El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón

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El Niño de la Bola - Pedro Antonio de Alarcón


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Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso á ello con gran energía, diciéndole:—«No, señor Cura: yo no puedo costear ropa de caballero... Vístame usted de pobre...»—Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicacion, ni ninguna otra, á la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, ó de volver á sentarse, púsose á escribir en el suelo con la punta del pié y á mirar atentamente aquello que escribia.

      La mujer continuó, despues de una pausa:

      —No es esto decir que la chaqueta te siente mal...—Tú estás bien de todas maneras..., pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos como dos soles, y además el señor Cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente...—Pero yo quisiera hacer algo más por tí, comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la Capital...—En fin, aunque yo he hablado ya con D. Trinidad, y él cree que estos negocios debemos arreglarlos primero tú y yo, díselo de mi parte, para que te convenzas de que no te engaño; y, si te decides á ser mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor...—¿No me respondes, Manuel?—¿En qué piensas?

      El niño no contestó tampoco á este discurso, y siguió escribiendo con el pié en el suelo, donde ya podia leerse el nombre de su padre: «Rodrigo.»

      —¿Qué escribes ahí? (preguntó, despues de otra pausa, la esposa de D. Elías.) Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla...—Respóndeme, pues.—¡Cuando tú vienes aquí todas las tardes, algo quieres!...—Dímelo con franqueza...—Ó, si no, toma, y es mejor...—Tú gastarás esto en lo que necesites...

      Y le alargó un bolson de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas relucia mucho oro.—Lo ménos contendria seis mil reales.

      Manuel borró con el pié el nombre del difunto caballero, y se puso á escribir otro, que resultó ser el de la madre á quien no habia conocido: «Manuela».—En cuanto al bolson, ni siquiera se dignó mirarlo; pero, para dar á entender que nada tomaria, se metió las manos en los bolsillos del pantalon.

      —¡Eres muy rencoroso, ó tienes mucho orgullo, Manuel! (dijo entónces con amargura la señá María Josefa.)—Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, y lo que es en eso te equivocas...—Figúrate que tengo una hija, á quien adoro, como tu pobre padre te adoraba á tí; la cual, esta mañana le decia á mi marido despues del almuerzo:—«Mira, papá: es menester que perdones á ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y que le digas que sí á lo que venga á pedirte...—¡Á mí me da mucha lástima de él!—¡Dicen que ántes era más rico que nosotros y que la cama en que yo duermo ha sido suya!...»—¡Conque ya ves, hombre; ya ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por tí!

      Manuel habia levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

      —Dígame usted, señora... (pronunció entónces reposadamente:) ¿Cuántos años tiene esa niña?

      —Va á cumplir doce...—respondió la madre con incomparable dulzura.

      Manuel volvió á su distraccion, y escribió en la tierra: «Soledad.»

      —Conque ya te habrás convencido de que puedes tomar esta friolera...—añadió la buena mujer, alargándole el dinero.

      Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad:

      —Señora... ¡bastante hemos hablado!

      Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, hasta que desapareció detras de una esquina.

      La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa y triste. Luégo se levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se atreveria á llamar su casa.

      En cuanto al niño, no habian transcurrido cinco minutos cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo de la acera de enfrente.

      VI.

       Índice

      SOLEDAD.

      Á los dos dias de la anterior escena, Manuel cambió las horas de su cotidiana visita á la Plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí á las nueve, que terminó el servicio ordinario de la Parroquia, con indudable propósito de estarse hasta la una, que era la hora de comer en casa de D. Trinidad.

      ¿Por qué este cambio?—¿Presumió el niño que á tales horas habria más entrantes y salientes en casa de Caifás, y por lo tanto mayor campo para sus observaciones? ¿ó tuvo noticia terminante y cierta de que así le sería fácil conocer á aquella niña de que le habia hablado la mujer del usurero, á aquella defensora de doce años que tanto le compadecia, á aquella Soledad inolvidable que le habia calificado de hermoso?

      Lo ignoramos completamente.—Pero el caso fué que la mañana en que hizo tal novedad, vió Manuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos y de otras personas más ó ménos notables de la Ciudad, y que, cerca de las doce, volvió á salir del caseron el mismo sirviente, el cual, despues de muchos rodeos y vacilaciones, penetró en un Colegio de Niñas, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como á cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el sitiador tenía plantados sus reales...

      Un vuelco le dió el corazon al avisado huérfano, cuyo instinto de cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y conjeturas le advirtieron que iba á presentarse ante sus ojos la hija de Caifás...

      Así fué, en efecto: pocos instantes despues salió del Colegio el asustadizo cobrador, llevando de la mano á una elegantísima niña, cuyo gallardo andar y vivos y graciosos movimientos, acompañados de alegres risas y del timbre argentino de una voz de ángel, dejaron desde luégo absorto al hijo de Venegas.

      —¿Por qué, Dios mio? (pareció preguntarse:) ¿por qué no está triste esa niña cuando yo lo estoy?

      La niña calló repentinamente, sin duda por haberle advertido el criado que estaba allí Manuel, ó por haberle ella visto en aquel instante. Reinó, pues, en la Plaza un profundo silencio, que el huérfano comparó con el de la muerte, y Soledad siguió avanzando, sin reir, sin hablar, y con un aire de gravedad y compostura que infundió mayor pesadumbre al que lo motivaba, cual si, olvidado de su propia fiereza, viese en él una segunda injusticia...

      Observó entónces el adusto niño (y esto le alegró el corazon) que la hija de Caifás lo miraba furtivamente, y que se habia entablado cierta sorda lucha entre el viejo, que le tiraba de la mano, tratando de acercarla lo más posible á la acera del palacio, y ella, que pugnaba por aproximarse gradualmente á la otra banda, á fin de pasar muy cerca del misterioso personaje.

      Este la miraba de hito en hito, sin pestañear, con la extrañeza y valentía, pero tambien con la mansedumbre del leon que, harto del sangriento, diario festin, viese pasar por delante de su cueva una atribulada gacelilla...—Muchas más cosas habia en los ojos y en el corazon de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas aún por entero: habia admiracion, producida por la peregrina belleza de aquella inocente: habia orgullo, al recordar que debia á tan gentil y á la sazon reservada criatura espontáneas defensas, lisonjeros elogios y la más dulce compasion: habia remordimiento y pena de que por su causa hubiese dejado de reir y hablar: habia no sé qué especie de ternura, nacida de este mismo generoso dolor: habia, en resúmen, ánsia de parecerle ménos hostil, á la par que celos y envidia de las personas que no estuviesen incapacitadas como él para gozar de su alegría y de su confianza...—Es decir que, por un milagro de precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros el de lord Byron, llorando de amor, á la edad de diez años, por la hija de un enemigo de su familia), reveláronse en los ojos y en el corazon del huérfano, desde el punto y hora en que vió por primera vez á la hija del verdugo de su casa, los poderosos gérmenes de aquel amor fatal é inevitable, transformacion aciaga de paternos odios,


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