Diez razones para amar a España. José María Marco
Читать онлайн книгу.modernos historiadores de arte han subrayado con frecuencia. Falta a veces el sentido de la proporción y los elementos pierden su razón de ser, como les ocurre a las columnas curvas, a modo de guirnalda, de la fachada del hospital de Santa Cruz, en Toledo. Ese desenfado ecléctico le da al plateresco, estilo en movimiento, sin fijar del todo, buena parte de su encanto. Además le proporciona argumentos para sobrevivir en el tiempo, después de que se impusiera el estilo clásico.
Vuelve, como elemento de identificación nacional, pero siempre sin dogmatismos, en la arquitectura española del siglo xx. También triunfó en América antes de que los artistas americanos dieran vida a un barroco particularmente fastuoso y vital, como el que puebla Quito, capital cultural del virreinato del Perú. Incluso evoca una forma de plateresco la Puerta de Bisagra, en Toledo, con su gigantesca águila imperial labrada encima de un arco de riguroso clasicismo.
La asombrosa Puerta de Bisagra es obra de Alonso de Covarrubias. Siempre elegante, rebosante de fantasía en sus primeros años, como un decorador que se complace en la combinación sin límites de toda clase de elementos, Covarrubias cubrió Toledo con las obras de su imaginación. En Alcalá de Henares, otra ciudad renacentista, creó la encantadora escalera del convento de carmelitas descalzas llamado de la Imagen, contiguo a la casa natal de Manuel Azaña y en el que, según la leyenda familiar recreada por este, se refugió el abuelo liberal —liberal exaltado— perseguido por los ultramontanos en el siglo xix. Covarrubias sería luego el severo arquitecto del alcázar toledano.
El albaceteño Andrés de Vandelvira da forma al gusto nuevo en la impresionante catedral de Jaén y en su casi metafísica sacristía. Con la de Málaga y la de Granada, son las tres grandes catedrales clásicas de Andalucía, donde el nuevo gran estilo, coherente y articulado, cada vez más desornamentado, triunfó antes que en Castilla. Ahí está el riguroso pabellón de Carlos V en los jardines del alcázar de Sevilla, rodeado de naranjas y palmeras. Pedro Machuca llevaría los principios clásicos hasta el final, con el palacio de Carlos V en Granada, platónico por dentro y romano por fuera, como dijo Chueca Goitia. Hasta que llegaron Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera y, bajo la dirección exigente de Felipe II, diseñaron la apoteosis del clasicismo arquitectónico en un edificio sin comparación posible como es el monasterio de El Escorial.
Estilos españoles. Gaudí y el modernismo
A finales del siglo xix triunfaba en todos los países occidentales un estilo nuevo. Rompía con el academicismo estereotipado y aprovechaba los adelantos industriales en construcción y nuevos materiales. También tenía ínfulas humanitarias. Renegaba de la impersonal y alienante producción en masa y a cambio aspiraba a organizar fórmulas de trabajo más humanizadas, inspiradas de los gremios, de antes de las revoluciones liberales.
Propio del art nouveau fue el gusto por la curva y las formas vivas e imprevisibles de la naturaleza. Los modernistas huían de cualquier realismo y aunque no idealizaban lo natural, intentaban reproducirlo en un continuo de armonías en perpetuo movimiento. Arte de la transformación y la metamorfosis, donde prima el cambio y el desequilibrio como ocurre en los organismos vivos. Por eso es un arte tanto o más decorativo que arquitectónico.
Sería un español, Antonio Gaudí, el que daría la vuelta a la situación. El modernismo había triunfado en Barcelona, en Melilla o en Valladolid, como en muchas otras ciudades españolas (salvo en Madrid), gracias a unos burgueses emprendedores, ricos, con ganas de lucirse y conciencia de su responsabilidad en la sociedad en la que vivían. Este ambiente permite que las propuestas de Gaudí encuentren clientes o mecenas como el industrial Eusebio Güell. Así empieza su carrera, con encantadoras evocaciones medievales y mudéjares como El Capricho y la Casa Vicens. Continúa con obras ya tan extraordinarias como la Torre de Bellesguard, salida de un cuento de hadas, y el parque (o Park) Güell, una urbanización residencial como las «ciudades jardín» de otras urbes, que armoniza hasta un punto inaudito la construcción y la naturaleza.
