Torquemada y San Pedro. Benito Perez Galdos

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Torquemada y San Pedro - Benito Perez  Galdos


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pies y manos, que por un instante las manos más bien patas parecían, y atronó con sus chillidos la estancia, echando hacia atrás la cabeza, y apretando los dientes.

      —Quédate, quédate ahí en el santo suelo—le dijo Augusta,—hecho un sapo. ¡Vaya, que estás bonito! Sí, llora, llora, grandísimo mamarracho para que te pongas más feo de lo que eres...

      El demonio del chico la insultó con su lengua monosilábica, salvaje, primitiva, de una sencillez feroz, pues no se oía más que pa... ca... ta... pa...

      —Eso es, díme cosas. El demonio que te entienda. Nunca hablarás como las personas. Parece mentira que seas hijo de tu madre, que es toda inteligencia y dulzura. ¡Ay, qué lástima!

      Entre la dama y la niñera se cruzaron miradas de tristeza y compasión.

      —Ayer—dijo la moza—estuvo el niño muy bueno. Se dejó besar de su mamá y de su tiíta, y no tiró los platos de la comida. Pero hoy le tenemos de remate. Cuanto coge en la mano lo hace pedazos, y no quiere más que andar á lo animalito, imitando al perro y al gato.

      —Me parece que éste no tendrá nunca otros maestros. ¡Qué dolor! ¡Pobre Fidela!... Sí, hijo, sí, haz el cerdito. Poco á poco te vas ilustrando. Gru, gru... aprende, aprende ese lenguaje fino.

      Tiró la niñera del ronzal, porque el indino iba ya en persecución de un vaso japonés, colocado en la tabla más baja de una rinconera, y seguramente lo habría hecho añicos. Su infantil barbarie hacía de continuo estragos terribles en la vajilla de la casa, y en las preciosidades que por todas partes se veían allí. Mudábanle con frecuencia y siempre estaba sucio, de arrastrar su panza por el suelo; su cabezota era toda chichones, que la afeaban más que el grandor desmedido y las descomunales orejas; las babas le caían en hilo sobre el pecho, y sus manos, lo único que tenía bonito, estaban siempre negras, cual si no conociera más entretenimiento que jugar con carbón.

      VIII

       Índice

      El heredero de los estados de San Eloy, del Águila y Gravelinas reunidos, había sido, en el primer año de su existencia, engaño de los padres y falsa ilusión de toda la familia. Creyeron que iba á ser bonito, que lo era ya, y además salado, inteligente. Pero estas esperanzas empezaron á desvanecerse después de la primera grave enfermedad de la criatura, y los augurios de Quevedito, cumpliéndose con aterradora puntualidad, llenaron á todos de zozobra y desconsuelo. El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas con la repugnancia á mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella crisis de la vida, y además fríos, parados, sin ninguna viveza ni donaire gracioso. El pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maiz. Creyeron que rizándoselo con papillotes se disimularía tanta fealdad; pero el demonio del nene en sus rabietas convulsivas, se arrancaba los papeles y con ellos mechones de cabello, por lo que se decidió pelarle al rape.

      Sus costumbres eran de lo más raro que imaginarse puede. Si un instante le dejaban solo, se metía debajo de las camas y se agazapaba en un rincón con la cara pegada al suelo. No sentía entusiasmo por los juguetes, y cuando se los daban, los rompía á bocados. Difícilmente se dejaba acariciar de nadie, y sólo con su mamá era menos esquivo. Si alguien le cogía en brazos, echaba la cabeza para atrás, y con violentísimas manotadas y pataleos expresaba el afán de que le soltaran. Su última defensa era la mordida, y á la pobre niñera le tenía las manos acribilladas. Fácil había sido destetarle, y comía mucho, prefiriendo las substancias caldosas, crasas, ó las muy cargadas de dulce. Gustaba del vino. Ansiaba jugar con animales; pero hubo que privarle de este deleite, porque los martirizaba horrorosamente, ya fuese conejito, paloma ó perro. Punto menos que imposible era hacerle tomar medicinas en sus enfermedades y nunca se dormía sino con la mano metida en el seno de la niñera. Por temporadas, lograba su mamá corregirle de la maldita maña de andar á cuatro pies. En dos andaba, tambaleándose, siempre que le permitieran el uso de un latiguito, bastón ó vara, con que pegaba á todo el mundo despiadadamente. Había que tener mucho cuidado y no perderle de vista, porque apaleaba los bibelots y figuritas de biscuit del tocador de su mamá. La casa estaba llena de cuerpos despedazados, y de cascotes de porcelana preciosa.

