Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz


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entre éxito y fracaso, entre esplendor y miseria… trabajo incesante y excesivo… ni un día de descanso o de ocio… ofreciéndome como un mercenario y sentir constantemente mi alma arder o estremecerse… ¿Es esto vivir?

      Las ruidosas exclamaciones de tres jóvenes artesanos que entraban apresuradamente en la plaza interrumpieron su meditación.

      —¡Seis florines! –dijo uno–. Un precio caro.

      —Aunque costara diez –replicó el otro–, también lo pagaríamos. Estos malditos pisanos se han llevado todos los asientos. Además, tú piensa, Antonio, que la casa del jardinero sólo está a veinte pasos del pabellón. Sentados en el tejado, podremos escuchar y ver todo estupendamente: la puerta del canalillo subterráneo estará abierta y llegaremos sin dificultad.

      —¡Bah! –añadió el tercero–. Con ayunar un poco durante algunas semanas, nos lo podemos permitir. Ya sabéis el efecto que causó ayer el ensayo. Sólo la corte tenía acceso. El Gran Duque y su séquito no paraban de aplaudir. Los músicos llevaron a Della Viola triunfalmente en volandas y, en medio de este éxtasis, la condesa de Vallombrosa lo besó. Ha de ser milagroso.

      —Fijaos cómo están las calles de vacías. Toda la ciudad se encuentra reunida en el palacio Pitti. ¡Apresurémonos o llegaremos tarde!

      Sólo entonces, Cellini se dio cuenta de que estaban hablando de la gran fiesta musical, y de que habían llegado el día y la hora del estreno. Esto no encajaba con la elección de Alfonso de citarse esa misma tarde. ¿Cómo es posible que, en un momento así, el maestro pudiera abandonar su orquesta y el puesto al que le unía tan gran interés? Era difícil de comprender. El escultor, no obstante, se dirigió al Baptisterio, donde encontró a sus dos aprendices, Paolo y Ascanio, con dos caballos: Esa misma noche debía partir hacia Livorno y, desde allí, embarcarse por la mañana rumbo a Nápoles.

      Tan sólo llevaba unos minutos esperando cuando Alfonso, pálido y con los ojos ardientes, se presentó ante él con un tipo de calma afectada, nada ordinaria en él.

      —¡Cellini! ¡Has venido! Gracias.

      —¿Y bien?

      —¡El día ha llegado!

      —Lo sé. Pero háblame. Estoy esperando la explicación que me prometiste.

      —El palacio Pitti, los jardines, los paseos, están abarrotados. La multitud se agolpa contra los muros, abarrota los estanques a medio llenar, los tejados, los árboles… absolutamente todo.

      —Lo sé.

      —Incluso han venido los pisanos y los sieneses.

      —Lo sé.

      —El Gran Duque, la corte y la nobleza están allí. La orquesta, inmensa, está preparada.

      —Lo sé.

      —¡Pero la música no está allí! –gritó Alfonso abalanzándose sobre él–. ¡Y el maestro tampoco está! ¿Te das cuenta?

      —¡Cómo! ¿Qué quieres decir?

      —No está la música porque me la he llevado. No hay director, porque estoy aquí. No habrá festival porque la obra y el autor han desaparecido. Una nota acaba de informar al Gran Duque de que mi obra no será interpretada. Ya no me apetece, le he escrito, utilizando sus mismas palabras. También yo, esta vez, HE CAMBIADO DE IDEA. ¿Puedes imaginar la cólera de esa turba decepcionada por segunda vez? ¡Esas gentes han abandonado su ciudad, sus trabajos, han gastado su dinero para escuchar mi música y no aceptarán excusas! Antes de venir a encontrarme contigo, estuve espiando. La impaciencia comenzaba a apoderarse de ellos y responsabilizaban de todo al Gran Duque. ¿Comprendes mi plan, Cellini?

      —Lo veo.

