El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada

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El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea! - Andrés Vázquez de Prada


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religioso. Además, el día que oyese la respuesta a ese algo que Dios le pedía y que bullía en su alma, ¿no tendría que encontrarse libre, sin ataduras? 81. Tomó, pues una pronta resolución: hacerse sacerdote y estar así disponible para lo que viniere. Después comunicó la resolución al padre José Miguel y dejó la dirección espiritual del carmelita 82.

      ¿Quién le iba a decir que todo arrancó del fortuito encuentro con las pisadas de unos frailes descalzos? Pero, no; el encuentro nada tenía de casual, como bien sabía Josemaría. Era un favor divino. Por eso, la entrega del muchacho había sido de total desprendimiento, sin pedir de antemano pruebas ni señales extraordinarias. Y enseguida comenzó a recibir un chaparrón de gracias que, en breve tiempo, pusieron su alma en condiciones de patente madurez, a juzgar por la propuesta que le hizo su director espiritual.

      No era, sin embargo, el camino de los religiosos lo que Dios le pedía. Lo vio pronto y con claridad; y así se lo dijo al carmelita. Después, con una generosidad increíble, y con una fe gigantesca, no a remolque de la gracia sino, por decirlo de algún modo, sacando, aparentemente, la delantera al Señor, decidió hacerse sacerdote. Era un paso heroico, una respuesta extremosa, que nadie le había invitado expresamente a dar. Ni se escudó tampoco en el descubrimiento de que no se le llamaba a una vida conventual. Escogió el sacerdocio como base para alcanzar un ideal; como el medio más apropiado, en sus circunstancias personales, para identificarse con Cristo, en espera de una respuesta que barruntaba, pero que no veía. Al Señor tocaba ahora el nuevo envite, que el futuro sacerdote no podía adivinar. A partir de entonces, desde la oscuridad de su fe, como el ciego de Jericó, Josemaría clamaría al Señor con ansias de que le manifestase su Voluntad. Tenía el firme presentimiento de que se toparía con la aventura de su existencia.

      Durante años, a partir del primero de mi vocación en Logroño —escribía en 1931—, tuve, por jaculatoria, siempre en mis labios: Domine, ut videam! Sin saber para qué, yo estaba persuadido de que Dios me quería para algo. Así estoy seguro de haberlo manifestado alguna o algunas veces a tía Cruz (Sor Mª de Jesús Crucificado) en cartas que le envié a su convento de Huesca. La primera vez que medité el pasaje de San Marcos del ciego a quien dio vista Jesús, cuando aquel contestó, al “qué quieres que te haga” de Cristo, “Rabboni, ut videam” , se me quedó esta frase muy grabada. Y, a pesar de que muchos (como al ciego) me decían que callara [...], decía y escribía, sin saber por qué: ut videam!, Domine, ut videam! Y otras veces: ut sit! Que vea Señor, que vea. Que sea 83.

      Una vez afianzado en su decisión de abrazar el sacerdocio, fue a comunicárselo a su padre. El mismo nos cuenta la reacción de don José:

      Y mi padre me respondió:

       —Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano?

       Mi padre se equivocaba. Se dio cuenta después.

       —...No vas a tener una casa —¡se equivocaba!—; pero yo no me opondré.

       Y se le saltaron dos lágrimas; es la única vez que he visto llorar a mi padre.

       —No me opondré; además, te voy a presentar a una persona que te pueda orientar 84.

      En aquel instante cruzó su mente un pensamiento: ¿y las obligaciones de justicia para con sus padres? Por ser el único varón de la familia le correspondía sacarla adelante el día de mañana, que no estaba tan lejos, porque la edad de sus padres era un tanto avanzada y estaban trabajados por la vida; y doña Dolores hacía diez años que no había vuelto a tener hijos. En ese momento, sin pararse en consideraciones, con la confianza que da la mucha fe, y con la conciencia de haber entregado todo lo que el Señor le exigía, pidió que tuvieran sus padres un hijo varón, para que le sustituyera. Sin más, y dándolo por hecho, no volvió a preocuparse de esa petición 85.

