El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón
Читать онлайн книгу.Repetimos que nuestro rapaz de trece años no se habia dado cuenta de casi ninguna de estas emociones: no hacía más que mirar estúpidamente á aquella encantadora niña, cuyos negros y expresivos ojos, rizados cabellos castaños, preciosísima boca, rosada tez y garboso talle prometian al mundo una mujer extraordinariamente bella...—Además, el lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que relucian en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y los libros, contribuian á deslumbrar á aquel impúber medio salvaje, criado en la Sierra y en la Sacristía, semi-cazador y semi-acólito, que casi nunca habia hablado con niños, y mucho ménos con niñas; acostumbrado únicamente á la austera sociedad de su enérgico padre y del incivil Párroco de Santa María de la Cabeza.
Pero cuando verdaderamente conoció Manuel algo de lo que sentia fué cuando la Eva de doce años logró vencer en su contienda y pasó casi rozando con él...—Dirigióle entónces la niña una mirada de femenina curiosidad mezclada de indefinible dulzura, que lo dejó fascinado y sin respiracion; hecho lo cual, giró resueltamente hácia su casa con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetería, que hubiera enloquecido á Manuel, si ya no estuviese loco de adoracion y espanto...
—«¡Fué para comérsela!»—dijo doña Paz al Subteniente, al referirle este endiablado episodio.
Ni pararon aquí las temeridades de Soledad en aquella primera entrevista...—Dos veces lo ménos, al atravesar la plaza de una acera á otra, volvió la cabeza para mirar nuevamente al huérfano, cuya hermosura no debió de haberle parecido menor que contemplada desde las rendijas de los balcones del palacio; y, por último, ántes de desaparecer detras del porton (que hacía rato se habia abierto para recibirla), le dirigió una postrera y más larga mirada, con todos los honores de saludo...
Manuel quedó anonadado y como imbécil bajo el peso de sus extrañas y confusas ideas, y no alzó los ojos del suelo hasta que el reloj de la Catedral dió la una, recordándole que lo esperaba D. Trinidad...—Levantóse entónces con tanta pena como la mujer del usurero se alejara de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tomó el camino de la casa del Cura, tambaleándose cual si fuese ebrio ó medio sonámbulo...
Samson habia conocido á Dalila.
VII.
VARIAS Y DIVERSAS OPINIONES
DE D. TRINIDAD MULEY.
El descendiente de los Venegas tuvo, sin embargo, bastante fuerza de voluntad para no volver en muchísimo tiempo por aquella plaza ni por sus cercanías, bien que semejante resolucion no dimanase exclusivamente de su conciencia.
D. Trinidad Muley fué quien, al ver que el jóven no quiso comer ni cenar el dia mencionado, ni durmió aquella noche, y amaneció al dia siguiente con calentura, le recibió declaracion indagatoria, y, sabedor de todo lo ocurrido, díjole estas palabras:
—Caminas derechamente á tu perdicion. Ya te lo anuncié cuando me opuse á que fueras á sentarte en aquel maldito poyo...; pero no quisiste hacerme caso, y el resultado lo estás viendo.—¡Temprano empiezan á gustarte las amigas de la serpiente!...—Sin embargo, yo no te lo criticaria (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo caso se acabaria el mundo...); no te lo criticaria, digo, si no se tratara de la hija del que tan cruel fué con tu padre...—Pero se trata de ella, y comprendo que los escrúpulos de haberte complacido en mirarla te hayan quitado el sueño y la salud, como á todos los que están en pecado mortal.—Por consiguiente, ¡en nombre de D. Rodrigo Venegas (Q. E. P. D.) y hasta en nombre de Dios te conjuro á que no vuelvas á acercarte á aquel barrio, si no quieres perder mi cariño, la estimacion de las gentes, y por de contado tu propia alma!
Algo muy semejante habia dicho ya su corazon á Manuel, y, vista la resuelta actitud, acompañada de cariñoso llanto, de su amadísimo protector, dió palabra formal y solemne de abstenerse de ir á la Plaza de los Venegas, miéntras que D. Trinidad no dispusiera otra cosa.
Pasaron, pues, nada ménos que tres años mortales, sin que Manuel volviese á ver á Soledad...
