Slaughter

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La buena hija - Karin Slaughter


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guante perdido en el patio de recreo. Charlie vio cómo se aflojaban poco a poco, hasta que la mano de la niña cayó al suelo, inerte.

      Había muerto.

      —¡Código negro!

      Charlie se sobresaltó al oír aquella voz.

      —¡Código negro! —Un policía corría por el pasillo. Llevaba la radio en la mano y una escopeta en la otra. Su voz irradiaba pánico—. ¡Envíen refuerzos al colegio! ¡Al colegio!

      Sus miradas se cruzaron un instante. El policía pareció reconocerla; luego, vio el cadáver de la niña. El horror y la pena crisparon sus facciones. Pisó con la puntera un charco de sangre. Resbaló. Cayó con violencia al suelo. De su boca escapó un soplido. La escopeta se le escapó de la mano y se deslizó por el suelo.

      Charlie miró su mano, la mano con la que había sostenido la de la niña. Se frotó los dedos. La sangre era pegajosa, no como la de Gamma, que le había parecido resbaladiza como el aceite.

      «Hueso blanco. Trozos de corazón y pulmón. Fibras de tendones, arterias y venas, y la vida derramándose por sus heridas».

      Se acordaba de haber vuelto a la casa cuando todo acabó. Rusty pagó a alguien para que limpiara, pero quien fuese no hizo el trabajo a conciencia. Meses después, mientras buscaba un cuenco al fondo de un armario, encontró un trozo de un diente de Gamma.

      —¡No! —gritó Huck.

      Charlie levantó la vista, estupefacta por lo que tenía ante sus ojos. Por lo que había pasado por alto. Por lo que al principio no había sido capaz de entender, a pesar de que estaba teniendo lugar a menos de quince metros de distancia.

      Había una adolescente sentada en el suelo, con la espalda apoyada en las taquillas. Su cerebro le devolvió una imagen que había visto segundos antes: la imagen de aquella chica colándose en los márgenes de su campo de visión mientras corría por el pasillo, hacia el lugar de la matanza. Había reconocido al instante a qué tipo pertenecía la chica: ropa negra, raya de ojos negra. Una adolescente gótica. No había sangre. Su cara redonda reflejaba estupefacción, no dolor. «Está bien», se había dicho Charlie al pasar a su lado para llegar junto a la señora Pinkman, junto a la niña. Pero la chica gótica no estaba bien.

      Era la homicida.

      Tenía un revólver en la mano. Pero en lugar de apuntar a otra víctima, lo dirigía contra su propio pecho.

      —¡Tira el arma!

      El policía estaba a unos metros de distancia, con la escopeta apoyada en el hombro. El terror condicionaba cada uno de sus movimientos, desde el modo en que se mantenía de puntillas a la fuerza con que sostenía el arma.

      —¡He dicho que tires el arma de una puta vez!

      —Va a hacerlo. —Huck estaba arrodillado de espaldas a la chica, escudándola con su cuerpo. Tenía las manos levantadas. Su voz sonaba firme—. Tranquilo, agente. Conservemos la calma.

      —¡Apártese! —El policía no estaba tranquilo. Estaba frenético, listo para apretar el gatillo en cuanto tuviera el campo despejado—. ¡Apártese, le digo!

      —Se llama Kelly —dijo Huck—. Kelly Wilson.

      —¡Quítese del medio, gilipollas!

      Charlie no miraba a los hombres. Miraba las armas.

      El revólver y la escopeta.

      La escopeta y el revólver.

      Sintió que una oleada la atravesaba: ese mismo embotamiento que tantas veces había anestesiado su conciencia.

      —¡Apártese! —gritó el policía. Movió la escopeta hacia un lado y luego hacia el otro, tratando de esquivar a Huck—. ¡Quítese del medio!

      —No. —Huck permaneció de rodillas, de espaldas a Kelly, con las manos alzadas—. No lo hagas, tío. Solo tiene dieciséis años. No querrás matar a una…

      —¡Quítese de ahí! —El miedo del policía era como una corriente eléctrica que chisporroteaba en el aire—. ¡Al suelo!

      —Tranquilo, hombre. —Huck se movió siguiendo el desplazamiento de la escopeta—. No intenta disparar a nadie, se está apuntando a sí misma.

      La chica abrió la boca. Charlie no oyó sus palabras, pero el policía sí.

      —¡Ya ha oído a esa zorra! —gritó el policía—. ¡Deje que se pegue un tiro o quítese de ahí de una puta vez!

      —Por favor —musitó la señora Pinkman.

      Charlie casi se había olvidado de ella. La esposa del director se sujetaba la cabeza con las manos y se tapaba los ojos para no ver.

      —Basta, por favor.

      —Kelly… —La voz de Huck sonó tranquila. Estiró la mano por encima del hombro, con la palma hacia arriba—. Kelly, dame el arma, tesoro. No tienes por qué hacerlo. —Esperó unos segundos. Luego dijo—: Kelly, mírame.

      La chica levantó la mirada lentamente. Tenía la boca flácida. Los ojos vidriosos.

      —¡Pasillo delantero! ¡Pasillo delantero!

      Otro policía pasó corriendo junto a Charlie. Hincó una rodilla, se deslizó por el suelo y, sujetando su Glock con las dos manos, gritó:

      —¡Tira el arma!

      —Por favor, Dios mío —sollozaba la señora Pinkman, tapándose la cara con las manos—. Perdona este pecado.

      —Kelly —repitió Huck—, dame la pistola. No tiene que morir nadie más.

      —¡Abajo! —vociferó el segundo agente con voz histérica. Charlie vio que su dedo se tensaba sobre el gatillo—. ¡Tírese al suelo!

      —Kelly —dijo Huck con voz firme, como un padre enfadado—, no voy a decírtelo más veces. Dame la pistola ahora mismo. —Sacudió la mano abierta para recalcar sus palabras—. Lo digo en serio.

      Kelly Wilson comenzó a asentir con la cabeza. Charlie vio que sus ojos iban enfocándose poco a poco a medida que las palabras de Huck calaban en ella. Alguien le estaba diciendo lo que tenía que hacer, mostrándole una salida. Sus hombros se relajaron. Su boca se cerró. Parpadeó varias veces. Charlie entendió instintivamente lo que sentía. El tiempo se había detenido y luego alguien, de algún modo, había encontrado la llave para volver a ponerlo en marcha.

      Lentamente, se movió para dejar el revólver en la mano tendida de Huck.

      Pero el policía apretó el gatillo.

      [3] Beaver, «castor»; en argot, también pubis femenino. (N. de la T.)

      2

      Charlie vio sacudirse el hombro izquierdo de Huck cuando la bala le atravesó el brazo. Las aletas de su nariz se dilataron. Abrió la boca para inhalar. La sangre tiñó la tela de su camisa dibujando un iris de color rojo. Aun así, asió el revólver que Kelly le había puesto en la mano.

      —Dios mío —musitó alguien.

      —Estoy bien —le dijo Huck al policía que le había disparado—. Ya puede bajar el arma, ¿de acuerdo?

      Al policía le temblaban tanto las manos que apenas podía sostener la pistola.

      —Agente Rodgers, guarde su arma y coja este revólver.

      Charlie sintió que un enjambre de agentes de policía pasaba corriendo a su lado. El aire se agitaba a su alrededor como los remolinos de los dibujos animados: finas líneas curvas que indicaban movimiento.

      Después, un paramédico la agarró firmemente del brazo. Alguien la apuntó a los ojos con una linterna y le preguntó si estaba herida, si se encontraba en estado de shock, si quería ir al hospital.

      —No


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