El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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aún no lo sabes todo. La señora Melmotte y su hija también vendrán.

      —¡Y un cuerno! —exclamó Dolly.

      —¡Dolly, recuerda dónde estás! —le reprobó Sophia.

      —Sí, sí, por supuesto. Y también me acordaré de dónde no voy a estar. No iré a Caversham a conocer a la vieja Melmotte.

      —Querido —continuó la madre—, ¿sabes que la señorita Melmotte recibirá veinte mil libras anuales a partir del día en que se case? ¿Y que, con toda probabilidad, su marido será el hombre más rico de Europa?

      —La mitad de Londres está cortejándola —dijo Dolly.

      —¿Y por qué no eres uno de ellos?

      —No habrá otra oportunidad como esta, en la que se encuentre en una casa prácticamente sola, sin la mitad de los solteros de Londres —sugirió Georgiana—. Si te decides, tendrás una ocasión de oro.

      —Pero es que no me decido. ¡Santo cielo! No es mi estilo, madre.

      —Sabía que no lo haría —espetó Georgiana.

      —Todo se arreglaría si lo hicieras —dijo lady Pomona.

      —Pues no se va arreglar si no hay otra solución. Bueno, ya llega el gobernador, oigo su voz. Voy a discutir un poco con él.

      El señor Longestaffe hizo su aparición.

      —Querido, mira, Adolphus ha venido a vernos —dijo lady Pomona. El padre inclinó la cabeza en dirección al hijo sin decir nada. Su esposa prosiguió—: Le hemos pedido que se quede a cenar, pero tiene otro compromiso.

      —Aunque no sabe dónde —intervino Sophia.

      —Mi amigo sí lo sabe, tiene una libreta de notas —dijo Dolly—. He recibido una carta, padre, muy larga. La han enviado esos tipos que tienen el bufete en Lincoln’s Inn. Me piden que hable con usted sobre no sé qué venta, y por eso estoy aquí. Es una pesadez, porque no entiendo nada de lo que me dicen. Quizá ni siquiera haya una venta de la que hablar. Si fuera así, no hay problema: me despido de todos y nos vemos otro día.

      —Más vale que hablemos en el estudio —respondió el señor Longestaffe—. Prefiero no molestar a tu madre y a tus hermanas con negocios.

      El caballero salió de la estancia y Dolly fue tras él, no sin antes obsequiar a sus hermanas con una mueca de desgana. Las tres damas siguieron tomando el té durante una media hora más, esperando. Sabían que nadie iba a informarlas del resultado exacto de la pequeña reunión, pero sí querían adivinar las señales de buen o mal humor que pudieran deducirse del rostro de su padre cuando este regresara. A Dolly ya sabían que no lo verían en un mes, probablemente. El padre y el hijo siempre discutían cuando se veían y, aunque el joven era un despreocupado en lo que respectaba al dinero, hasta ahora se había plantado firmemente acerca de sus derechos. Al cabo de una media hora, el señor Longestaffe regresó a la sala y, sin dilación, decretó la ruina familiar.

      —Querida —dijo—, este año no iremos de Caversham a Londres.

      Se esforzó por conservar una expresión tranquila mientras hablaba, pero su voz temblaba, alterada.

      —¡Papá! —chilló Sophia.

      —Querido, no puedes decirlo en serio —dijo lady Pomona.

      —Por supuesto que no lo dice en serio —replicó Georgiana, levantándose.

      —Lo digo muy en serio —respondió el señor Longestaffe—. Partiremos hacia Caversham dentro de unos diez días, y este año pasaremos la temporada allí.

      —Pero si ya está anunciado el baile —se quejó lady Pomona.

      —Entonces habrá que anunciar que no se celebrará.

      Y con estas palabras, abandonó el salón y se dirigió a su estudio.

      Las tres damas, cuando se hubieron quedado solas para deplorar su suerte, expresaron su opinión acerca de la terrible sentencia que el patriarca había pronunciado. Las hijas protestaron más furiosamente que la madre.

