El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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mujeres somos diferentes, ya lo sabes.

      No fue hasta bien entrada la noche, mucho después de la cena, cuando Roger pudo presentar sus disculpas formales a lady Carbury, y ella por fin aceptó.

      —Creo que fui muy severo contigo, prima, cuando hablamos de tu hijo Felix —dijo—, y te pido disculpas.

      —Fuiste firme, eso fue todo.

      —Un caballero nunca debe comportarse así con una dama, y menos con sus propios invitados. Espero que me perdones.

      Lady Carbury le respondió poniendo la mano sobre su brazo y sonriendo, lo que puso fin a la pelea. Entendía la magnitud de su triunfo y pensaba utilizarlo a fondo. Ahora Felix podía venir a Carbury, y de ahí presentarse en Caversham y seguir con su cortejo, mientras que el dueño de Carbury tendría que contener sus objeciones. Y si Felix venía, no corría el riesgo de tener que irse con la cola entre las piernas. Roger entendería que la cortesía lo obligaba a comportarse correctamente, y la severidad de sus afirmaciones le impulsarían aún más a ser un perfecto anfitrión. Lady Carbury tenía instinto para adivinar esas cosas. Roger también, y aunque su actitud era amable y cortés y se esforzó por que su casa resultase tan cómoda como fuera posible para sus dos invitadas, en cierto modo sentía que le habían robado su derecho a censurar todo lo relativo a los Melmotte. Durante la velada llegó una nota, o mejor dicho, un puñado, desde Caversham. La que estaba dirigida a Roger era una carta. Lady Pomona lamentaba comunicarle que los Longestaffe no tendrían el placer de cenar en la residencia Carbury porque tenían la casa llena de invitados. Esperaba que Roger y sus parientes, pues lady Pomona había oído que se alojaban esa semana en Carbury, tuvieran a bien cenar con ellos bien el lunes o el martes de la semana siguiente, según les conviniera. Esa era la misión de la carta de lady Pomona a Roger. Además, había también tarjetas de invitación para lady Carbury, su hija y para sir Felix.

      Mientras Roger leía la carta, le entregó las tarjetas a lady Carbury y le preguntó qué deseaba hacer. El tono de su voz al hablar era estridente, como si aún contuviera parte de su anterior dureza. Pero lady Carbury sabía cómo jugar su triunfo.

      —Me encantaría ir —declaró.

      —Desde luego, yo no asistiré —dijo Roger—, pero no será ningún problema organizar la velada. Debes contestar cuanto antes: el criado se ha quedado esperando una respuesta.

      —El lunes sería mejor —dijo lady Carbury—. Es decir, si no tienes previsto que vengan invitados aquí.

      —No, el lunes no.

      —Queda claro que Hetta, Felix y yo sí aceptamos la invitación.

      —Haz lo que te parezca mejor —dijo Roger, aunque pensaba en lo delicioso que sería que Henrietta se quedara con él mientras los demás partían, y en lo muy pernicioso que le parecía que Hetta se mezclara con los Melmotte de nuevo. La pobre muchacha no podía decir nada. Por su parte, desde luego que no tenía ningún deseo de alternar con los Melmotte, pero tampoco de quedarse cenando a solas con su primo Roger.

      —Será lo mejor —dijo lady Carbury después de reflexionar un momento—. Es muy generoso por tu parte.

      —Por supuesto, debes hacer lo que te convenga más —replicó, pero su tono aún albergaba el trasfondo de censura que lady Carbury temía.

      Un cuarto de hora más tarde, el criado de los Caversham estaba de camino a su finca con dos cartas, una de Roger expresando su desazón por no poder aceptar la invitación de lady Pomona y otra de lady Carbury en la que declaraba que sería un placer para ella y sus hijos cenar en Caversham el lunes.

