La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Bruno Padín Portela
La traición en la historia de España
Prólogo: José Carlos Bermejo Barrera
La nómina de traidores que pueblan la historia de España desde la Antigüedad clásica hasta hoy es extensa. Sus vidas y sus traiciones componen un nutrido mosaico sobre el que se ha construido una identidad resiliente y esencialista, y una historia de héroes y villanos sobre la que acomodarnos.
Traidores a la nación, como el conde Don Julián, traidores épicos y justos, como El Cid, traidores al rey, como Antonio Pérez, o a su sangre, como el príncipe Carlos, desleales todos. Pero también colectivos, movimientos sediciosos que buscan romper el orden natural, el agazapado enemigo interno que todo lo enturbia: judíos –luego convertidos en marranos–, moriscos, comuneros, catalanes y, ya en la época contemporánea, los masones y su sociedad secreta, los liberales y afrancesados, y los comunistas eternamente conjurados.
Estos dos modelos, el traidor políticamente activo y el enemigo oculto, pasarán de la historiografía española a las tres historiografías nacionalistas: la gallega, con su enfrentamiento entre el celta y el romano o el español; la vasca, con su reivindicación de la pureza de sangre; y la historiografía catalana, con su contraste entre catalanes y españoles. Todos estos temas pueden verse a lo largo de este libro, en el que la traición y el traidor aparecen como una especie de maldición en la historia de España.
Bruno Padín Portela es doctor en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y ha publicado diversos trabajos en las revistas especializadas en los temas de historiografía española.
Diseño de portada
RAG
Director de la serie
José Carlos Bermejo Barrera
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© Bruno Padín Portela, 2019
© Ediciones Akal, S. A., 2019
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-4957-9
PRÓLOGO
ACUNANDO AL ODIO
Para Sonia y Bruno
Una de las grandes contribuciones del judaísmo a la historia occidental ha sido la creación de la semana. Fue la religión judía la primera que construyó un ciclo fijo del tiempo de siete días de duración, que se mantendría de modo uniforme a lo largo de todos los meses del año[1]. La sucesión de las semanas a lo largo del año hizo posible, a su vez, que los judíos creyesen que el tiempo social se abría y se cerraba periódicamente, y así lo conmemoraban con los rituales de la celebración del Shabbath.
Según el Talmud de Babilonia, tenemos dos ángeles que simbolizan los buenos y malos deseos, y esos ángeles, llamados «ministeriales», acompañan a cada persona en el camino de vuelta de la sinagoga los viernes por la noche. Si la casa está preparada para el Shabbat con el encendido de las velas y la preparación de la mesa con vino y comida adecuada, el ángel que representa los buenos deseos da su bendición: «Que el próximo Shabbat sea igual». En ese caso el ángel que representa los malos deseos estará obligado a responder «Amén». Sin embargo, si la casa no ha sido preparada, será entonces el ángel de los malos deseos el que dirá lo mismo y el ángel que representa la buena inclinación no tendrá más remedio que responder «Amén», iniciándose de este modo una funesta semana.
Esto dos ángeles del tiempo fueron consagrados en la historiografía por Walter Benjamin en su archiconocido texto «El Ángel de la Historia». No centraremos en él nuestra atención, sino en un texto escrito por los cabalistas de la ciudad palestina de Safed en el siglo XVII, que se canta como un ritual casi mágico para asegurar el inicio de una buena semana. Su texto, transliterado en hebreo con fonética sefardita, dice:
Shalom alejem malajé hasaret malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Boajem leshalom malajé hashalom malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Barejuni leshalom malajé hashalom malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Betsetejem leshalom malajé hashalom malajé Elyón, mimélej maljé hamelajim Hakadosh Baruj Hu.
Así recitarían este encantamiento nuestros judíos sefarditas desde el norte al sur de la Península, esperando que el tiempo que se acaba y el tiempo que comienza en la historia les trajese la paz. Pues, como dice su letra:
Que la paz esté con vosotros, ángeles ministeriales, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
Que su venida sea en paz, ángeles de la paz, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
Bendecidme con paz, ángeles de la paz, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
Que su salida sea en paz, ángeles de la paz, ángeles del Altísimo,
el Supremo Rey de reyes es Santo, Bendito es.
El texto se cantaba al compás de unas melodías tradicionales, que fueron adaptadas por el rabino Israel Golfarb en 1918, y esa versión se hizo tan famosa que alguna gente cree que le fue revelada a Moisés en el monte Sinaí[2].
Es muy adecuado comenzar con este texto el prólogo al libro de Bruno Padín, porque en él quizás el protagonista más importante en esta historia hispánica de la traición y el odio sea el judío, practicante primero y luego el marrano, el criptojudío, aquel al que la Inquisición podía condenar a la hoguera por encender precisamente velas en su casa en la noche del viernes al sábado. Los judíos de España no siempre pudieron celebrar el comienzo en paz de la nueva semana, como tampoco la mayor parte de los pueblos de la historia pudieron celebrar así el cambio entre los diferentes periodos y épocas de la misma. Pero en su caso, como se podrá ver en el texto del libro, su sufrimiento fue quizás mayor, pues quedaron al albur de reyes y fanáticos cuando a partir de la Baja Edad Media comenzaron a estallar los diferentes pogroms, y vieron culminar todo este proceso de persecución y odio inducido con la expulsión de su patria, Sefarad, por parte de los «Reyes Católicos».
Es cierto que los judíos fueron expulsados siglos antes en Inglaterra que en España, pero lo específico de España, tal como destaca B. Padín, siguiendo a B. Netanyahu, es que se utilizó todo el poder del aparato inquisitorial para descubrir y castigar al marrano, al judío oculto, formalmente cristiano, pero que no podría borrar de su sangre su esencia judía, rastreable en sus apellidos investigados en los estatutos de limpieza de sangre. En realidad