Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
Читать онлайн книгу.ciega de ira. Gruchegnka se puso también en pie, aunque sin apresurarse.
–Contaré a Mitia que usted me ha besado la mano y que yo no he querido besarle la suya. ¡Cómo se va a reír!
–¡Fuera de aquí, bribona!
–¡Qué vergüenza! Una señorita como usted no debería emplear semejantes expresiones.
–¡Fuera de aquí, mujer de la calle! —gritó Catalina Ivanovna, convulsa, temblando.
–¿Yo mujer de la calle? ¡Eso usted, que va en busca del dinero de los hombres jóvenes y trafica con sus encantos! Lo sé todo.
Catalina Ivanovna lanzó un grito y fue a arrojarse sobre ella, pero Aliocha la detuvo, poniendo en ello todas sus fuerzas.
–¡Quieta! ¡No le conteste! Se marchará por su propia voluntad.
Las dos tías de Catalina Ivanovna y la doncella acudieron al oír sus gritos y se precipitaron sobre ella.
–Bueno, ya me voy —dijo Gruchegnka, cogiendo su Mantilla—. Aliocha, querido, acompáñame.
–¡Váyase, váyase en seguida! —imploró Aliocha, con las manos enlazadas.
–Aliocha, querido, acompáñame. Por el camino te diré algo que te encantará. Sólo por ti he hecho todo esto. Ven conmigo y no te arrepentirás.
Aliocha le volvió la espalda, retorciéndose las manos. Gruchegnka huyó, corriendo y riéndose con risa sonora.
Catalina Ivanovna sufrió un ataque de nervios. Gemía, se ahogaba entre espasmos. La rodearon solícitamente.
–Ya te lo advertí —dijo la tía de más edad—. Te has precipitado. No debiste exponerte a dar un paso así. No conoces a estas mujeres. Y dicen que ésta es la peor de todas. Siempre has de hacer lo que se te mete entre ceja y ceja.
–¡Es una tigresa! —vociferó Catalina Ivanovna—. ¿Por qué me ha sujetado, Alexei Fiodorovitch? ¡Le habría dado su merecido! ¡Sí, su merecido!
Sin duda, pretendía contenerse ante Alexei, pero no lo conseguía.
–¡Merece que un verdugo la azote públicamente!
Alexei se dirigió a la puerta.
–¡Dios mío! —exclamó Catalina Ivanovna—. No esperaba esto de él. No podía imaginarme que fuera tan innoble, tan inhumano. Pues sólo él puede haberle contado a esa mujer lo que ocurrió aquel día funesto y mil veces maldito. Me ha dicho que trafico con mis encantos. Luego lo sabe todo. Su hermano es un hombre despreciable, Alexei Fiodorovitch.
Aliocha intentó decir algo, pero no encontró las palabras. Sentía en el corazón una opresión dolorosa.
–¡Váyase, Alexei Fiodorovitch! ¡Esto es espantoso! ¡Estoy avergonzada! Venga mañana: se lo pido de rodillas. No me juzgue mal. Perdóneme. Ni yo misma sé lo que haría.
Aliocha se marchó con paso vacilante. Sentía deseos de llorar como Catalina Ivanovna. La doncella le alcanzó.
–La señorita se ha olvidado de entregarle esta carta de la señora de Khokhlakov. La tiene desde después de comer.
Aliocha cogió el sobre de color de rosa y se lo guardó en el bolsillo con un movimiento casi inconsciente.
CAPÍTULO XI
OTRA HONRA PERDIDA
De la población al monasterio no había mucho más de una versta. Aliocha avanzaba rápidamente por el camino, desierto a aquella hora. Era ya casi de noche y la visualidad no alcanzaba treinta pasos. A medio camino, en una encrucijada, se alzaba un sauce solitario, y debajo de él se percibía una silueta humana. Apenas llegó Aliocha a la encrucijada, la silueta dejó el árbol y se precipitó sobre el caminante.
–¡La bolsa o la vida! —gritó.
–¿Pero eres tú, Mitia? —exclamó Aliocha, profundamente impresionado.
–No esperabas encontrarme aquí, ¿verdad? No sabía dónde esperarte. ¿Cerca de la casa? De allí parten tres caminos, y no podía vigilarlos todos. Al fin, se me ha ocurrido esperarte aquí, por donde forzosamente tenías que pasar, ya que no hay otro camino para ir al monasterio… Bueno, habla. Dime toda la verdad. Aplástame como a un gusano. ¿Pero qué tienes?
