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chamanes tuvieron, sin embargo, la suerte de nacer en culturas «delirantes» donde fueron aceptados. Llegaron incluso a emplear su locura para atender a los engaños colectivos del pueblo en el que vivían como chamanes.

      Estas culturas «delirantes» son, evidentemente, las tribales «primitivas», en contraste con nuestra propia cultura occidental «civilizada», cuyas manifestaciones de presunta cordura incluyen dos guerras mundiales, el Holocausto y otros actos masivos de genocidio, violencia urbana y la acelerada destrucción del ecosistema planetario.

      Otra cosa que aprendí como estudiante de posgrado en antropología (y no me la enseñó Walter Cline) fue que los investigadores de campo debían mantener una «objetividad» escéptica. En virtud de cierta costumbre paternalista o, en un sentido más práctico, para evitar ofender a sus informantes nativos, el escepticismo de los antropólogos no se mostraba directamente a los pueblos indígenas, sino solo al regresar a la comunidad académica, donde los supuestos de la psicología y la sociología occidental se utilizaban para explicar lo que «realmente» ocurría en las culturas nativas. Esta actitud un tanto hipócrita se consideraba completamente pertinente. En toda esta cuestión latía implícito el supuesto condescendiente de la superioridad del moderno conocimiento occidental y que la función de los nativos consistía en ser sujetos de estudio y en absoluto posibles maestros para los occidentales.

      También se me previno contra los peligros de «hacerse nativo» en el campo, algo que podía tentar a las «personalidades inestables». Uno de los ejemplos de etnólogos o antropólogos de la cultura que habían «cruzado la línea» era Frank Cushing, del Departamento de Etnología Americana del Instituto Smithsoniano. Hace un siglo, Cushing dejó de publicar sus trabajos centrados en la religión zuni después de haber sido formalmente iniciado en sus sociedades secretas, privando al mundo occidental de sus descubrimientos. Alcanzó el rango de Primer Jefe de Guerra y se convirtió en motivo de escándalo en la profesión al no «mantener las distancias» e incumplir así con sus obligaciones académicas.10

      De la torre de marfil a la selva amazónica

      Con esta formación académica inicié mi primer trabajo de campo en el Alto Amazonas en 1956-1957. Mi intención era ir más allá de la frontera de la colonización occidental para experimentar la vida en una sociedad tribal americana y nativa aún no conquistada. Llegaba un siglo tarde para disfrutar de esta oportunidad en Norteamérica, por lo que elegí América del Sur, y específicamente a los jíbaros o untsuri shuar del Ecuador oriental, célebres por rechazar a los aspirantes a conquistadores a lo largo de los siglos. Mi responsabilidad y propósito antropológico consistía en elaborar una etnografía exacta o descripción de su cultura total, ya que la práctica sensacionalista de «reducción de cabezas» había derivado en relatos morbosos, inapropiados y llenos de prejuicios en lo relativo a su vida e ideas.11

      En 1956, poco después de establecerme entre los shuar, descubrí a un hombre que vagaba noche y día por la selva, contemplando a los espíritus y dialogando con ellos. Como yo acababa de descender de las altaneras torres de la academia, pensé: ¡Ajá, aquí tenemos uno! Pregunté si se trataba de un chamán. Respondieron: ¡no, es un loco!

      Aunque lo consideraban demente, no creían que tuviera alucinaciones. Después de todo, en aquella sociedad casi todo el mundo había probado los alucinógenos nativos y sabía que los espíritus eran reales porque los habían visto.

      Lo juzgaban loco porque era incapaz de desconectar su contacto con los espíritus. No era útil a su pueblo. Sus chamanes, en cambio, elegían conscientemente cuándo interactuar con los espíritus y lo hacían con el propósito definido de ayudar a los demás. Este fue el principio de mi verdadero aprendizaje del chamanismo.

      Pronto supe que no solo me encontraba en una sociedad de guerreros, sino también de chamanes. Los chamanes se contaban por cientos y sus acciones terapéuticas y otras actividades impregnaban toda la vida. Me resultaban fascinantes. Me presentaron un concepto de la realidad mucho más estimulante que cualquier otra cosa que hubiera conocido anteriormente.