      Y no era este el sólo estrago de su andadura en dos pies, porque también daba en la flor de robar cuantos objetos, fueran ó no de valor, se hallaran al alcance de su mano, y los escondía en sitios obscuros, debajo de las camas, ó en el seno de algún olvidado tibor de la antesala. Los criados que hacían la limpieza descubrían, cuando menos se pensaba, grandes depósitos de cosas heterogéneas, botones, pedazos de lacre, llaves de reloj, puntas de cigarro, tarjetas, sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes, horquillas y pedazos de moldura, arrancados á las doradas sillas. Á cuatro pies, triscaba el pelo de las alfombras, como el corderillo que mordisquea la hierba menuda, y hociqueaba en todos los rincones. Estas eran sus alegrías. Cansadas las señoras de los accesos de furia que le acometían cuando se le contrariaba, dejábanle campar libremente en tan fiera condición. Ni aun pensar en ello querían. ¡Pobrecitas! ¡Qué razones habría tenido Dios para darles, como emblema del porvenir, aquella triste y desconsoladora alimaña!

      —Hola, querida, ¿qué tal?—dijo Augusta entrando en el cuarto de Fidela, y corriendo á besarla.—Allí me he encontrado á tu hijito hecho un puerco-espín. ¡El pobre!... ¡qué pena da verle tan bruto!

      Y como notara en el rostro de su amiga que la nube de tristeza se condensaba, acudió prontamente á despejarle las ideas con palabras consoladoras:

      —¿Pero, tonta, quién te dice que tu hijo no pueda cambiar el mejor día? Es más: yo creo que luego se despertará en él la inteligencia, quizás una inteligencia superior... Hay casos, muchísimos casos.

      Fidela expresaba con movimientos de cabeza su arraigado pesimismo en aquella materia.

      —Pues haces mal, muy mal en desconfiar así. Créelo porque yo te lo digo. La precocidad en las criaturas es un bien engañoso, una ilusión que el tiempo desvanece. Fíjate en la realidad. Esos chicos que al año y medio hablan y picotean, que á los dos años discurren y te dicen cosas muy sabias, luego dan el cambiazo y se vuelven tontos. De lo contrario he visto yo muchos ejemplos. Niños que parecían fenómenos, resultaron después hombres de extraordinario talento. La Naturaleza tiene sus caprichos..., llamémoslos así por no saber qué nombre darles... no gusta de que le descubran sus secretos, y da las grandes sorpresas... Espérate; ahora que recuerdo... Sí, yo he leído de un grande hombre que en los primeros años era como tu Valentín, una fierecilla. ¿Quién es? ¡Ah! ya me acuerdo: Víctor Hugo nada menos.

      —¡Víctor Hugo! Tú estás loca.

      —Que lo he leído, vamos. Y tú lo habrás leído también, sólo que se te ha olvidado... Era como el tuyo, y los padres ponían el grito en el cielo... Luego vino el desarrollo, la crisis, el segundo nacimiento, como si dijéramos, y aquella cabezota resultó llena con todo el genio de la poesía.

      Con razones tan expresivas é ingeniosas insistió en ello Augusta, que la otra acabó por creerlo y consolarse. Debe decirse que la de Orozco se hallaba dotada de un gran poder sugestivo sobre Fidela, el cual tenía su raiz en el intensísimo cariño que ésta le había tomado en los últimos tiempos; idolatría más bien, una espiritual sumisión, semejante en cierto modo á la que Cruz sentía por el santo Gamborena. ¿Verdad que es cosa rara esta similitud de los efectos, siendo tan distintas las causas, ó las personas? Augusta, que no era una santa ni mucho menos, ejercía sobre Fidela un absoluto dominio espiritual, la fascinaba, para decirlo en los términos más comprensibles, era su oráculo para todo lo relativo al pensar, su resorte maestro en lo referente al sentir, el consuelo de su soledad, el reparo de su tristeza.

      Obligada á triste encierro por su endeble salud, Fidela habría retenido á su lado á la amiga del alma, mañana, tarde y noche. Fiel y consecuente la otra, no dejaba de consagrarle todo su tiempo disponible. Si algún día tardaba, la Marquesita se sentía peor de sus dolencias,


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