El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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momento, le faltó poco para entregarse a él. Si la hubiera agarrado en los brazos y le hubiera dado un beso, creo que ella hubiera cedido. En realidad, le faltaba poco para quererlo. Le tenía en tanta estima que si hubiera sido otra mujer la receptora de su amor, ella habría utilizado todas las artes a su alcance para alejarla de él y habría jurado que cualquier mujer que no lo aceptara era una tonta. Casi se odiaba a sí misma por ser tan poco amable con alguien que merecía amabilidad a toda costa. Y así las cosas, no respondió y continuó caminando a su lado, temblorosa—. Pensé que sería mejor hablarte con franqueza, porque quiero que sepas exactamente lo que pienso y lo que siento. Si pudiera, te mostraría el contenido de mi corazón en una caja de cristal, para que vieras. Si alguna vez llegas a sentir algo por mí, no lo reprimas. Ya sabes que mi amor por ti es sólido, de modo que es tu decisión llenar mi vida de luz o arrojarla a la oscuridad. No tengas escrúpulos y dime lo que sientas cuando estés dispuesta.

      —¡Roger!

      —Si llega el día en que puedes decir que me amas, dímelo sin ambages y claramente. Mis deseos no cambiarán nunca. Por supuesto, si te enamoras de otro y le concedes tu mano, haré lo que pueda por apartarte de mis pensamientos. Dímelo también, si esa es tu decisión. Que Dios te bendiga, querida. Ya no puedo ser más claro. Espero ser lo bastante fuerte como para pensar más en tu felicidad que en la mía.

      Y se separó de ella abruptamente, cruzando uno de los puentes. Hetta regresó sola a la casa.

      Capítulo 20

       Ruby Ruggles escucha una historia de amor

      El plan a medio formar de Roger Carbury de quedarse cenando con Hetta en casa mientras lady Carbury y sir Felix se iban a Caversham se vino abajo. Solo pensaba ponerlo en práctica si Hetta aceptaba su propuesta, pero, en realidad, ni él le había propuesto nada ni Hetta había aceptado. Cuando llegó la noche, lady Carbury se preparó para salir con su hijo y su hija, y Roger se quedó solo. En su día a día, estaba acostumbrado a la soledad. Durante gran parte del año comía y cenaba y vivía sin compañía alguna, así que esta ausencia no tenía por qué hacerle sentir especialmente triste. Sin embargo, no pudo evitar reflexionar sobre la soledad de su vida, en esa ocasión. Sus primos, que eran invitados en su casa, no se preocupaban por él en lo más mínimo. Lady Carbury se había presentado allí para aprovecharse, sir Felix ni siquiera fingía tratarle con cortesía y la propia Hetta, aunque era amable y dulce, lo hacía más bien por piedad que por amor. No le había pedido nada esa tarde, era cierto, pero casi creía que si se lo pedía, ella le diría que sí. Y sin embargo, cuando le habló de lo mucho que la quería y de que siempre sería así, ella guardó silencio. A medida que el carruaje que los llevaba a la cena de Caversham se alejaba, Roger se quedó mirándolo desde el puente mientras escuchaba los cascos de los caballos y se decía que no tenía nada por lo que vivir.

      Si alguna vez un hombre se había portado bien con otro, ese era él para con Paul Montague, y ahora este le había robado lo que más quería en el mundo. No pensaba con lógica ni con exactitud. Cuanto más lo pensaba, más condenaba a su antiguo amigo. Roger nunca mencionaba los favores que Montague le debía. Al hablar con Hetta, solamente había aludido al afecto mutuo que se tenían ambos, pero Roger pensaba que Montague debía devolverle esos favores no enamorándose de la muchacha que él había escogido. Y que si había sucedido sin querer, sin darse cuenta, tenía que retirarse de la carrera en cuanto descubriera que Roger tenía los ojos puestos en Hetta. No lograba perdonar a su amigo, aunque Hetta le asegurase que Paul jamás la había cortejado. Roger estaba decepcionado, y era culpa de Paul. Si no hubiera estado en Carbury cuando Hetta los visitó, quizá a estas alturas Hetta sería la señora de la casa. Roger se quedó sentado hasta que un criado vino a anunciarle que la cena estaba servida. Entró y comió para que nadie se diera cuenta de su abatimiento y después de la cena fingió sentarse a leer. Pero no leyó una sola palabra, pues su mente estaba fija en su prima Hetta. «Qué pobre criatura es el hombre», se dijo, «que no es lo bastante dueño de sí como para dominar un sentimiento como este».