      Capítulo 16

       El obispo y el párroco

      La tarde que lady Carbury llegó a la casa de su primo había sido tormentosa. Las palabras de Roger habían sido severas y lady Carbury había sufrido por ello, o al menos había fingido tan bien que en la mente de Roger se había grabado la impresión de que su actitud había sido cruel. Después de mencionar la posibilidad de volver a Londres, había aceptado quedarse en la casa para finalmente desplegar un muy femenino dolor de cabeza. Es decir, la postura de lady Carbury había quedado clara, aunque le había costado un tormentoso espectáculo. La mañana siguiente había sido muy tranquila. La cuestión de los Melmotte estaba clara, no había necesidad de volver a hablarlo. Justo después de desayunar, Roger salió hacia los campos, después de informar a las damas de que podían utilizar el modesto carruaje de la residencia si lo precisaban. «Aunque creo que os cansaréis mucho si tratáis de conducirlo por esos caminos», advirtió. Lady Carbury le aseguró que jamás se aburría cuando tenía tiempo de dedicarse a sus lecturas. Antes de irse, se acercó a los jardines y arrancó una rosa, que ofreció luego a Henrietta. Se limitó a sonreír al dársela y se fue en silencio. Había decidido no decirle nada acerca de sus intenciones hasta el lunes. Si entonces la convencía, le pediría que se quedara con él mientras su madre y su hermano iban a cenar a Caversham. Hetta lo miró al aceptar la rosa y murmuró un agradecimiento. La joven apreciaba la verdad, el honor y la honestidad del carácter de Roger, y si tan solo su primo se hubiera contentado con el cariño familiar que ella le profesaba, todo sería mucho más fácil. Hetta ya empezaba a ponerse de su parte con respecto a las actitudes de su madre y de su hermano, y sentía que Roger era un guía mucho más seguro y de confianza. Pero ¿cómo dejarse guiar por un pretendiente a quien no amaba?

      —Me temo, querida, que no vamos a pasarlo bien —declaró lady Carbury.

      —¿Por qué dices eso, mamá?

      —Será muy aburrido. Tu primo es el mejor amigo del mundo y sería el mejor marido de todos los caballeros de Inglaterra, pero no está del mejor humor y no será un anfitrión agradable. ¡Qué tonterías dijo acerca de los Melmotte!

      —Mamá, los Melmotte no parecen gente demasiado agradable.

      —¿Y por qué no iban a serlo? A ver, Henrietta, no pienso soportar tonterías también de ti. Si viene de las virtudes sobrehumanas de Roger, hay que aguantarse, pero te ruego que no lo imites.

      —Mamá, eso no es muy amable por tu parte.

      —Y lo será aún menos si desprecias a gente que tiene la posibilidad de cambiar para bien la vida de tu hermano. Una palabra tuya equivocada y todo puede irse al traste.

      —¿Qué palabra?

      —¿Cómo? ¡Pues cualquiera! Si tienes la menor influencia sobre tu hermano, debes animarle a que se dé prisa. Estoy segura de que la muchacha está dispuesta. Después de todo, le dijo que hablara con su padre.

      —Entonces, ¿por qué no lo hace?

      —Supongo que tiene reparos, por el dinero. Si Roger le diera a entender que Felix va a heredar no solo el título, sino también las propiedades, y que algún día será sir Felix Carbury de la Finca Carbury, no creo ni siquiera que el viejo Melmotte tuviera algo que objetar al enlace.

      —¿Cómo puede hacer eso Roger?

      —Si tu primo muriera hoy, sin descendencia, es lo que sucedería. Tu hermano es su heredero.

      —Qué cosa más horrible, mamá. No deberías ni pensarlo.

      —¿Vas a decirme lo que puedo o no puedo pensar? ¿Es que no me dejas pensar en mi propio hijo? ¿Acaso no lo quiero por encima de todas las cosas? Así es y así lo digo. Si Roger muriera mañana, tu hermano sería sir Felix Carbury de la Finca Carbury.

      —Pero, mamá, sí que vivirá y tendrá hijos. ¿Por qué no iba a tenerlos?

      —Tú misma dices que es tan viejo que ni puedes considerarlo como un pretendiente.

      —Nunca dije eso. Estábamos bromeando y dije que me parecía mayor. Pero sabes perfectamente que no dije que fuera demasiado viejo como para casarse. Hombres mucho mayores que él se casan cada día.

      —Si tú no le aceptas, jamás se casará. Es ese tipo de hombre, tan estirado y tozudo y


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