El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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al extremo, donde se encontraban las cocinas y las oficinas, que se elevaban por encima de las demás estancias. Las habitaciones a lo largo de toda la residencia eran de techo bajo, y, en su mayoría, largas y estrechas, con amplias chimeneas y revestimientos de madera en las paredes. En conjunto, uno podría decir que era más pintoresca que cómoda. Su dueño estaba muy orgulloso de la casa tal como era, aunque nunca se lo había revelado a nadie y trataba de ocultarlo; pero todos los que le conocían bien lo sabían. Las residencias familiares de la comarca eran más cómodas y contaban con mejores instalaciones, pero ninguna poseía ese aspecto de antigua casa de campiña inglesa que desplegaba Carbury. Bundlesham, la residencia de los Primero, era la mejor casa del condado, pero parecía recién construida, como si apenas tuviera veinte años. Estaba rodeada de nuevas praderas y setos, paredes y pabellones modernos, y desprendía olor a comercio, o al menos eso pensaba Roger Carbury, aunque jamás lo decía. Caversham era una mansión muy grande, construida durante la primera parte del reinado de Jorge III, cuando a los hombres les importaba que las cosas que los rodeaban fueran sólidas y cómodas, pero no pintorescas. Así pues, lo único que Caversham tenía a su favor era el tamaño. Eardly Park, el hogar de los Hepworth, tenía pretensiones, pues poseía un parque adjunto a la casa y, por ende, la palabra bautizaba al conjunto. Carbury no tenía nada parecido a un parque; los jardines que rodeaban la casa eran meramente prados. Pero la casa de Eardly era fea y mala. El palacio del obispo, por su parte, era una residencia excelente para un caballero, pero también era hasta cierto punto moderna, sin ninguna característica propia ni original. La mansión Carbury sí era peculiar, y a ojos de su propietario, hermosísima.

      A menudo le preocupaba pensar en lo que sucedería con su casa cuando él desapareciera. Tenía cuarenta años, y su salud era tan robusta como pudiera desear. Los que lo rodeaban lo habían visto crecer y madurar, convertirse en un hombre; especialmente los granjeros del vecindario, que aún lo consideraban un joven caballero, y, de hecho, durante las ferias de la comarca, así lo llamaban. Cuando estaba de buen humor se parecía en efecto a un niño, y aún poseía una cierta reverencia infantil por sus mayores. Pero últimamente su pecho albergaba un cariño que tal vez hoy en día no pesa tanto en los corazones de los hombres como solía. Había pedido la mano de su prima en matrimonio, después de asegurarse de que la quería más que a cualquier otra mujer, y ella lo había rechazado. Lo había hecho más de una vez, y Roger la creía cuando Hetta aseguraba que no podía amarle. Creía a la gente, sobre todo cuando lo que le decían se oponía a sus propios intereses, y no poseía la confianza en sí mismo que permite a un hombre pensar que si la oportunidad se presenta, es posible conquistar a una mujer a pesar de sí misma. Si estaba escrito que no podía ganarse el amor de Henrietta, entonces estaba seguro de que el matrimonio sería una imposibilidad para él. En cuyo caso, su obligación era buscar un heredero y considerarlo simplemente un eslabón en la estirpe de los Carbury. Siendo así, jamás disfrutaría del lujo de arreglar la residencia tal y como lo hubiera hecho si un hijo suyo fuera a disfrutarla.