–Nada: es el miedo. Y además, Dmitri, la sangre de nuestro padre…
Aliocha se echó a llorar. Hacía rato que lo deseaba. Le parecía que algo se desgarraba dentro de él.
–Casi lo matas —añadió—. Lo has maldecido. Y ahora… bromeas.
–Es verdad. Esto es innoble; no es propio de la situación.
–Lo digo porque…
–Un momento. Observa esta noche sombría, esas nubes, ese viento que se ha levantado. Cuando te esperaba debajo del sauce, me he dicho de pronto (Dios es testigo): « ¿Para qué seguir sufriendo? ¿Para qué esperar? He aquí un sauce. Con el pañuelo y la camisa, pronto habré trenzado una cuerda. Además, tengo los tirantes. Voy a quitar la tierra de mi vista.» De pronto oí tus pasos. Fue como si un rayo me iluminara. «Sin embargo, hay en el mundo un hombre al que quiero. Aqui viene. Es ese hombrecito, mi hermano menor. Lo quiero más que a nadie en el mundo; es el único a quien quiero.» Tan vivo ha sido mi afecto por ti en ese instante, que he estado a punto de arrojarme a tu cuello. Pero, de pronto, he tenido una ocurrencia estúpida: «Voy a darle un susto. Así lo divertiré.» Y he gritado como un imbécil: «¡La bolsa o la vida!» Perdóname esta tonteria. Esto ha sido un disparate, pero te aseguro que en el fondo soy una persona sensata… Bueno, habla. ¿Qué ha ocurrido en casa de Catalina Ivanovna? ¿Qué ha dicho? ¡Aplástame, aniquílame sin miramientos! ¿Está desesperada?
–Nada de eso, Mitia. Las he visto a las dos.
–¿A qué dos?
–Gruchegnka estaba en casa de Catalina Ivanovna.
Dmitri se quedó pasmado.
–Eso no es posible. Tú deliras. ¡Gruchegnka en su casa!
En un relato inhábil, pero claro, Aliocha explicó a Dmitri lo más esencial de lo ocurrido en casa de Catalina Ivanovna, y añadió a ello sus impresiones personales. Su hermano lo escuchaba en silencio, mirándole impasible, y Aliocha veía claramente que todo lo comprendía, que se daba perfecta cuenta de lo sucedido. A medida que avanzaba el relato, su semblante iba cobrando una expresión amenazadora. Tenía las cejas fruncidas, los dientes apretados, la mirada cada vez más terrible en su obstinada fijeza. De súbito, se operó un inesperado cambio en aquellas facciones contraídas por la indignación. Sus crispados labios se desplegaron, y Dmitri estalló en una risa franca, irreprimible, que durante un rato le impidió hablar.
–¿De modo que no le ha besado la mano, que se ha marchado sin besarle la mano? —exclamó en un transporte morboso, que habría podido calificarse de insolente si no hubiera sido ingenuo—. ¿Y Catalina Ivanovna la ha llamado tigresa? Desde luego lo es. Merece el patíbulo. Ésta es la opinión que tengo de ella desde hace mucho tiempo. En ese acto de no besar la mano de Catalina Ivanovna se ha mostrado enteramente tal como es esa criatura infernal, esa princesa, esa reina de todas las furias. Algo hechicero en cierto modo. ¿Se ha ido a su casa? Pues ahora mismo… ahora mismo voy en su busca. No me censures, Aliocha; convengo en que ahogarla sería poco.
–¿Y Catalina Ivanovna? —dijo Aliocha tristemente.
–También a ella la comprendo, y mejor que nunca. Sería capaz de lanzarse al descubrimiento de las cuatro partes del mundo; digo, de las cinco. ¡Atreverse a dar semejante paso! Es la Katineka de siempre, la pensionista que no teme ir a ver a un oficial malcriado, con el noble propósito de salvar a su padre, exponiéndose a sufrir la más grave de las afrentas. ¡Ah, ese orgullo, esa sed de peligros, ese reto al destino llevado al límite! ¿Has dicho que su tía ha intentado disuadirla? Es una mujer despótica, hermana de esa generala de Moscú. Galleaba mucho, pero su marido hubo de confesarse culpable de malversación de fondos y su arrogante esposa tuvo que bajar la cabeza. ¿De modo que esa mujer ha intentado retener a Katia,