El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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Lady Carbury, arrobada de felicidad, no sabía a quién contarle su buena fortuna. Si su primo no fuera tan severo, tan obcecado, tan miserablemente ignorante de la realidad del mundo, también se habría unido a su felicidad. Quizá no le gustaba Felix, porque la verdad es que hasta lady Carbury debía admitir que su hijo había sido un maleducado, pero debería alegrarse por el conjunto de la familia. Tal y como estaban las cosas, no se atrevía a decirle nada. Seguro que habría recibido sus noticias con un frío desprecio. Ni siquiera Henrietta reaccionaría efusivamente, lady Carbury estaba segura. Le habría gustado explayarse en el triunfo singular de su hijo, pero ahora tenía que guardar silencio. Se esforzaría sobremanera para acercarse al señor Melmotte y congraciarse con él durante la velada en Caversham.

      Durante el resto de la noche, Roger Carbury apenas habló con su prima Hetta. No coincidieron hasta mucho después, cuando el padre Barham vino a cenar. Había pasado el día en Bungay, entre sus parroquianos, y volvió andando; Carbury estaba de camino.

      —¿Qué opina de nuestro obispo? —le preguntó Roger, algo imprudentemente.

      —No me parece un gran obispo. No dudo que es un hombre de bien y que se preocupa de los vecinos más que un terrateniente normal. Pero eso no le brinda la responsabilidad ni el poder suficientes como para ser un buen obispo.

      —El noventa por ciento de los clérigos de esta comarca se dejarían aconsejar por él en cualquier tema religioso.

      —Porque saben que no tiene ninguna opinión propia y, por lo tanto, no los obligará a cambiar las suyas. Fíjese en algún obispo con una voluntad más férrea, si es que lo hay: ya verá cómo sus clérigos no están tan dispuestos a seguirlo.

      Roger se dio la vuelta y se concentró en su libro. Empezaba a cansarse del párroco que había adoptado. Siempre procuraba no expresar la menor censura acerca de la religión de su nuevo amigo en presencia del mismo, pero el cura no correspondía de la misma manera. Quizá pensaba también que si decidía debatir la cuestión con él, perdería, porque en esos diálogos de fe la razón se da más por motivos de habilidad oratoria que por la verdad. Henrietta también estaba leyendo, y Felix fumaba en algún rincón, seguramente esperando a que las horas transcurrieran lo más rápido posible en aquel castillo de aburrimiento, sin cartas ni bebida. Pero lady Carbury estaba dispuesta a dejarse adoctrinar por el cura católico.

      —Supongo que nuestros obispos son sinceros en sus creencias —dijo con su sonrisa más dulce.

      —Eso espero. No tengo ninguna razón para dudarlo, después de los dos o tres que he conocido, ni tampoco de los que no he conocido.

      —¡En todas partes los respetan en tanto que hombres buenos!

      —Seguro que sí. Y nada ayuda a respetar más que un buen ingreso. Pero pueden ser hombres excelentes sin que eso conlleve que sean obispos excelentes. No hallo ningún defecto en ellos, sino en el sistema que los controla. Probablemente sería más sólido que un hombre se convierta en guía espiritual de los demás por la fuerza de su vocación y no porque es líder de la mayoría en la Cámara de los Comunes.

      —Claro, claro —dijo lady Carbury, desorientada, pues no entendía la naturaleza del dilema que le presentaban.

      —Y una vez que llega a obispo, ¿no sería mejor que el hombre que debe decidir si los otros serán buenos clérigos tuviera el poder de hacerlo?

      —Por supuesto, sí.

      —A los ingleses, o a algunos de ellos, los más ricos y los más poderosos, les gusta jugar a tener una Iglesia, aunque todos juntos no suman suficiente fe como para controlarla.

      —¿Cree que los hombres deberían ser controlados por la Iglesia, padre Barham?

      —En asuntos de fe, sí que lo creo. Supongo que usted también, o al menos así lo ha dado a entender, al aceptar que debe someterse a su pastor espiritual.

      —Eso es más bien para los niños, ¿no? —dijo lady Carbury—. En la catequesis se dice «hijo mío» y cosas por el estilo.

