Cien años después. Alberto Vazquez-Figueroa
Читать онлайн книгу.entre un 3% y un 6% de la población mundial murió. La gripe pudo haber matado a 25 millones de personas en las primeras 25 semanas. Ciertas estimaciones indicaban que murieron entre 40 y 50 millones de personas mientras que las actuales mencionan entre 50 y 100. Es difícil compararla con otras pandemias de gripe de las que ahora es imposible extraer alguna información.
Desapareció de improviso, de todas partes y sin explicación posible, durante el verano de 1920.
Se quedó muy quieta, pensativa o quizás anonadada, pues se trataba de cifras que obligaban a reflexionar sobre la fragilidad de un ser humano que se consideraba a sí mismo en la cúspide de la evolución pero que de pronto caía en abismos de los que le costaba años salir. El abismo en el que le había tocado vivir no parecía tener fondo y estaba a punto de echarse a llorar cuando llamaron a la puerta y su tío le pidió permiso para entrar. Lo hizo, se sentó a los pies de la cama y la acarició con el mismo afecto con el que hubiera acariciado a su propia hija.
La esposa de Samuel había muerto de cáncer cuando apenas llevaban un año de casados y, por lo que le contara su madre, su tío a punto estuvo de morir de pena.
–¿Asustada? –quiso saber.
–Mucho.
–¿Crees que podrás superarlo?
–¿Y qué remedio?
–No debes superarlo porque no quede otro remedio, sino porque te sobren fuerzas para salvar cualquier obstáculo. Nos esperan tiempos muy duros durante los cuales tendremos que hacer cosas que nos repugnan pero de las que no tenemos culpa porque no nos han dado a elegir. ¿Te he contado alguna vez la historia de los caníbales del faro?
–No.
–Pues creo que viene al caso –se colocó una almohada en la espalda consciente de que lo que iba a decir iba para largo–. No sé si sabrás que la mayoría de los faros se han automatizado, por lo que sus cuidadores solo acuden a revisarlos, comportándose más como mecánicos que como auténticos fareros, pero antaño su trabajo constituía casi un sacerdocio, porque para ellos no existía templo más digno de ser preservado que aquel que preservaba la vida de otros hombres.
–Algo he leído sobre eso.
–La automatización ahorró dinero y proporcionó grandes ventajas, pero también notables inconvenientes debido a que a los marinos les tranquilizaba saber que alguien tan dedicado a su trabajo les protegía respondiendo de inmediato a sus llamadas. Sin embargo ahora experimentan una sensación parecida a la de quien marca un teléfono pidiendo ayuda y le responde un contestador automático.
–También sé lo que es eso.
–Pero existe una gran diferencia cuando quien llama se encuentra perdido en el corazón de una galerna.
–Lo supongo.
–O te callas o no sigo.
–De acuerdo.
–Cuentan que hace casi ochenta años una patrullera militar naufragó en el Mar del Norte y tres de sus tripulantes, uno de ellos un oficial malherido, se vieron obligados a permanecer varios días en una barquichuela hasta que arribaron a un islote en el que se alzaba un faro en el que no había seres humanos, ni alimentos, ni nada de cuanto necesitaban. Tan solo había viento, lluvia, niebla y un mar que se alzaba una y otra vez reclamando sus presas. La tempestad se prolongó en exceso, nadie en tierra imaginó que hubieran conseguido salvarse, y tan solo un mes después un pesquero consiguió rescatarlos.
–¡Joder!
–¿Te atizo un coscorrón?
–Lo siento. Continúa.
–Los marineros reconocieron que se habían alimentado del cuerpo del oficial ya que cuando este se encontraba a punto de fallecer les ordenó que aprovecharan su cadáver puesto que de ese modo continuaría protegiéndolos incluso más allá de la muerte.
Aurelia hizo un gesto como para intentar decir algo pero se lo pensó mejor y cerró la boca.
–Así estás más guapa. Lo que en un principio se suponía que iba a ser un juicio discreto trascendió debido a las contradictorias conclusiones que podían extraerse dependiendo del modo en que se enfocaran los hechos. Si se demostraba que los marineros habían matado al oficial, se trataría de un caso de asesinato castigado con la muerte, pero si el oficial había muerto a causa de sus heridas y los supervivientes se habían limitado a obedecerle alimentándose de un cuerpo que de otro modo hubiera acabado devorado por los peces, el caso ofrecería unos visos muy diferentes. Se planteaba un dilema legal y moral: los jueces debían determinar si, tal como aseguraba el fiscal, los marineros merecían la horca y el desgraciado oficial era una pobre víctima destinada al olvido, o, tal como afirmaba el abogado defensor, los reos eran meros subordinados de un heroico militar que merecía ser condecorado por su increíble capacidad de sacrificio.
–Yo hubiera creído a los marineros.
–Pero tú no estabas allí ni eres quien para juzgar.
–Eso también es verdad. ¿Qué decidieron?
–Aún hay más; la esposa del difunto quiso conocer a los acusados con el fin de sacar sus propias conclusiones ya que consideraba que tras quince años de matrimonio era quien mejor podía saber si cuanto aseguraban que su marido había hecho respondía o no a la realidad de su forma de ser. Hablaron largamente y cuando al fin le preguntaron su opinión, respondió que no era quien para juzgar.
–No me parece lógico; si sabía algo tendría que haberlo dicho.
–Cuando crees que sabes algo pero no estás seguro, lo lógico y razonable es mantenerte al margen. Sin duda aquella pobre mujer no quería sentirse culpable por la ejecución de dos inocentes, pero tampoco quería sentirse culpable por la liberación de dos asesinos.
–Visto así…
–Así es como ella debió verlo. Los votos continuaron divididos y las posiciones irreconciliables, por lo que se llegó a una decisión: el único juez capaz de dictar sentencia era Dios y por lo tanto debía ser él quien tuviera la última palabra.
–¿Y Dios qué dijo?
–Dios nunca dice nada, pequeña, pero en caso de duda la ley obliga a sentenciar a favor de los reos por muy graves que sean sus delitos.
–¿Los dejaron en libertad?
–Eso ya no lo sé.
–¡Pues vaya una mierda de historia!
–No quiero que creas que esto tan solo se trata de una historia de la que nadie conoce el final; debes considerarla como un abanico cerrado que parece blanco y negro o azul y rojo, pero firme y compacto. Sin embargo, a medida que se va desplegando, te obliga a cambiar de idea, te lleva de aquí para y allá y acabas asegurando que es amarillo o verde, aunque al final descubres que se trata de una puesta de sol en Acapulco.
–Todo eso está muy bien como metáfora, pero yo hubiera preferido saber que les dejaron libres.
–También yo.
–¿Y qué tiene que ver toda esta historia con nosotros?
–Mucho, porque tampoco nos han dejado elección.
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