Fue un fracaso comercial, pero cuando el Ayuntamiento de Barcelona lo compró y lo abrió, el público pudo explorar aquella utopía hecha de columnas dóricas, viaductos, animales fabulosos, fuentes, canales y terrazas: una Arcadia mágica, escribió Juan-Eduardo Cirlot. La Casa Batlló, en pleno centro de Barcelona, volvería a dejar asombrados a sus conciudadanos con una fachada que es como un inmenso velo de colores —elemento esencial de la naturaleza para Gaudí y que ya en el parque Güell había llevado a la apoteosis con la profusión de azulejos—. Uno de los elementos más alucinantes de la Pedrera, otra gran casa del centro de Barcelona, son las chimeneas de la azotea, formas dinámicas, imprevisibles, que parecen seres vivos de otro mundo y que sin embargo infunden una extraña serenidad, próxima a la placidez.
Mientras tanto, Gaudí seguía trabajando en su obra maestra, el templo de la Sagrada Familia. Iba destinado a devolver la fe a los atormentados corazones de los españoles de la época. Gaudí fue un gran creyente y ya en la catedral de Mallorca había ensayado una nueva decoración que cambió la luz del interior y renovó el sentido de la liturgia. Después de un siglo de reinvención del gótico, Gaudí se lanzó a construir un templo de una audacia y una libertad nunca vistas. Puso su experiencia en las técnicas y los materiales de vanguardia al servicio de su inagotable inspiración. Arrebatado como un profeta antiguo, Gaudí reproduce el trabajo imprevisible de la Creación. El Dios negado por la crisis de fin de siglo se nos presenta aquí vivo, inmediato y con una evidencia tal que no se requiere glosa alguna para entender su naturaleza y sus atributos: el amor, la belleza, la misericordia.
Cuando quedó terminado el campanario de la fachada del Nacimiento, Gaudí celebró esa «lanza que une el cielo con la tierra». Para conseguir un tal milagro, tal vez era necesario el fondo español de fe inquebrantable sobre el que se proyecta el monumento, hoy por hoy inacabado.
Poesía y prosa
Fernando Ossorio es el protagonista de la novela de Baroja Camino de perfección. Después de sus andanzas nihilistas por Madrid y por Toledo, donde se consuela con El entierro del conde de Orgaz, se le revela la belleza cósmica en la sierra de Navacerrada. Por fin acaba apreciando la vida familiar y doméstica en una de esas grandes casonas de los pueblos de Levante, inundada de luz mediterránea. Se propone educar a su hijo en contacto con la naturaleza, sin torcer sus instintos. En La feria de los discretos, la ciudad de Córdoba, secreta y evocadora, sirve de escenario a una historia de amor frustrado protagonizada por el joven Quintín, uno de esos hombres de acción apicarados, varoniles, inteligentes y egotistas que tan bien se le daban a su creador. Baroja se proponía ilustrar el muy escaso romanticismo de los españoles, siempre realistas —los discretos del título—, desconfiados de cualquier riesgo, y amantes por encima de cualquier otra cosa de la seguridad y del dinero, el pájaro en mano, ya se sabe.
Quizás por eso paisajes tan sugestivos como el de Galicia, tan misterioso y sedante a la vez, el de la Mancha, sutil y abierto a la inmensidad del cielo, o el de Castellón, fragante y oloroso, van poblados por pueblos y casas que demuestran un desprecio absoluto por la estética y un prosaísmo radical, sin el menor pintoresquismo.
Está el gran estilo español, tan imponente, muchas veces combinado con la ligereza del mudéjar y del plateresco. Y luego está esa querencia por lo prosaico que abre una puerta inesperada a un mundo donde reina una libertad absoluta. En este mundo no caben los complejos y quedan aparcadas las exigencias del buen gusto, el más severo de los tiranos. Benidorm es el mejor ejemplo de esto. La ciudad europea con mayor número de rascacielos ha crecido en torno a dos playas de una extraordinaria belleza y se ha convertido en un imán para el turismo más variado: ingleses (casi la mitad de los visitantes), jubilados y personas mayores —con los famosos viajes del Imserso—, familias… Aquí sí que cada uno hace lo que le da la gana y durante el tiempo que pasa en Benidorm queda atrás cualquier rutina, cualquier elemento ajeno a la diversión y al gusto propio. Los rascacielos permiten una alta concentración de visitantes que siempre pueden llegar andando a la playa y para los que se ofrece cualquier clase de diversión en muy poco espacio. No hay lujo, ni hipsterismo. Benidorm es barato y por esencia, democrático. Seguramente ahí está el motivo por el que ha conseguido sobreponerse a todas las modas y se ha convertido en un modelo.
Ibiza, otro modelo turístico español, ofrece algo más que una promesa de libertad, con