      * * *

      Era ya el mes de mayo. La noticia de que iba a hacerse sacerdote corría entre las amistades y conocidos. Don Antolín Oñate, el arcipreste, la acogió con alegría. Por deseo del padre, mantuvo una entrevista con el muchacho y pudo confirmar a don José la vocación de su hijo 86. También se lo comunicó así don Albino Pajares, otro sacerdote al que fue a consultar, por indicación de su padre 87. A todos los conocidos de la familia les cogía de sorpresa la noticia:

      «sus padres —refiere Paula Royo— lo comentaron a los míos asombrados, pero en ningún momento le pusieron dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote» 88.

      Josemaría frecuentaba por entonces Santa María la Redonda, donde acudía a oír misa. Hacía prolongada oración y se confesaba con don Ciriaco Garrido, canónigo penitenciario de la Colegiata. Don Ciriaco era un sacerdote que andaba tan escaso de cuerpo como sobrado de virtudes. Don “Ciriaquito” , como se le llamaba cariñosamente por su corta estatura, fue uno de los primeros que dieron calor a mi incipiente vocación, escribirá Josemaría 89.

      El 28 de mayo terminó sus exámenes. Era ya, por fin, bachiller. Despejada la temida cuestión del ingreso en Arquitectura, el padre aconsejó de nuevo al muchacho que hiciese la carrera de Leyes, compatible con los estudios eclesiásticos, aunque lo primero sería ver el modo de ingresar en el seminario 90.

      5. En el Seminario de Logroño

      Don Antolín, hombre muy entendido en todo lo que tocara, de cerca o de lejos, a la marcha de la diócesis, puso al corriente a don José sobre los trámites para ingresar en el seminario. Por de pronto había que solicitar del Sr. Obispo la convalidación de las asignaturas cursadas en el bachillerato. Y, sin perder tiempo, convendría preparar al reciente bachiller en Latín y Filosofía, porque, antes de acceder a los estudios teológicos, era obligado un examen previo sobre dichas materias. Don José agradeció al arcipreste y a don Albino que se encargasen de buscar profesores para el hijo, aunque el pago de los honorarios salió de su bolsillo, naturalmente 91.

      Los meses del verano de 1918 fueron de gran sequía. Hubo rogativas y el Obispo dispuso que se dijera en la misa la oración ad petendam pluviam, «a fin de obtener del Todopoderoso el remedio para la pertinaz sequía que agosta los campos y amenaza destruir gran parte de los productos agrícolas, que constituyen la principal riqueza de nuestra amada Diócesis» 92. Unos días antes, el 29 de agosto, había fijado el Prelado la fecha de la inauguración oficial del curso académico 1918-1919, tanto en el Seminario Conciliar de Logroño como en el de Calahorra, para el primero del próximo octubre 93. Siendo la historia de la diócesis un tanto accidentada —como queda señalado—, no ha de causar extrañeza que existieran en ella dos seminarios. Baste saber que, a partir de 1917, las funciones docentes estaban repartidas entre los dos centros: en el seminario de Logroño, se cursaba el plan de estudios eclesiásticos tan sólo hasta tercer año de Teología 94.

      En el Boletín Eclesiástico de la diócesis apareció publicada, antes de abrirse el curso, una disposición sobre el modo de incorporarse al seminario. Los bachilleres habían de pasar previamente un examen en Latín, Lógica, Metafísica y Ética, como bien anticipó don Antolín. Entretanto, los cielos continuaban sin nubes y la oración ad petendam pluviam se alargaba más de lo razonable. En consecuencia, los estudios no pudieron inaugurarse el primero de octubre, como estaba previsto; no a causa de la sequía, sino por una recia epidemia gripal. Corrieron las fechas y el 6 de noviembre dirigió Josemaría una instancia al Obispo en la que exponía: [...] Que sintiéndose con vocación eclesiástica, después de haber cursado y aprobado los años del Bachillerato, ruego a V.S. se digne concederme el examen de Latín, Lógica, Metafísica y Ética, para después cursar el primer año de Sagrada Teología 95.

      Con motivo de aquella grave epidemia de gripe, extendida por toda la región, continuaban cerrados los seminarios, que no se abrirían hasta el 29 de noviembre; y, desaparecida “la funesta epidemia gripal” , el Prelado ordenó que en todas las parroquias se cantase un Te Deum y se rezase un Pater Noster «por las víctimas, y especialmente por los Sacerdotes del Clero que habían muerto como héroes


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