      —Es lo que más cuenta, lo que uno aprende de niño antes de hacer profesión de fe al obispo, para que ya de adulto pueda llevar a cabo su tarea. Sin embargo, estoy de acuerdo en que todo el asunto visto desde la perspectiva de la Iglesia anglicana es bastante infantil y solo apto para niños. En general, los adultos no quieren religión.

      —Me temo que eso suele ser verdad en muchos casos.

      —Me resulta maravilloso que cuando un hombre le dedica unos minutos de reflexión a este asunto, no busque de inmediato la protección de una fe más sólida y más segura. A menos, claro está, que disfrute con la seguridad de lo pagano.

      —Eso sería lo peor —dijo lady Carbury, estremeciéndose.

      —No creo que sea peor que una creencia que no es creencia —dijo el párroco enérgicamente—. Un credo que el hombre ni siquiera conoce a fondo, sobre el que nunca se pregunta si es creíble o no mientras lo recita.

      —Eso no es nada bueno —dijo lady Carbury.

      —Creo que nos estamos poniendo muy serios —dijo Roger, dejando el libro que intentaba leer en vano.

      —Es tan agradable tener una conversación seria el domingo por la noche —dijo lady Carbury.

      El cura se enderezó en su sillón y sonrió. Era lo bastante listo como para saber que lady Carbury no entendía nada de la conversación que acababan de mantener, y también para adivinar la causa de la incomodidad de Roger. Pero lady Carbury era más fácil de convertir precisamente porque no entendía nada y porque le gustaba hablar en tono intelectual, mientras que Roger Carbury quizá abrazaría otra fe gracias al sentimiento que ahora mismo le impulsaba a detener el discurso del padre Barham.

      —No me gusta oír críticas a mi Iglesia —declaró Roger.

      —No creo que le gustase que me guardara una opinión negativa y en cambio hablara bien de ella para no molestarle —dijo el cura.

      —Así pues, cuanto menos hablemos del tema, mejor —dijo Roger, levantándose. Ante lo cual, el padre Barham se despidió y siguió su camino hacia Beccles. Quizá había sembrado la semilla, quizá había arado tierra yerma. Pero hasta el menor esfuerzo era un buen trabajo.

      A la mañana siguiente, Roger había decidido volver a hablar con Henrietta. Aunque se había pasado toda la tarde del domingo a punto de pronunciar las palabras que tenía pensadas, se había contenido porque quería actuar según lo planeado. Era consciente, casi dolorosamente, de que su prima se comportaba con más ternura hacia él. Todo el orgullo de la independencia, equivalente casi a una dureza de carácter, que había desplegado hacia él en Londres parecía haberse esfumado. Cuando la saludaba por la mañana y por la noche, lo miraba con suavidad. Apreciaba las flores que Roger le regalaba. Se daba cuenta de que cuando él expresaba el menor deseo, ella se ocupaba de que se cumpliera. Un día mencionó la puntualidad de las comidas y allí estaba Hetta, como un clavo. Roger no se perdía ni una mirada de la joven ni un gesto, y calculaba el efecto que tendría en su petición. Sin embargo, Roger no se engañaba: que ella fuera más amable y observadora para con sus gustos y comentarios no quería decir en absoluto que el corazón de Hetta se inclinara hacia él. Creía adivinar que el motivo radicaba en el disgusto que sentía por las maniobras de su hermano y de su madre. Su gracia, su dulzura y su buen sentido se alineaban con él, en lugar de apoyar a su familia más cercana, y por lo tanto, por piedad y dignidad, se mostraba más amable con Roger. Así entendía él la nueva actitud de Hetta, y no se equivocaba ni un ápice.

      —Hetta, ¿te apetecería salir a pasear por el jardín? —le preguntó después del desayuno.

      —¿No vas a ver a los trabajadores?

      —Todavía no. No siempre voy a verlos tan temprano.

      Hetta se puso el sombrero y lo siguió, muy consciente de que Roger acababa de convocarla para escuchar de nuevo su oferta. En cuanto vio la rosa blanca en su habitación, supo que su primo no había cejado en su empeño y que le propondría matrimonio de nuevo antes de que


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