El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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la opinión que había expresado, en términos inequívocos, de los Melmotte. La mera sugerencia era insolente. Pero no dijo nada al principio. Solo preguntó:

      —¿Por qué no puedo quedarme con los Primero?

      —Tu padre no quiere. No le gustan nada.

      —Y a mí no me gustan nada los Melmotte. Los Primero tampoco, claro está, pero no son tan malos. Los Melmotte… Eso sería horrible.

      —Decides tú, Georgiana.

      —¿Es eso o quedarme aquí?

      —Creo que sí, querida.

      —Si es papá quien lo ha decidido, no seré yo quien le lleve la contraria. ¡Pero será horrendo, desagradable, totalmente repugnante!

      —La hija parecía una chica callada.

      —¡Mamá! ¡Callada! Era porque nos tenía miedo. No está acostumbrada a frecuentar la buena sociedad. Si tengo que vivir de prestado con ellos, seguro que se le pasarán las manías. Además, ¡es tan vulgar! Debe haber barrido alcantarillas como mínimo. ¿No te diste cuenta, mamá? No me extraña que con esa madre haya salido una hija tan rara. Me estremezco solo de pensarlo. ¿Alguna vez has visto algo tan horrible?

      —Todos los frecuentan —dijo lady Pomona—. La duquesa de Stevenage los visita continuamente, y también lady Auld Reekie. Todos van a su casa.

      —Pero solamente de visita, no se quedan a vivir con ellos. Ay, mamá, ¡tener que desayunar cada día con esa gente durante diez semanas!

      —Quizá te dejen desayunar en tu habitación.

      —Tendré que salir con ellos, entrar en los salones después de ellos. ¡Piensa en eso!

      —Pero si tenías muchas ganas de ir a Londres, cariño.

      —Y sigo teniéndolas, claro está. ¿Qué oportunidades tengo de casarme si no voy a Londres? Dios mío, estoy tan cansada. ¡Un placer, sí! Papá dice que es por placer. Si supiera, si se hiciera a la idea de lo que tengo que hacer, me pregunto qué pensaría. Bueno, supongo que no me queda otra opción que aceptar. Me empiezo a encontrar mal solo de pensarlo. ¡Qué gente más horrenda! Y que papá sea quien lo propone, él que es tan orgulloso, que siempre ha dado tanta importancia a la gente que frecuentábamos.

      —Las cosas cambian, Georgiana.

      —Cambian mucho, desde luego, si es mi padre quien me empuja a ser la invitada de gente como los Melmotte. ¡El farmacéutico de Bungay es un caballero comparado con el señor Melmotte y su mujer, una dama de la corte al lado de la señora Melmotte! Pero bueno, iré. Si papá acepta que me vean en público con ellos, será culpa suya lo que pase con mi reputación. No creo que ningún hombre decente pida la mano de una muchacha que ha pasado por ese antro de casa que tienen. Tú y papá no debéis sorprenderos si termino casada con una criatura de esas que pueblan la Bolsa. Papá ha cambiado de opinión, y supongo que también yo debo cambiar mis ideas.

      Georgiana no habló con su padre esa noche, pero lady Pomona informó al señor Longestaffe de que aceptarían la invitación del señor Melmotte. Lady Pomona se ofreció a escribirle una nota a la señora Melmotte para avisarla de que Georgiana estaría allí el viernes de la semana siguiente. «Espero que le guste», dijo el señor Longestaffe sin el menor asomo de ironía. No estaba en su naturaleza ser tan cruel. Pero a lady Pomona la reflexión sí le pareció cruel. ¡Cómo iba a gustarle a nadie vivir en casa de los Melmotte!

      La mañana del viernes, las dos hermanas apenas intercambiaron cuatro palabras poco antes de que Georgiana se fuera a la estación. La joven había intentado conservar la dignidad, pero era inútil. Lo que se disponía a hacer era humillante y no podía fingir ni en presencia de su hermana.

      —Sophy, qué envidia te tengo: te quedas aquí.

      —Pero si eras tú la que querías ir a Londres sí o sí.

