Cien años después. Alberto Vazquez-Figueroa

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Cien años después - Alberto Vazquez-Figueroa


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Vietnam o en países africanos en los que se consume carne y cerebro de perro sin cocinar, por lo que el riesgo no solo está en el consumo, sino sobre todo en el comercio, y esta sería una gran oportunidad para que se revisasen las leyes de protección animal… –don Dionisio había estudiado a fondo el tema y tras una breve pausa destinada a recuperar el aliento continuó–: En muchas regiones de África, Asia y Sudamérica los puestos de comida tienen una parte visible pero también una trastienda donde esconden especies prohibidas, pero no podemos decirles a los nativos que coman esto y no lo otro sin proporcionarles una alternativa.

      –¿Y existe esa alternativa?

      –Se dice que tres mil especies de animales salvajes se usan para consumo humano, pero son datos falsos porque solo registran que se consumen veinte tipos de insectos cuando sabemos que la cifra asciende a dos mil. Si los hambrientos tienen que recurrir a medidas desesperadas los hartos no deben quejarse porque su avaricia acabe matándoles.

      Aquella última frase había obligado a Óscar a preguntarse quiénes eran «los hartos».

      Hartos eran los que siempre necesitaban más.

      No hacía mucho, el científico Peter Hotez había comparecido ante el Congreso norteamericano con el fin de contar que cuatro años atrás se estuvo a punto de lograr una vacuna que podría haber servido para combatir el nuevo brote de coronavirus, pero nunca se obtuvieron fondos para concluirla. Comenzó a causa de los estragos causados por el «Síndrome Respiratorio Agudo» que dejó setecientos muertos, pero las grandes farmacéuticas no estuvieran interesadas en un producto que, según ellas, no se utilizaría.

      Muchos de los alumnos decidieron no acudir en tiempos de epidemia a unas aulas en las que se diseccionaban animales considerados peligrosos y poco después dejaron de ir porque estaban muertos o buscaban refugio en lugares remotos, pero Óscar continuó asistiendo con la esperanza de que hombres de la inteligencia de don Dionisio fueran capaces de vencer a quienes tan solo habían demostrado ser «astutos».

      La universidad se acabó vaciando y resultaba curioso ver a un anciano paseando por el campus en compañía de un muchacho que no perdía palabra de cuanto le decía.

      Hasta que su especie desapareciese siempre habría un ser humano dispuesto a enseñar y otro a aprender.

      Tal había sido siempre su esencia, y la capacidad y rapidez con que asimilaban nuevos conocimientos lo que los diferenciaba del resto de seres vivos.

      Capítulo III

      Le llegó, lejano, un chirrido espantoso, y cuando se asomó a la ventana no pudo contener la alegría, porque allí, sentada sobre el arcón de los quesos, se encontraba su heroína haciendo gala de su habilidad con el acordeón.

      Corrió hacia la verja pero su padre la detuvo.

      En realidad también se detuvieron su madre y su tío a unos diez metros de la entrada.

      –¡Hola pequeñaja! –saludó Samuel a la recién llegada.

      –¡Hola a todos! –respondió dejando de tocar, lo que siempre constituía un alivio para los oídos–. ¿Cómo estáis?

      –De momento bien. ¿De dónde vienes?

      –De un montón de sitios. Ahora nadie me detiene –señaló con intención la verja–. Solo aquí.

      –Sabes que no podemos dejarte pasar.

      –Lo sé. Pero necesito algo de ropa, comida y algunas cosas. Me he instalado en el pueblo. En casa del alcalde.

      –¿Ha muerto?

      –No lo sé. Allí no queda nadie.

      –¿Y qué piensas hacer en el pueblo?

      –Vivir mientras podamos. Ahora tengo un novio italiano. Es violinista y está componiendo una sinfonía sobre la enfermedad.

      –¿Y para qué quiere componer una sinfonía sobre esta maldita enfermedad? –quiso saber su cuñada.

      –Para que la escuchen sus nietos, si es que llega a tenerlos, o para que la escuchen los nietos de otros, porque cree que algún día el mal desaparecerá al igual que desapareció la gripe española.

      –Demasiado optimista.

      –Para algo es italiano. Por cierto, no os olvidéis de mi falda roja y del jersey a rayas.

      –¿Crees que resistiréis?

      –Si vosotros lo estáis haciendo podemos intentarlo, aunque nos vendrían bien algunos conejos y gallinas. Tenemos donde criarlos.

      –La tercera parte de todo lo que hay aquí te pertenece.

      –Lo sé grandullón, y si las cosas van bien algún día me llevaré una vaca, pero ahora he de irme. Empieza a oscurecer y el camino es largo. Mañana volveré a recoger esas cosas.

      –¡Adiós pequeñaja!

      –Adiós.

      De regreso a la casa Aurelia corrió a la biblioteca y buscó en la vieja enciclopedia de su padre.

      Durante años, desde que su tío Samuel se compró un primer y aparatoso ordenador que al poco se convirtió en un imparable manantial de información, aquellos veinte tomos encuadernados en piel verde se habían transformado en objetos de decoración y recuerdo de un pasado que nunca volvería, pero ahora, sin electricidad que los alimentara, los estilizados ordenadores eran meros objetos de decoración y recuerdos de un pasado que quizás nunca volvería.

      ***

      Una nefasta tarde, y mientras contemplaba su programa de concursos favorito, se había lamentado:

      –Se ha ido la luz.

      Y su madre le había contestado:

      –No es que se haya ido, cielo; es que ha dejado de venir.

      –¿Y cuál es la diferencia?

      –Que la luz, es decir, la electricidad, no es algo que nos pertenezca y de pronto decida marcharse; es algo que pertenece a otros y que nos envían a condición de que la paguemos.

      –Tú siempre tan puntillosa. ¿Y qué hacemos ahora?

      –Esperar.

      Pero por mucho que esperaron, «la luz» no volvió, los ordenadores y los teléfonos dejaron de funcionar y ahora tenía que recurrir a la vetusta enciclopedia recuperando su cadáver del nicho en el que había estado enterrada durante tanto tiempo.

      El papel aparecía amarillento, el lomo amenazaba con despegarse y el molesto polvillo que se había infiltrado entre sus páginas obligaba a estornudar, pero allí permanecía, serena, inmutable y guardando celosamente la información que le habían confiado noventa años atrás.

      La pandemia conocida como «gripe española» fue de inusitada gravedad y, a diferencia de otras que afectan básicamente a niños y ancianos, muchas de sus víctimas fueron jóvenes, adultos y animales. Está considerada la más devastadora de la Historia, ya que en un solo año mató a entre 40 y 100 millones de personas.

      La enfermedad se observó por primera vez en Kansas en marzo de 1918, aunque ya en el otoño anterior se había producido una primera oleada en campamentos militares norteamericanos. En algún momento del verano de ese mismo año, el virus sufrió una serie de mutaciones que lo transformaron en un agente infeccioso letal. El primer caso confirmado de dicha mutación se dio en agosto de ese año en el puerto francés por el que entraban las tropas estadounidenses durante la Primera Guerra Mundial.

      Se le dio el nombre de Gripe Española porque recibió una mayor atención por parte de la prensa española que en el resto de Europa, ya que España no estaba involucrada en la guerra y por tanto no censuraba la información.

      Con el fin de estudiarla los científicos han empleado muestras de tejido de víctimas congeladas, pero dada la extrema virulencia del brote y la posibilidad de un escape accidental, existen ciertas controversias respecto a estas investigaciones. Una de las conclusiones


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