Durante ellos, aquel singularísimo niño vivió primero encerrado casi contínuamente en la Iglesia de Santa María, más entregado que nunca á su antigua amistad con la Efigie del Niño de la Bola, á la cual hacía muchos regalos, daba frecuentes besos y hasta solia hablar al oido, como si le confiara sus penas.—¡Lo que no hacía ni áun en los momentos de mayor efusion era llorar!...—El don del llanto habia sido negado absolutamente á aquella desgraciada criatura.
Llegado de este modo á los catorce años, y cuando el vigilante D. Trinidad, que nada le preguntaba, lo creia ya olvidado de su pasion pueril, Manuel cambió súbitamente de vida y comenzó á emprender largas excursiones á la Sierra. En ella se estaba algunas veces ocho dias seguidos, siendo muy de notar que ni allí conocia á nadie, ni se acercaba jamás á donde hubiese gente, y que, sin embargo, no llevaba nunca provisiones ni armas...
—Muchacho (le dijo un dia el clérigo:) ¿cómo te las compones para comer?
—Señor Cura... (contestó el niño:) ¡en la Sierra hay de todo!
—¡Sí! ya sé que hay frutas bordes, y legumbres salvajes, y mucha caza mayor y menor... Pero, ¿cómo cazas sin escopeta?
—¡Con esto!... (respondió Manuel, mostrándole una honda de cáñamo, que llevaba liada á la cintura.) ¡Y con ramas de árbol! ¡y á brazo partido! ¡y á bocados, si es menester!
—¡El demonio eres, muchacho!—concluyó diciendo el Cura, á quien, en medio de todo, le gustaba más la vida montaraz que la civilizada, y que tampoco tenía nada de cobarde.
Siguió, pues, respetando aquella nueva manía de su pupilo, y hasta justificando que el pobre huérfano buscase una madre en la soledad y una aliada en la naturaleza, como habia buscado un hermano en el Niño Jesus.
—¿Qué le hemos de hacer? (solia decir á su ama de llaves.) Si en esa vida de perros no aprende cosas buenas, tampoco aprenderá cosas malas; y, si nunca llega á saber latin, ¡le enseñaremos un oficio, y en paz!—San José fué maestro carpintero... ¿Qué digo?... ¡Ni tan siquiera consta que fuese maestro!
Las correrías de Manuel iban haciéndose interminables, y de ellas regresaba cada vez más taciturno y melancólico, siendo cosa que ya daba espanto verlo llegar, despues de meses enteros de ausencia, curtido por el sol ó por la lluvia, deshechos piés y manos de trepar por inaccesibles riscos, desgarradas á veces sus carnes por los dientes y las uñas del lobo, del jabalí y de otros animales feroces, y siempre vestido con pieles de sus adversarios,—única gala del pequeño Nemrod despues de tan desiguales luchas.
Pero ¡ay! ¿qué valian todos estos destrozos en comparacion de los que un tenaz sentimiento, impropio de su edad, hacía en el alma enferma de aquel desgraciado? ¿Qué importaban tales fatigas á quien precisamente buscaba en ellas un descanso, un remedio, un lenitivo á más íntimas y mortales inquietudes?
Porque ya hay que decirlo: con quien verdaderamente luchaba el huérfano en aquellos parajes selváticos, sin conseguir el deseado triunfo, era con su involuntario é indestructible cariño á Soledad, como tambien habia luchado con él inútilmente en la Iglesia de Santa María, bajo la proteccion del Niño de la Bola.—Pasaba ya el mozo de los quince años; era de sangre árabe; y en su fogosa y pertinaz imaginacion resplandecia más fulgente y hechicera que nunca la imágen de la niña vedada, del bien prohibido, de la felicidad imposible, miéntras que su escrupulosa conciencia sentia cada vez mayor repugnancia á aquel afecto criminal, infame, sacrílego (él lo calificaba entónces así), que habia venido á frustrar tantos y tantos planes de reparacion y de justicia, amasados lentamente por el huérfano en tres años de meditacion y de mudez. Figurábase que su padre maldeciria desde el cielo aquel amor inventado por el demonio para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros, y hacía esfuerzos inauditos por arrancarse del alma el nombre de Soledad,