      —Sí, quería y quiero ir. Tengo que lograr establecerme de un modo u otro, y eso no puedo hacerlo aquí. Pero tú no vas a perder tu reputación.

      —Georgey, eres una invitada, no hay ninguna vergüenza en eso.

      —Sí que la hay. Creo que Melmotte es un estafador y un ladrón, y de ella pienso lo más bajo que se te pueda ocurrir. En cuanto a sus pretensiones de grandeza, me parecen monstruosas. Nuestros criados y las doncellas tienen más categoría que ellos.

      —Entonces no vayas, Georgey.

      —Tengo que ir. Es la única oportunidad que me queda. Si permanezco en Caversham, la gente empezará a decir que soy una solterona. Tu vas a casarte con Whitstable y te irá bien. No es rico ni su casa grande, pero no tiene deudas y es buena persona.

      —Ah, ¿ahora es buena persona?

      —Claro que no es gran cosa; siempre está en su casa. Pero, bueno, es un caballero.

      —Es cierto, lo es.

      —En cuanto a mí, voy a dejar de pensar en caballeros a partir de ahora. Al primero que se presente, con una renta de entre cuatro y cinco mil libras anuales, le diré que sí, ya venga de Newgate o de Bedlam. Y será culpa de papá.

      Con esta frase, Georgiana Longestaffe se fue a Londres para ser la invitada de los Melmotte durante la temporada.

      Capítulo 22

       La moralidad de lord Nidderdale

      En los mentideros del mundo de los negocios de Londres se decía que la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur y de México era lo mejor que existía bajo el cielo. El señor Melmotte había invertido en ella de lleno, y muchos declaraban, haciéndole una gran injusticia a ese gran hombre, Fisker, que el ferrocarril era idea del propio Melmotte, que se le había ocurrido a él y lo había lanzado e impulsado. Un tren desde Salt Lake City a México tenía, sin duda, el mismo sabor que un castillo en España. Los americanos, a pesar de ser unos descreídos, tenían imaginación. México no cuenta entre la alta sociedad londinense con una reputación de seguridad financiera ni con esa estabilidad que produce su cuatro, cinco o seis por ciento con regularidad envidiable. Pero estaba el asunto del ferrocarril de Panamá, que había rendido casi un veinticinco por ciento de beneficio, y la vía que cruzaba el continente hasta San Francisco y que había construido muchas fortunas. Se creía que a un hombre despierto que invirtiera en el ferrocarril de Melmotte le podía ir igual de bien y, sin duda, eso respondía a la actitud del señor Melmotte acerca de la compañía. El señor Fisker «había dado con una mina de oro» al convencer a su socio Montague para que hablara con el gran hombre.

      El propio Paul, al que no se puede describir como un hombre despierto, en el sentido que la Bolsa le daba al término, no tenía ni idea de cómo avanzaba el asunto. En las reuniones de la junta directiva, que nunca se extendían más allá de media hora, Miles Grendall leía en voz alta dos o tres documentos. Luego Melmotte hablaba lentamente, tratando de ser alegre y de indicar triunfo, y entonces todo el mundo estaba de acuerdo, alguien firmaba algo y la junta de ese día se daba por concluida. A Paul esto le resultaba muy insatisfactorio. Más de una vez había tratado de interrumpirlos, no tanto para descalificar los procedimientos como para entenderlos o preguntar alguna duda. Pero el silencioso desprecio del presidente de la empresa le desconcertaba, y no era lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la oposición que presentaban contra él sus colegas de la junta. Lord Alfred Grendall declaraba que «no creía que fuera necesario» y lord Nidderdale, de quien Montague ya era amigo íntimo después de las horas que pasaba en el Beargarden, le daba un codazo cariñoso en las costillas y le pedía que se callara. El señor Cohenlupe pronunciaba un pequeño discurso en inglés fluido, aunque a trompicones, y aseguraba al Comité que todo se hacía según las regulaciones aprobadas por la City. Sir Felix, después de las dos primeras reuniones, no había vuelto a aparecer. Y así, Paul Montague salía de ahí con sensación de intranquilidad mientras continuaba siendo uno de los directores de la Compañía del Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México.

      No


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