      En Caversham, por otra parte, se celebraba una fiesta por todo lo alto, tanto como puede hacerse en el campo. Estaban el conde y la condesa de Loddon y lady Jane Pewet de Loddon Park, el obispo y su esposa y los Hepworth. Estos, junto con los Carbury, la familia del prelado y los otros invitados, sumaban veinticuatro sentados a la mesa. Como había catorce damas y solo diez caballeros, no se podía decir que el banquete se hubiera organizado muy bien. Pero las cosas en el campo no se pueden ejecutar con la misma exactitud que en Londres y, además, los Longestaffe, aunque seguían la moda, no tenían fama de ser muy precisos en estos temas. Pero lo que faltaba en meticulosidad lo compensaban con esplendor. Tenían tres criados con peluca y librea, y en esta parte del campo solamente lady Pomona gozaba de esa situación. También tenían un mayordomo corpulento, cuya mera apariencia aportaba prestancia a la familia. El gran salón en el que nadie pasaba ni un momento se abrió, y se quitaron las sábanas que cubrían los sofás y las sillas que nadie utilizaba de ordinario. Solo se hacía una vez al año en Caversham, pero cuando sucedía, no se escatimaba en gastos para contribuir a la magnificencia de la gala. Lady Pomona y sus dos altas hijas se levantaron para recibir a la bajita condesa de Loddon y a lady Jane Pewet, que era la imagen de la madre a una escala menor. La señora Melmotte y Marie se quedaron atrás, apartadas como si se avergonzaran; eran una estampa digna de verse. Entonces llegaron los Carbury y, después, la señora Yeld y el obispo. La gran sala pronto se hubo llenado, pero nadie tenía mucho que decir. Por lo general, el obispo era un hombre que sabía dar conversación, capaz de hablar una hora seguida sin despeinarse. Pero en esta ocasión nadie rompía el silencio. Lord Loddon tartamudeaba, haciendo débiles intentonas que nadie secundaba. Lord Alfred era una estatua que se acariciaba el bigote gris con la mano. El gran hombre, Augustus Melmotte, se puso los pulgares en el chaleco y permaneció impasible. El obispo se dio cuenta de un vistazo de lo desesperado de la situación y no hizo ningún intento por cambiarlo. El dueño de la casa estrechó la mano de todos sus invitados y se dedicó a sobrevivir el momento. Lady Pomona y sus hijas eran dignas de ser miembros de la familia real, por su actitud y su belleza, pero estaban cansadas y no eran demasiado listas. De acuerdo con el tratado, la señora Melmotte había sido atendida con educación durante cuatro días enteros. No se podía esperar que las damas de Caversham salieran incólumes de tamaño esfuerzo.

      Cuando se anunció que la cena estaba lista, sir Felix tomó la mano de Marie Melmotte para acompañarla. No cabía duda de que las damas de Caversham cumplían su parte del trato. Creían que dicho noviazgo era del gusto de los Melmotte y por eso contribuyeron a él. El propio Augustus entró en el comedor con lady Carbury a su lado, para gran satisfacción de la dama. Tampoco había estado muy lucida en el salón, pero ahora era su momento.

      —Espero que le guste Suffolk —dijo.

      —Ah, sí. Está bien, muy bien. Un lugar muy bonito para tomar aire fresco.

      —¡Exactamente, señor Melmotte! Cuando es verano, las flores están preciosas.

      —Tenemos flores más bonitas en Londres, en los balcones de mi casa, que las que veo aquí.

      —Sin duda, pues usted es el dueño de las flores a nivel mundial, señor Melmotte. ¿Qué no puede hacer el dinero? Convierte una calle de Londres en un seto de rosas y construye grutas encantadas en Grosvenor.

      —Londres es una ciudad hermosa, sí que lo es.

      —Siempre que uno tenga dinero, señor Melmotte.

      —Y si no se tiene, es el mejor lugar para encontrarlo. ¿Usted vive en Londres, señora? —Había olvidado que lady Carbury había pisado su casa, y cuando se la habían presentado, ni siquiera había cazado su nombre al vuelo.

      —Sí, claro, vivo en Londres. Tuve el honor de asistir a una de sus veladas, de hecho —dijo lady Carbury con su sonrisa más dulce.

      —Ah, ¿de veras? Tengo tantos invitados que a veces me olvido de quién viene.

      —¿Y por qué no debería, señor Melmotte? Con tanta gente a su alrededor, no es de extrañar que se olvide usted de algunas personas. Soy lady Carbury, la madre


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