Preguntas frecuentes. Emiliano Campuzano

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Preguntas frecuentes - Emiliano Campuzano


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en serio, voy a molestarte mucho más y va a ser difícil que te libres de mí ahora, pero sé que a veces puedo ser dura de soportar, así que me disculpo por adelantado.

      –Perdón si llego a ser un idiota —contesté.

      –¿Qué? No lo eres.

      –No, pero puedo llegar a serlo.

      –Todos, dado el momento.

      Sam me miró y yo la miré.

      –Así que —interrumpí—. ¿Cómo empezaste a leer tanto?

      –Después de mi segunda relación —dijo Sam con helado en la boca—. Supongo que necesitaba un lugar para alejarme de todo aquello y yo sé que no te gusta eso ni mucho menos, pero es libertador.

      –Me imagino.

      –Es como cuando tú ves películas.

      –Pero yo tardo hora y media en ver una película.

      –Más a mi favor —dijo Sam—. Yo puedo tener hasta una semana de refugio en las páginas de un libro.

      Asentí, Sam bajó su mano al mismo tiempo que yo y, por una décima de segundo, se encontraron nuestros dedos; dos décimas de segundo más tarde, no nos movimos.

      –Es extraño, Kate —dijo Sam.

      –¿Qué es extraño, Sam? —pregunté.

      Sam bajó su copa de helado vacía, yo hice lo mismo.

      –Siempre he sido extrovertida y todo, pero nunca había tenido un amigo como tú.

      –¿Cómo? —pregunté.

      –Uno que me aguantara más de dos días —reí.

      –Vamos tres, aún no cantes victoria —bromeé, ella me miró sarcástica—. Es broma, gracias a ti, pensé que moriría en la soledad de ser el nuevo de la escuela hasta que te conocí.

      –Lo sé, soy genial —dijo Sam.

      –Pensé que nos estábamos poniendo sentimentales —mencioné.

      –No, para nada —Sam bromeó—. Oye, quiero que veas algo —asentí.

      Sam se levantó y sacó un par de cuadernos de dibujo de su estante, luego se volvió a sentar junto a mí.

      Abrió la primera página y entonces entendí que lo que había hecho en clase de arte no era al azar, todo su cuaderno estaba lleno de arte abstracto hecho con plumones, crayones y otras cosas.

      –Así que eres artista —dije.

      –Cariño, soy todo —bromeó Sam mientras movía su sillón para acercarse más a mí. Se recargó en mi hombro mientras veía sus dibujos—. ¿Qué ves?

      –No sé. ¿Arte abstracto? —respondí. Ella rio.

      –Sí, pero ¿qué ves? —preguntó de nuevo.

      Esa página eran trazos bruscos de azul con gris y algunas manchas de golpes de plumón.

      –¿Enojo? —pregunté.

      –Casi, decepción —sonrió Sam mientras apuntaba a su hoja—. Este lo hice cuando me enteré de que me engañaban.

      –Puedo verlo —mentí.

      –Claro que no —reímos—. Pero puedes sentirlo, ¿puedes ver la incertidumbre? —preguntó de nuevo.

      Entonces pude notar la diferencia de trazos, los azules estaban hechos con más fuerza y los grises más suaves, como sin ganas. Los puntos estaban al azar.

      –El azul es tu enojo, el gris son tus ganas y tus motivos para creer y los puntos… No sé.

      –No, no, vas muy bien —dijo Sam, pero no pude entender los puntos.

      –No son nada, no todo en el arte tiene sentido, solo es una expresión. Sabía que no eras tonto.

      Reímos y seguimos viendo sus páginas.

      –Este, por ejemplo —señaló Sam—. Lo hice cuando me enteré de que mi papá había engañado a mi mamá.

      –Lo siento mucho —dije.

      –No tienes que, tú no —me sonrió.

      Una parte de esa hoja estaba hasta rota de la agresividad de su dibujo.

      –¿Me vas a escribir una canción? —Sam rompió con el tema.

      –No tengo ni una escrita, además, acabo de conocerte.

      –Digo, eventualmente —rio.

      –¿Que hable de zombis? —pregunté.

      –Por favor.

      Sam se recargó más en mí porque hacía mucho frío y la abracé, pensé que tal vez estábamos dejándonos llevar muy rápido.

      –Creo que ya me tengo que ir —le dije a Sam.

      –Treinta minutos más y ya —dijo.

      –Pero solo treinta.

      –Empezando… ahora.

      Sam levantó un poco la mirada.

      –¿Recuerdas que preguntaste que qué vista tendríamos desde aquí? —preguntó Sam.

      –Sí —respondí.

      –Mira hacia arriba.

      Un domo estrellado se levantaba sobre nosotros y la oscuridad permitía distinguir perfectamente la luz individual de cada uno de los soles muertos.

      –Guau —dije.

      –Todos los hogares tienen esa vista, Kate. Solo tienes que tomarte un segundo para voltear.

      –Qué profunda, Sam.

      –Nah, yo nunca —bromeó—. Los libros son como estrellas.

      La miré, ella se rio un segundo.

      –Deja te explico.

      –Te escucho —le dije.

      –Todas esas estrellas que ves en el cielo…

      –Están muertas —interrumpí.

      –Sí, exacto, pero su luz viaja por millones de años luz hasta llegar a nosotros, esta noche.

      –¿Y cómo eso se asemeja a un libro? —pregunté.

      –Puedes leer Cuento de Navidad años después de que Lewis Carroll murió y seguirá teniendo una impresión en ti en el momento en que lo leas, así sea cien o doscientos años después de que él ya no esté. Es una manera de dejar una luz que viaje lo suficiente como para alcanzar a alumbrar cientos de años después.

      –Qué profundo —dije.

      –También la música tiene esa magia, Kate. Por si no lo sabías.

      –En un momento puedes ser hiperactiva y en otro, puedes escribir un libro de filosofía.

      –No filosofía, solo cursilerías —corrigió Sam.

      Lorena entró a la habitación y salió al balcón con nosotros.

      –Kate, ya es tarde, te llevamos a tu casa.

      –Aún no, mamá —dijo Sam.

      –Sí, Samantha, es tarde.

      –No se preocupe, señora.

      –Lorena —interrumpió Lorena.

      –Perdón, Lorena, iré caminando.

      –De ninguna manera, Samantha trae una chamarra.

      Sam obedeció a regañadientes y me pidió que la levantara. La ayudé a poner sus cuadernos en su lugar y luego tomé mi mochila.

      Nos subimos al auto de la mamá de Sam y me llevaron a la casa. Al llegar, Sam se bajó y me dio un beso en la mejilla.

      –Anda, Kate, te veo mañana.

      –Te veo mañana, Samantha.

      –Sam.

      Entré


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