El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada

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El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea! - Andrés Vázquez de Prada


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esas estacas sobresalen como un punto de referencia seguro, para que todo el mundo sepa siempre por dónde va la ruta.

      En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter 103.

      A los sucesos cotidianos, a las faenas caseras o campesinas, a las costumbres del pueblo, sobreañadiría después “consecuencias sobrenaturales” . En su manera de retener poéticamente la vida diaria reviven dulzuras o sufrimientos espirituales:

      Yo recuerdo que, en la tierra mía, cuando llegaba la temporada de la siega, y no existían aún estas modernas máquinas agrícolas, cargaban con esfuerzo a lomos de mulo o de pobres borriquitos las gavillas de mies. Y llegaba un momento en la jornada, al mediodía, en que acudían las mujeres, las hijas, las hermanas..., tocada graciosamente la cabeza con un pañuelo para que el sol no quemara su piel, más delicada que la de los hombres, y llevaban vino fresco... Aquella bebida refocilaba a los hombres ya cansados, les animaba, les fortalecía... Así te veo, Madre bendita, que, cuando luchamos por servir a Dios, vienes a animarnos a lo largo de esta jornada... A través de tus manos, nos llegan todas las gracias 104.

      En fin, en sus parábolas y comentarios evangélicos se captan imágenes en que se conservan, frescos, lejanos recuerdos de la infancia:

      Recuerdo haber visto, de niño, a los pastores envueltos en sus zamarras de piel, en los días crudos del invierno del Pirineo, cuando la nieve todo lo cubre, bajar por las cañadas de esa tierra mía, con aquellos perros fidelísimos y aquel borrico cargado con todos los enseres, que culminaban en unos calderos, donde preparaban la comida para ellos, y los potingues, que ponían sobre las heridas de sus ovejas.

      De esa atenta observación de cosas y personas extrajo todo tipo de lecciones: la aparente necedad de sembrar una semilla, que se entierra y se pierde a la vista; la labor constante, imprescindible, del borrico que da vueltas y más vueltas a la noria; o la deuda espiritual que contrajo con su abuela Constancia. Viéndola de continuo con el rosario en las manos llegó más fácilmente a entender que todos nuestros esfuerzos han de basarse en la oración incesante 106.

      * * *

      Ese otoño de 1912 comenzó Josemaría sus estudios de bachiller. El horario oficial de las clases era de nueve a doce; y, por la tarde, de dos a cinco. Pero por las mañanas entraban una hora antes, para asistir a misa en la iglesia del colegio. Vestían los colegiales un abrigo de color azul marino con botones de metal, y llevaban una gorra con visera de charol.

      El programa del primer año del bachillerato comprendía Lengua Castellana, Geografía, Nociones de Aritmética y Geometría, y Religión. Cuando llegó la hora de examinarse en el Instituto de Lérida, las calificaciones que obtuvo fueron excepcionales 107.

      Maduró el carácter del muchacho, que iba haciéndose menos hablador y más reflexivo. Todo parece indicar que fue durante ese curso de 1912-1913, luego de haber perdido a sus dos hermanitas, cuando tuvo un gesto sorprendente. Una tarde estaban sus hermanas —Carmen y Chon— en la leonera, entretenidas con otras amigas. Jugaban a hacer castillos con las cartas de una baraja.

      «Terminamos uno —refiere la baronesa de Valdeolivos—, y Josemaría con la mano nos lo tiró. Nos quedamos medio llorando.

      —¿Por qué haces eso, Josemaría?

      Y muy serio nos contestó: Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira» 108.

      Posiblemente, pensamientos largo tiempo reprimidos reventaron, al fin, con violencia. Despuntó así una nueva luz en su mente: Dios es dueño de las almas y dispone de ellas al margen de nuestros proyectos personales.

      Al acabar el verano Chon cayó gravemente enferma. Tenía ocho años. Uno de esos días en que se esperaba el desenlace de la enfermedad, «jugando conmigo y otros niños —habla de nuevo la baronesa de Valdeolivos—, nos dijo:

      —Voy a ver cómo está mi hermana.

      Preguntó por ella y su madre le contestó: “Asunción ya está bien, ya está en el cielo” » 109.

      Era el 6 de octubre de 1913. No querían los padres que Carmen y Josemaría entrasen en la alcoba donde se velaba a la pequeña Chon, amortajada. En un descuido consiguió entrar el muchacho para rezar y despedirse de su hermanita. Por primera vez veía Josemaría un cadáver 110.

      Mucho reflexionó sobre todo ello: la inocencia de las niñas; su desaparición escalonada de menor a mayor; la inquietante cercanía de las tres muertes. Revolvió largamente en su imaginación los pormenores del caso. De seguir el curso natural de las muertes, tras la reciente partida de Chon, él sería el próximo en morir. Y no se recataba de manifestarlo abiertamente: — El año próximo me toca a mí, decía 111. Entonces, doña Dolores, para darle sosiego, le recordaba cómo la Virgen le había librado de pequeño y cómo le llevaron en peregrinación a Torreciudad. — «No te preocupes, que yo te he ofrecido a la Virgen y Ella cuidará de ti» , terminaba asegurándole. Josemaría cesó de repetir lo de su próxima muerte, por la confianza que le inspiraban las palabras de su madre y por el sufrimiento que le causaba con tan funestos presagios. El año académico de 1913-1914 fue un sedante para su alma, una breve pausa ante las tribulaciones que se avecinaban. Se metió de lleno en los estudios.


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