      En gran medida, ese concepto parecía vinculado al uso de plantas y pociones susceptibles de alterar la consciencia. Tanto los chamanes como los no chamanes utilizaban una gran variedad de alucinógenos, o sustancias psicodélicas, para observar e interactuar con espíritus invisibles en una realidad invisible y alternativa.

      Tal vez, ningún otro pueblo indígena en todo el mundo ha recurrido a tan amplia variedad de sustancias psicodélicas. Algunas de ellas, muy suaves, estaban destinadas a los bebés: gracias a ellas, los pequeños entraban en contacto con los espíritus propicios de la realidad oculta; había sustancias para los niños, chicos y chicas; las había para los perros cazadores, a fin de que también ellos gozaran de la protección de los espíritus; había una especialmente para chamanes, y otra para la búsqueda de visión. Si un joven manifestaba un mal comportamiento, sus padres podían obligarlo a tomar un alucinógeno para reformarlo; la idea era que respetaría la autoridad de sus padres si descubría que sabían de qué estaban hablando cuando aludían a los espíritus de la realidad oculta.12

      Mi proyecto de tesis, por el que había recibido una beca, no tenía nada que ver con el chamanismo o las sustancias psicodélicas, por lo que centré mi investigación en otros asuntos. Durante mi primer trabajo de campo entre los jíbaros en 1956-1957, los chamanes me ofrecieron la oportunidad de tomar sus plantas y pociones en dos ocasiones. La tentación era grande, pero me contuve, preocupado por sufrir algún tipo de daño cerebral, siquiera mínimo. La mente despejada era el recurso más importante del que disponía para escribir una tesis doctoral solvente.

      Sin embargo, a medida que transcurría mi estancia, mi orientación espiritual fue alterada sutilmente. Empecé a adoptar conscientemente algunos de los supuestos shuar sobre la realidad, entre ellos la existencia de los espíritus. A partir del incidente al cruzar el río, me resultó evidente la importancia de adquirir poder de los espíritus.13 Ahora solicitaba la protección de espíritus guardianes cuando las constantes enemistades, incursiones, emboscadas y asesinatos de los indios suponían un peligro físico. La presencia de los espíritus me parecía tangible y tranquilizadora, aunque seguían siendo invisibles para mí.

      Evidentemente, no comuniqué este ligero vuelco en mi Weltanschauung en las cartas que remitía al comité de la tesis doctoral de mi universidad. De hecho, en ese primer año mantuve la distancia «correcta» como etnógrafo, permaneciendo en la posición de observador y no tanto como partícipe. Al regresar a Estados Unidos un año más tarde, las percepciones espirituales personales que había experimentado en el Ecuador oriental desaparecieron paulatinamente de mi consciencia y adoptaron el cariz de recuerdos difusos.

      Cuatro años más tarde, en otra expedición al Alto Amazonas para el Museo Americano de Historia Natural, crucé completamente el umbral. En una noche trepidante de 1961, entre los indios conibo del Perú oriental, ingerí una infusión de ayahuasca, la planta psicodélica de los chamanes.14 Los conibo me pidieron que lo hiciera antes de describirme su propia religión y experiencias espirituales. Cooperé, decidido a no repetir el error de no tomar la poción, como hice entre los shuar.

      Mis experiencias visionarias no solo resultaron extremadamente poderosas, sino que coincidieron increíblemente con las que más tarde me revelaron los propios conibo. Empecé a descubrir que las teorías culturales que me habían enseñado en tanto estudiante de antropología no eran adecuadas para explicar la coherencia de estas experiencias, aparentemente independientes de la cultura.

      Este descubrimiento cambió radicalmente mi punto de vista occidental sobre la realidad y me inició en una verdadera búsqueda de conocimiento. En mi estancia con los conibo, esta búsqueda adoptó la forma del entrenamiento en sus métodos chamánicos, recurriendo a la ayahuasca y las canciones como catalizadores nocturnos para viajar a reinos sagrados e interactuar con los espíritus. Mi vida se abrió a un entusiasmo y realización como nunca había conocido, pues descubría y exploraba una nueva realidad alternativa, la realidad de un universo oculto.

      Con el tiempo, tuve que abandonar a mis amigos conibo para regresar a Estados Unidos y trabajar en Berkeley. También dejé atrás a dos misioneros norteamericanos


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