¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?. Lorrie Moore

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? - Lorrie  Moore


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del costado y una ensalada o un sándwich de queso cottage esperándome en la mesada de la cocina. ¡Una ensalada! ¡Un sándwich de queso cottage! Qué extraño conjurarlos en mi memoria, los pepinos y el apio dispuestos como por una esposa para su esposo; o el sándwich, dulce y blando por la mayonesa. Yo lo agarraba, me lo comía, subía a su cuarto, tocaba la guitarra con ella, le hacía las segundas voces en canciones folk como “Geordie” o “The Water Is Wide I Cannot Get O’er”, me sentía perdida en los acordes con séptima menor, su indefinición me despertaba un sentimiento de pérdida y corazón roto, aunque cómo podía ser si yo solo tenía quince años. Sin embargo, algo profundamente triste estaba escondido en mí desde siempre, y se agitaba como una criatura que se mueve en sueños. Muchas veces me concentraba en la pintura de la rana, entraba en la pintura con la mirada, como si fuera tal vez una ilustración soñada de un cuento de hadas de la vida real, o un pasadizo secreto hacia otro pasadizo secreto. Una broma hacia una broma secreta hacia un secreto. Cuando éramos más chicas, Sils y yo siempre buscábamos cuevas juntas, o algún estanque de patos desconocido. Íbamos a los supermercados Grand Union a alentar a las langostas que se habían liberado de sus bandas elásticas. Construíamos media carpa con tres paraguas abiertos y nos metíamos debajo a jugar a las cartas. Caminábamos kilómetros hasta el basurero del condado para ver a los osos. Para cuando tuvimos doce años, pedaleábamos en bicicleta hasta la tienda hippy y comprábamos incienso de glicina, o íbamos al centro al Orpheum, teníamos por ejemplo dieciséis años y veíamos películas prohibidas, a veces alguna película extranjera, que nos fascinaba y nos desconcertaba. Comíamos Junior Mints y pochoclo: cada caramelo una almohadita dulce en la lengua; cada pochoclo tan grande y complicado como una flor de catalpa. En una apuesta hasta podíamos tomar el ponche de arándanos, que tenía color a limpiavidrios y salía disparado por los costados del enfriador como un prodigio de la naturaleza; nadie más en nuestra ciudad lo había tomado jamás. Eso es lo que decía el hombre detrás del mostrador cada vez. Lo bajábamos con agua del bebedero del vestíbulo. Después nos sentábamos en la oscuridad, a la izquierda, para mirar la película desde un ángulo, con los ojos bien abiertos para pescar desnudos. A los trece, pasábamos el rato en W. T. Grant’s, comprando corpiños y sundaes helados, y probándonos sweaters de hombres que después usábamos para ir al colegio, amorfos y con los bordes estirados, colgando hasta las rodillas: ese era el look que queríamos. A los catorce, decíamos que dormíamos una en casa de la otra, y nos quedábamos toda la noche despiertas, íbamos a las vías del tren, y tomábamos alcohol robado de la despensa de nuestros padres en frascos usados de mayonesa. Después dormíamos en la furgoneta familiar en la entrada, nos levantábamos temprano, íbamos a comprar Donna’s Donuts al amanecer cuando estaban todavía calientes.

      Pero ahora, cada vez más seguido, yo estaba sola en las salidas, preguntándome cómo era para Sils estar con su novio Mike, qué hacían, cuáles eran las cosas que yo ni siquiera sabía cómo preguntar y, si ahora que ella estaba más avanzada, yo le gustaba menos.

      En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts –un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur– las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.

      Pero se puede contar una historia de todas maneras.

      Se puede tomar impulso, después empezar, hacerlo, y basta.

      Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.

      Antes de que renováramos la casa, había un solo baño para toda la familia y muchas veces yo corría a usarlo y me encontraba con tres niños en fila; había un espejo en el pasillo y saltábamos agarrándonos la entrepierna y mirándonos en el espejo con la esperanza de no explotar. Había solo dos cuartos para tres niños: el cuarto amarillo y el cuarto azul. Por un tiempo mi hermana adoptiva LaRoue, mi hermano Claude (en Horsehearts se pronunciaba clod) y yo nos turnábamos para compartir porque LaRoue había llegado a nuestra casa con otra niña adoptada que ya no vivía con nosotros –una niña lenta y callada llamada Nancy que había sido golpeada por su madre hasta quedar retardada–, ellas dos compartían el cuarto hasta que Nancy se fue, y entonces LaRoue tuvo su propio cuarto. No creo que yo haya sabido realmente por qué o adónde se fue Nancy; en nuestra casa siempre vivían otras personas aparte de nosotros, todos acampaban en los sofás cama. Por eso busqué a Sils temprano, a los nueve años, la descubrí allí, en mi aula, alfabetizándose a mi lado, y me até a ella.

      Un mes de mayo alguien simplemente vino y se llevó a Nancy. Me pareció aterrador, que eso pudiera pasar así como así. Que alguien pudiera venir y llevarte e irse.

      Pero LaRoue se quedó y consiguió su cuarto propio –el azul con los alféizares blancos– y le decía “mamá” a mi madre. Yo era tres años menor, aunque solo un grado por debajo en el colegio, y tenía el cuarto más grande, el amarillo, con mi hermano Claude con quien estaba muy unida por ser solo un año mayor que él. Claude y yo éramos compinches de litera, una expresión que yo usaba con humor, irónicamente, de un modo agridulce, más tarde en la vida, con amantes, en esas noches de romance cuando dormía con un hombre pero no había sexo, yo estaba cansada, el perro tonto de mi cuerpo demasiado exhausto después de correr toda la semana en los médanos del amor, ahora con ganas solamente de dormir, apaleada, al lado de alguien pero cerca, como hermanos, como Claude. “Compinches de litera: podemos ser compinches de litera”.

      Había en realidad una litera en la que dormíamos mi hermano y yo; a veces él arriba, a veces yo, para equilibrar las cosas, supongo. A pesar de que la casa estaba llena de reglas y horarios estrictos para irse a dormir, todos pegados a la heladera con imanes de Bryson Paper Mill, pequeños pinos imantados con el logo de BPM en dorado, éramos básicamente niños sin vigilancia. Podíamos encontrar la manera de hacer lo que queríamos, aunque exagerábamos la importancia del momento a la noche cuando uno de nuestros padres (se nos decía, suponíamos) vendría a controlarnos antes de irse a la cama. Nunca estábamos despiertos para ese momento, pero sabíamos que existía, creíamos en él de una manera religiosa, y a veces, cuando nos mandaban a la cama demasiado temprano una noche de verano llena de grillos, nos preparábamos para ese momento como si fuera el Juicio Final. Lo convertíamos en una especie de concurso de esculturas corporales, posábamos en la cama de maneras elaboradas: parados en un pie, la cabeza colgando de un extremo, los brazos levantados en el aire y la boca y los dientes y los ojos en unas muecas asombrosas. “Esto sí que va a sorprender a mamá”, decíamos, o “A papá le va a encantar esta”, y tratábamos de quedarnos dormidos en esas poses. A la mañana nos despertábamos despatarrados en posiciones comunes, sin acordarnos de si habíamos visto a alguno de ellos o no, o cómo había sido que finalmente nos quedamos dormidos de esa manera más normal.

      Claude fue mi primer amigo, antes que Sils, y éramos mejores amigos, compinches de litera, esposos


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