Torquemada en el purgatorio. Benito Pérez Galdós

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Torquemada en el purgatorio - Benito Pérez Galdós


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billetes, no para gastarlos en vanidades, sino para guardar... ¡Qué gusto! Morentín, no se ría usted; digo lo que siento. Anoche soñé que jugaba con mis muñecas, y que les ponía una casa de cambio... Entraban las muñecas á cambiar billetes, y la muñeca que dice papa y mama, cambiaba, descontando el veintisiete por ciento en la plata, y el ochenta y dos en el oro.

      —¡Así, así!—exclamó Torquemada, partiéndose de risa.—Eso es limar para dentro, á lo platero, considerablemente, y barrer para casa.

      Durante la comida, á la que concurrió también Donoso, estuvo D. Francisco de buen temple, decidor y festivo.

      —Como Donoso y Morentín son de confianza—dijo al segundo ó tercer plato,—puedo manifestar que este principio ó lo que sea... Cruz, ¿cómo se llama esto?

      —Relevé de cordero á la... romana.

      —Pues por ser á la romana, yo se lo mandaría al Nuncio, y á esa cocinera de mil demonios, la pondría yo en la calle. Si esto no es más que huesos.

      —Tonto, se chupan—dijo Fidela,—y están riquísimos.

      —El chupar digo yo que no es meramente para principio, ea... En fin, tengamos paciencia... Pues señor, como iba diciendo...

      —Á ver, á ver: cuéntanos el sablazo que te han dado hoy.

      —¿Hoy también sablazo?—dijo Donoso.—Ya se sabe: es el mal de la época. Vivimos en plena mendicidad.

      —El sablazo es la forma incipiente del colectivismo—opinó Morentín.—Estamos ahora en la época del martirio, de las catacumbas. Vendrá luego el reconocimiento del derecho á pedir, de la obligación de dar, la ley protegerá el pordioseo, y triunfará el principio del todo para todos.

      —Ese principio ya está sobre el tapete—dijo Torquemada,—y á este paso, pronto no habrá otra manera de vivir que el sablazo bendito. Yo me pinto solo para pararlos: como que casi nunca me cogen; pero el de hoy, por tratarse de un chico huérfano, hijo de una señora muy respetable, que pagaba sus deudas con una puntualidad... vamos, que era la puntualidad personificada... pues por ser el chico muy modosito y muy aplicadito, me dejé caer, y le dí tres duros. Me había pedido ¿para qué creerán ustedes? Para publicar un tomo de poesías.

      —¡Poeta!

      —De estos que hacen versos.

      —¡Pero hombre—observó Fidela,—tres duros para imprimir un libro...! La verdad, no te has corrido mucho.

      —Pues muy agradecido debió de quedar ese ángel de Dios, porque me ha escrito una carta, dándome las gracias, y en ella, después de echarme mucho incienso, me llama... vamos, usa un término que no entiendo.

      —Á ver, ¿qué es?

      —Perdonen ustedes mi ignorancia. Ya saben que no he tenido principios, y aquí para inter nos confieso mi desconocimiento de muchos vocablos, que jamás se usaron en los barrios y entre las gentes que yo trataba antes. Díganme ustedes qué significa lo que me ha llamado el boquirrubio ese, queriendo sin duda echarme una flor... Pues me ha dicho que soy su... Mecenas. (Risas.) Sáquenme, pues, de esta duda que ha venido atormentándome toda la tarde. ¿Qué demonios quiere decir eso, y por qué soy yo Mecenas de nadie...?

      —Hijo de mi alma—dijo Fidela gozosa, poniéndole la mano en el hombro.—Mecenas quiere decir: protector de las letras.

      —Atiza. ¡Y yo, sin saberlo, he protegido las letras! Como no sean las de cambio. Bien decía yo, debe de ser cosa de soltar cuartos... Jamás oí tal término, ni Cristo que lo fundó. Me... cenas. Es decir, convidarles á cenar á esos badulaques de poetas... Pues señor, bien... ¿Y qué va uno ganando con ser Mecenas?

      —La gloria...