      —No lo dice en serio —declaró Sophia.

      —Sí que lo dice en serio —dijo lady Pomona, con lágrimas en los ojos.

      —Pues tendrá que retractarse, eso es todo —decretó Georgiana—. Dolly debe haber sido muy duro con él y por eso lo paga con nosotras. ¿Para qué traernos a Londres si piensa privarnos de cualquier posibilidad de asistir a la temporada, incluso antes de que empiece?

      —Me pregunto qué le habrá dicho Adolphus. Vuestro padre siempre es muy duro con él.

      —Dolly sabe cuidarse solo, y vaya si lo hace —dijo Georgiana—. No le importamos nada.

      —Ni un poquito —dijo Sophia.

      —Mamá, lo que tenemos que hacer es ser firmes y negarnos a ir a Caversham, a menos que papá se comprometa a traernos de vuelta a Londres. Yo no pienso moverme, a menos que me saque a rastras de esta casa.

      —Querida, no puedo decirle eso a tu padre.

      —Entonces se lo diré yo. No voy a dejarme enterrar en esa casa durante un año sin nadie con quien hablar excepto ese obispo anciano y herrumbroso y el señor Carbury, que está aún más oxidado. No voy a soportarlo. Hay cosas que son inadmisibles. Y si te niegas, me alojaré en casa de los Primero; sé que la señora Primero me acogerá. No sería muy elegante, por supuesto. No me gustan los Primero; de hecho, los odio. Ay, sí, los odio. Lo sé muy bien. Son vulgares, pero ni la mitad que tu amiga, mamá, la señora Melmotte.

      —Eso es un poco malvado, Georgiana. No es amiga mía.

      —Si la recibes en Caversham, es que lo es. No entiendo cómo se te ocurrió ir allí, sabiendo lo difícil que se pone papá con ese tema y lo de volver a Londres.

      —Todo el mundo pasa la Pascua en el campo, querida.

      —No, mamá, no todo el mundo. La gente ya sabe que es un fastidio ir de aquí para allá. Los Primero seguro que no van así como así. Jamás he oído una tontería tan grande en toda mi vida. ¿Qué espera de nosotras? Si quiere ahorrar, que cierre Caversham de una vez por todas y que nos lleve al continente. Caversham es mucho más caro que Londres y es la casa más aburrida de toda Inglaterra.

      Esa noche, la cena familiar en la calle Bruton no fue muy animada. No hicieron nada, se quedaron sentados a pasar la velada en taciturno silencio. A pesar de las rebeldes decisiones que las jóvenes habían proferido, no las ejecutaron en esa ocasión. Las dos muchachas guardaron silencio sin dirigir la palabra a su padre, y cuando este les hacía alguna pregunta, respondían con monosílabos. Lady Pomona no se encontraba bien y permaneció en un rincón del sofá, secándose los ojos, constantemente lacrimosos. Su esposo sí había compartido con ella, en la privacidad de sus habitaciones, cómo había ido la conversación con Dolly. El joven se había negado a dar su consentimiento a la venta de Pickering a menos que la mitad del dinero obtenido se le entregara de inmediato. Cuando su padre le había explicado que pensaba dedicar el producto de la venta a cancelar la hipoteca que pendía sobre Caversham, propiedad que con el tiempo terminaría en manos de Dolly, este replicó que también tenía una casa hipotecada a la que no le iría nada mal una inyección de dinero para aligerar la carga financiera. En resumen, que la venta de Pickering no parecía posible y, en consecuencia, el señor Longestaffe había decidido cortar los gastos de la residencia de Londres de cuajo.

      Cuando las jóvenes se levantaron de la mesa para retirarse a descansar y se acercaron a su padre para besarle, como de costumbre, lo hicieron sin el más mínimo despliegue de afecto.

      —Recordad que solamente tenéis esta semana para cumplir con vuestros compromisos en Londres —dijo su padre.

      Sus hijas oyeron sus palabras, pero se fueron en un silencio digno, sin siquiera fingir que las habían oído.


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