Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz


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también es grande, pero se va calmando. Me he encontrado con demasiada frecuencia con decepciones como la tuya como para sorprenderme con la que tú me cuentas. Convengo en que, para tu joven corazón, la prueba ha sido dura y la rebelión de tu alma contra un insulto tan grave como inmerecido es justa y natural. No obstante, mi pobre muchacho, no has hecho más que comenzar tu carrera. Tu vida retirada, tus meditaciones, tus trabajos solitarios, no van a enseñarte nada de las intrigas que tienen lugar en las regiones más altas del arte, ni del verdadero carácter de los hombres poderosos, que con demasiada frecuencia se erigen en árbitros de la suerte de los artistas.

      Algunos sucesos que no te había contado aún bastarán para aclararte que tu situación no es excepcional, sino un hecho ciertamente común.

      No temo que mi historia pueda influir en tu decisión. Te conozco demasiado bien. Sé que perseverarás, que alcanzarás tu objetivo, a pesar de todo. Eres como un hombre de hierro: una piedra arrojada a tu cabeza por las bajas pasiones emboscadas en tu camino, lejos de dañar tu noble frente, harán surgir un fuego. Escucha entonces lo que yo he sufrido, y que estos tristes ejemplos de la injusticia de los poderosos te sirvan de lección.

      El arzobispo de Salamanca, embajador en Roma, me había encargado un aguamanil de gran tamaño, cuyo trabajo, extremadamente minucioso y delicado, me llevó dos meses. Debido a la utilización de una enorme cantidad de metales preciosos en su composición, me encontraba al borde de la ruina. Su Excelencia no escatimó en elogios sobre la calidad inusual de mi obra. La hizo llevar y estuvo dos largos meses sin hablar del pago, como si se hubiese llevado una simple cacerola o una medalla de Fio­retti. La suerte quiso que el recipiente volviera a mis manos para una pequeña reparación. Me negué a arreglarlo.

      Más tarde ocurrió algo mucho peor con motivo del célebre botón de la capa del papa, un trabajo maravilloso que no puedo evitar describirte. El diamante más grande lo había situado precisamente en la mitad de la obra y, justo debajo, la figura de Dios Padre en posición sedente, con una actitud tan natural que en absoluto desmerecía respecto a la joya y conformaba con ella una hermosa armonía. Con la mano derecha alzada, impartía su bendición. Dispuse por debajo tres ángeles que lo sostenían en el aire con sus brazos. Uno de ellos, el del medio, lo diseñé en alto relieve, los otros dos, en bajo relieve. Alrededor distribuí unos cuantos angelitos a base de piedras preciosas. Dios portaba un manto que ondulaba, del que salía un gran número de querubines y ornamentos mil de un admirable efecto.

      Pablo III, que me agobiaba con todo tipo de encargos, no los pagaba mejor que su predecesor. Sólo por querer atribuirme todo tipo de maldades, ideó un plan verdaderamente atroz, digno de él. Los enemigos que yo tenía en gran número en torno a Su Santidad, en una ocasión me acusaron, a instancias de éste, de haber robado joyas a Clemente. Pablo III, que conocía bien la verdad, fingió considerarme culpable y me hizo encerrar en el castillo de Sant’Angelo, la fortaleza que tiempo atrás había yo defendido con bravura, durante el sitio de Roma, bajo las mismas almenas desde las que disparé más cañonazos que todos los artilleros juntos, y desde donde, para regocijo del papa, yo mismo maté al condestable de Borbón. Acababa de escaparme cuando, en la parte exterior de la muralla, quedé suspendido de una cuerda por encima del foso. Me dejé caer y grité a Dios, conocedor de la justicia de mi causa:

      —¡Ayúdame, Señor, como yo mismo intento ayudarme!

      Dios no me escucha y, al caer, me rompo una pierna. Exhausto, moribundo, cubierto de sangre, consigo arrastrarme con manos y piernas hasta el palacio de mi íntimo amigo, el cardenal Cornaro. Este infame me traiciona y me entrega al papa con la esperanza de obtener de él como recompensa un obispado.

      Te digo que he conocido todos los tipos de mal que el destino puede infligir a un artista. Y, sin embargo, sigo vivo. Y tal como esperaba, mi gloria es el tormento de mis enemigos. Ahora puedo enterrarlos con mi desprecio. Esta venganza marcha a paso lento, ciertamente, pero para un hombre inspirado, seguro de sí mismo, paciente y fuerte, es una realidad. Date cuenta, Alfonso, de que he sido insultado más de mil veces, pero no he matado más que a siete u ocho hombres. Sólo de pensar en ellos entro en cólera. La venganza directa y personal es un fruto raro que no todo el mundo puede probar. No he dado su merecido a Clemente VII, ni a Pablo III, ni a Cornaro, ni a Côme, ni a madame d’Étampes, ni a cientos de cobardes poderosos. ¿Cómo, pues, vas a vengarte tú de este mismo Côme, de este Gran Duque, de este ridículo mecenas que no comprende tu música mejor que mi escultura y que con tal bajeza nos ha ofendido a ambos? No pienses, al menos, en matarlo. Sería una insigne locura de indudables consecuencias. Continúa con tu carrera y conviértete en un gran compositor. Que


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