      —Como quien dice, el beneplácito...

      —¿Qué beneplácito, ni qué niño muerto? La gloria, hombre.

      —Pues el beneplácito, el qué dirán, si lo que se dice es en alabanza mía... Cúmpleme declarar con toda sinceridad, á fuer de hombre verídico, que no quiero la gloria de ensalzar poetas. No es que yo los desprecie, ¡cuidado! Pero hay aquí dentro de mí más compatibilidad con la prosa que con el verso... Los hombres que á mí me gustan, mejorando lo presente, son los hombres científicos, como nuestro amigo Zárate.

      Y al nombrarle, levantóse en la mesa un tumulto de alabanzas.

      —¡Zárate, oh, sí!... ¡qué chico de tanto mérito!

      —¡Qué saber para tan corta edad!

      —No tan corta, amiga mía. Es de nuestro tiempo. Rafael y yo le tuvimos de compañero en el Noviciado. Después él entró en la Facultad de Ciencias, y nosotros en la de Derecho.

      —¡Sabe; vaya si sabe! ¡oh!—exclamó Torquemada, demostrando una admiración que no solía conceder sino á muy contadas personas.

      Cruz, que se había levantado de la mesa poco antes, para dar una vuelta á su hermano, volvió diciendo:

      —Pues ahí tienen ustedes al prodigio de Zárate... Ha entrado ahora, y está conversando con Rafael.

      Celebraron todos la aparición del sabio, particularmente D. Francisco, que le mandó recado con Pinto para que fuese á tomar una taza de café, ó una copita; pero Cruz dispuso que el café se le mandase al cuarto del ciego, á fin de no privar á éste de aquel ratito de distracción. Ofrecióse Morentín á relevar la guardia, para que Zárate pudiera pasar al comedor, y allá se fué. En un momento que juntos estuvieron los tres amigos, Morentín dijo al sabio:

      —Chico, que vayas, que vayas á tomar café. Tu amigo te llama.

      —¿Quién?

      —Torquemada, hombre. Quiere que le expliques lo que significa Mecenas. Yo creí morir de risa.

      —Pues acaba de contarme Zárate—dijo Rafael, ya completamente repuesto del arrechucho de la tarde,—que ayer se le encontró en la calle y... Que te lo cuente él.

      —Pues me paró, nos saludamos, y después de preguntarme no sé qué de la atmósfera, y de responderle yo lo que me pareció, se descuelga con esta consulta: «Dígame, Zárate, usted que todo lo sabe. ¿Cuando nacen los hijos, mejor dicho, cuando los hijos están para nacer, ó verbigracia, cuando...?»

      Pinto abrió la puerta, diciendo con mucha prisa:

      —Que vaya usted, señor de Zárate.

      —Voy.

      —Anda, anda; luego lo contarás.

      Y cuando se quedó solo con Morentín, prosiguió Rafael el cuento:

      —Ello es la extravagancia más donosa de nuestro jabalí, que cegado por la vanidad, y desvanecido por su barbarie, que se desarrolla en la opulencia como un cardo borriquero en terreno cargado de basura, pretende que la Naturaleza sea tan imbécil como él. Escucha, y asegúrate primero de que nadie nos oye. Él divide á los seres humanos en dos grandes castas ó familias: poetas y científicos. (Estrepitosa risa de Morentín.) Y quería que Zárate le diese su opinión sobre una idea que él tiene. Verás qué idea, y cáete de espaldas, hombre.

      —Cállate, cállate; de tanto reirme, me va á dar la gastralgia. He comido muy bien... Á ver, sigue: esto es divino...

      —Verás qué idea. Pretende que puede y debe haber ciertas... no recuerdo el término que usó..., reglas, procedimientos, algo así... para que los hijos que tenga un hombre, salgan científicos, y en ningún caso poetas.

      —Cállate...—gritaba Morentín en las convulsiones de una risa desenfrenada.—Que me da, que me da la gastralgia.

      —¿Pero están locos aquí?—dijo Cruz asomando á la puerta del cuarto su rostro, en que se pintaba un vivo sobresalto.

      Desde que


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