      —Ven, acompáñame más cerca del palacio. Veamos cómo explota la mina. ¿Escuchas los gritos, el tumulto, las imprecaciones? ¡Oh, bravos pisanos! ¡Os reconozco por las injurias que lanzáis! ¿Ves aquellas gentes lanzando piedras, arrancando ramas de árboles y rompiendo cristales? Sólo los sieneses saben hacerlo de ese modo. Ten cuidado, no vayan a descubrirnos. ¡Fíjate cómo corren! Ésos son los florentinos. Van a asaltar el pabellón. ¡Bien, ahí va un buen envío de barro sobre el palco ducal! Ya se ha cuidado el gran Côme de escapar a tiempo. ¡Abajo las gradas, los atriles, las bancadas, las ventanas! ¡Abajo los palcos! ¡Abajo el pabellón entero! ¡Mira cómo se derrumba! ¡Lo están destrozando todo, Cellini! ¡Es un motín magnífico! ¡¡¡Honor al Gran Duque!!! ¡Maldita sea! ¡Y tú que me tomabas por un cobarde! Dime, ¿estás satisfecho con esta venganza?

      Cellini, con los dientes apretados y los orificios nasales dilatados, contemplaba sin responder el terrible espectáculo de esta locura popular. En sus ojos brillaba un fuego siniestro. Su frente cuadrada estaba surcada por grandes gotas de sudor que, junto con el temblor casi imperceptible de sus labios, delataban la salvaje intensidad de su gozo. Finalmente, tomó a Alfonso por el brazo.

      —Parto inmediatamente hacia Nápoles. ¿Vienes conmigo?

      —Hasta el fin del mundo.

      —Dame un abrazo y ¡a caballo! Eres un héroe.

      Siedler: ¡Caramba! ¿Creéis que si Corsino tuviera ocasión de vengarse de la misma manera, la dejaría pasar? Entiendo que un hombre célebre pueda descuidar su fama como si fuera cama para los caballos, como diría Napoleón. Sin embargo, no podría creer que un principiante o incluso un artista relativamente conocido se permitiera un lujo semejante. No, no hay nadie lo bastante loco ni vengativo. Con todo, el chiste es bueno. Me admira la moderación de Benvenuto con el puñal: «Sólo le apuñalé dos veces, porque al primer golpe cayó muerto». Verdaderamente impactante.

      Winter: ¿Es que esta maldita ópera no va a acabar nunca? (La cantante principal dispara unos gritos desgarradores.) ¿Alguien conoce alguna historia divertida que nos haga olvidar los graznidos de esa criatura?

      —Yo sé una –replica Turuth, el segundo flauta–. Os puedo contar un drama corto que presencié en Italia, pero no tiene nada de gracioso.

      —De acuerdo. Si el género francés es así, sentimental, nos dejaremos enternecer. Tenemos diez minutos por delante para la sensibilidad. ¿Nos aseguras que tu historia es cierta?

      —Tan cierta como que es cierto que respiro.

      —Mirad qué pedante, que no dice, como todo el mundo: Tan cierto como que respiro.

      —¡Chssssss! ¡Al grano! ¡Al grano!

      —Allá va.

      Un amigo mío, G***, gran pintor, había inspirado un amor profundo a una joven campesina de Albano, llamada Vincenza que, de vez en cuando, venía a Roma para ofrecer como modelo su virginal cabeza a los pinceles de los más avezados dibujantes. La inocencia de esta muchacha de la montaña y la expresión cándida de sus rasgos, que le habían hecho ganar una especie de culto entre los pintores, se justificaban completamente mediante su conducta decente y reservada.

      Desde el día en que G*** pareció tomar placer en verla, Vincenza no volvió a abandonar Roma. Albano, su hermoso lago, sus preciosos lugares, fueron sustituidos por una pequeña habitación sucia y oscura en el Trastevere, en la casa de la mujer de un artesano a cuyos hijos ella cuidaba. Nunca le faltaban excusas para realizar frecuentes visitas al taller de su bello francese. Allí la conocí un día. G*** estaba sentado ante su caballete con semblante serio, brocha en mano. Vincenza, arrodillada a sus pies, como un perrillo a los de su amo, contemplaba su mirada, aspiraba cada una de sus palabras, en ocasiones se levantaba de un salto, se situaba delante de G***, le contemplaba con delirio y se lanzaba a su cuello con


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