      En esos momentos, sir Felix era el heredero. Roger no estaba hipotecado y podía dejar cada acre de la propiedad a quien le viniera en gana. En cierto modo, la sucesión natural hacia sir Felix se podía considerar afortunada. A veces, un título iba a parar a una rama menor de una familia, y en este caso no sería así. Sin duda, a sir Felix esa solución le parecería lo más apropiado del mundo, al igual que a lady Carbury, si no fuera porque también miraba la Finca Carbury pensando en otro de sus vástagos. Pero el actual dueño de la casa tenía fuertes objeciones a dicho plan. No era solamente la mala opinión que tenía del barón, tanto que estaba convencido de que no podía hacer nada bueno, sino que tampoco sentía simpatía por el propio título. Patrick, a su juicio, había estado injustificadamente desacertado al aceptar un título hereditario sabiendo que no podía dejar una herencia adecuada para sostenerlo. Un barón, o eso creía Roger Carbury, debía ser un hombre rico para ser digno del rango nobiliario que poseía. Según la doctrina de Roger acerca de estos temas, un título no convertía a ningún hombre en un caballero, pero si no lo llevaba con dignidad, era posible que degradase a un hombre que de otro modo sería un caballero. Pensaba que un caballero de verdad, nacido y criado como tal, reconocido sin el menor género de duda, no sería más caballero por mucho que la Reina le concediera todos los títulos del reino. Así pues, con sus ideas tradicionales acerca del título nobiliario que le había tocado a su familia, Roger lo odiaba. Y no pensaba dejar su casa y sus propiedades para que financiaran el título que desafortunadamente poseía sir Felix. El hecho era que se trataba del heredero natural, y Roger se sentía obligado, casi por una ley divina, a que sus tierras terminaran en manos de la familia. Aunque su disposición no era muy buena, lo cierto es que Roger no tenía más interés en la propiedad que la extensión de su propia vida Era su deber que pasara de Carbury a Carbury, mientras un Carbury estuviera vivo, y especialmente que se le entregara sin hipotecas ni cargas financieras. No había razón por la cual Roger Carbury no fuera a vivir durante los próximos veinte o treinta años, pero si falleciera, no le cabía la menor duda de que sir Felix dilapidaría sus propiedades, y eso sería el fin del Señorío de Carbury. Aun así, Roger Carbury habría cumplido con su deber. Sabía que ninguna voluntad humana estaba inscrita en piedra, por mucho que uno se preocupara de fijarla. Y en su opinión, más valía que las tierras se perdieran a manos de un Carbury que a las de un extraño. Sería fiel al apellido de la familia mientras quedara alguien en pie, y a la estirpe hasta que desapareciera el último miembro. Así pues, ya había redactado su testamento, dejando todos sus bienes al hombre que más despreciaba en el mundo, en el caso de que muriera sin descendencia.

      La tarde del día en que debía llegar lady Carbury, Roger deambulaba por la casa reflexionando sobre todo esto. ¡Cuánto mejor hubiera sido tener descendencia propia! ¡Qué maravilloso sería el mundo si su prima consintiera en convertirse en su mujer! Y en cambio, qué insípida y cansada vida llevaría si no lograba obtener su mano. También pensaba en el bien de la muchacha. En verdad, a Roger no le gustaba lady Carbury. La veía a través de sus aspavientos y la juzgaba con casi absoluta precisión. Era una mujer afectuosa que buscaba el bien para los demás antes que para ella, pero era esencialmente mundana; creía que del mal podía brotar el bien, que en ciertos casos las falsedades eran mejores que la verdad, que los fingimientos y las ilusiones podían sustituir el verdadero esfuerzo, que una casa de sólidos cimientos podía erigirse sobre la arena. Lamentaba que la chica que amaba tuviera que vivir en ese ambiente y con enseñanzas tan cargadas de mentiras. ¿Cómo no pensar que el roce con el abismo de la frivolidad la afectaría? En el fondo de su corazón, sabía que amaba a Paul Montague y temía que el camino del joven se hubiera torcido. ¿Qué podía esperarse de un hombre que consentía en participar en una burla como la junta directiva de esa compañía, con gente como lord Alfred Grendall y sir Felix Carbury de colegas y bajo el control absoluto de un ser como el señor Augustus Melmotte? ¿No equivalía eso a construir en arenas movedizas? ¿Qué vida esperaba a Henrietta Carbury si se casaba con un hombre que pugnaba por alcanzar la riqueza sin trabajar y sin capital, que un día sería rico y al siguiente un mendigo, un aventurero de la banca, a los que Roger consideraba los más bajos y deshonestos de entre todos los traficantes de dinero? Trataba de conservar la buena opinión que tenía de Paul Montague, pero así se imaginaba la vida que el joven se estaba labrando.

      Luego entró en la casa y paseó por las habitaciones que las damas ocuparían. En tanto que anfitrión, y al no tener madre ni hermanas, su deber era supervisar las comodidades que su hogar ofrecía, pero cabe dudar si hubiera sido tan cuidadoso de haber venido solamente lady Carbury. En la habitación más pequeña todas, las cortinas eran blancas y la atmósfera estaba perfumada con flores; había traído una rosa blanca del invernadero y la había colocado en un jarrón encima del tocador. Seguro que Henrietta caía en la cuenta de quién la había puesto allí. Luego permaneció frente a la ventana abierta, contemplando la pradera distraídamente durante al menos media hora, hasta que oyó las ruedas del carruaje llegar a la puerta principal. Durante esa media hora decidió que volvería a intentar conquistar a la muchacha como si esta no hubiera rechazado su ofrecimiento.

      Capítulo 15

       «Debes recordar que yo soy su madre»

      —Qué amable eres —exclamó lady Carbury, aceptando la mano de su


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