¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?. Lorrie Moore
Читать онлайн книгу.del pasillo del primer piso. El de él estaba en el piso de arriba.
Poco después Claude se hizo amigo de un chico nuevo que vivía calle abajo, Billy Rickey. Yo anduve a los tumbos por ahí, después busqué y encontré a Sils, y se terminó el asunto. Claude y yo no volvimos a vernos, no verdaderamente. Cuando nos cruzábamos en los pasillos del colegio, o nos veíamos en la cena, años después durante las vacaciones, los casamientos y los funerales, ya no podíamos descifrar quién era el otro. Era como si a uno de nosotros le hubieran crecido aletas o plumas o una raya extraña en un costado, nuestra especie se había vuelto confusa.
Pero él siempre fue, para mí al menos, mi primer amor, mi niño novio, y en una familia atareada, que hablaba en lenguas, era importante estar casado, de alguna manera, con alguien. Yo lo estuve, lo había estado, por un tiempo, con Claude.
Era LaRoue la que estaba sola. De niños, Claude y yo éramos todo cuerpo y dormir y jugar –más cercanos aun que la mayoría de los adultos entre ellos– y nuestros padres nos parecían estrictos y distantes como reyes, y LaRoue nos parecía mayor, una intrusa perturbada, una visitante, alquile-una-niña, pero cristianamente tolerada. Nuestra familia leía la Biblia todas las noches en la mesa, mi padre avanzaba capítulo por capítulo por los evangelios, los actos, las cartas de Pablo a Timoteo (yo me imaginaba a Paul Zabrowski del colegio y a su molesto amigo Timothy Wilson), por el primer Juan, el segundo Juan, el tercer Juan, todo hasta la revelación (“Y al ángel de la iglesia de Filadelfia…” ¿Filadelfia? ¡La tía Mimi vivía en Filadelfia!), todos los versos largos y extraños, mientras veíamos enfriarse nuestra comida. Y así aprendíamos a contenernos.
(–Nosotros también leíamos la Biblia en la mesa –dijo mi esposo cuando recién nos conocimos y estábamos intercambiando cuentos. Él era judío, socialista, mitad húngaro.
–¿En serio? –pregunté.
–Sí –sonrió–. Solo que la leíamos con voces muy sarcásticas. –Yo me reí fuerte, con graznidos. Necesitábamos hacer bromas y jugar. Estábamos nerviosos, inseguros–. Lo que es interesante también –dijo, envalentonado hasta la enajenación– es que, aunque la mayoría de la gente lo llamaba Dios, nosotros lo llamábamos, bueno, lo llamábamos “estúpido de mierda”. –Daniel se golpeó el corazón con la palma abierta–: Una nación, bajo el estúpido de mierda.
Yo me caí de costado, desternillada de risa, después traté de enderezarme, de volver a colocarme la servilleta, cuando nuestro lúgubre camarero empezó a acercarse.
–En todo caso –dije, recalcando los oxímoron–, lectura de la Biblia y peruanos en sofás cama. Esa era mi “vida familiar”. Sea lo que fuere que eso... –y agregué vacilante– sea).
LaRoue existía para nosotros como una huésped solitaria que tolerábamos amablemente. Era gorda y nosotros flacos, rubia y nosotros oscuros. El pelaje espeso de nuestras cejas cruzaba aullando nuestras caras, un legado del comercio de pieles de Quebec. Las de ella eran apenas visibles, deshilachadas, como la fotografía aérea de algún cereal. Era mayor que nosotros, distinta, taciturna, periódicamente en un estado de convalecencia de la que nuestros padres no nos daban ningún detalle. Claude y yo manteníamos un contrato por separado. Cuando las personas se iban, explorábamos sus cuartos. Llegábamos a casa del colegio temprano, nuestro padre estaba todavía en su trabajo en BPM en el centro –o “al final de la calle”, como solíamos decir–; en el molino era jefe del departamento de dirección del bosque. Nuestra madre estaba en algún comité de dirección de las Mujeres Unidas Dedicadas a Hermosear Horsehearts, juntando notas diminutas sobre olmos y petunias con Hilma Johnston, Thelma LaRose, Betty Dreiser, Lou-Anne Gerard.
LaRoue, después del colegio, iba generalmente al club de equitación.
Entonces Claude y yo nos metíamos en las habitaciones y revisábamos las cosas: los pantalones de mi padre colgaban del cajón superior de la cómoda tomados por la parte de los dobladillos; sus viejas hormas de madera como títeres en el piso del armario. Los cajones de mi madre llenos de sachés y fajas, y en el desorden de la tapa de la cómoda los lápices de labios color coral y las colonias de Avón y las viejas fotografías coloreadas de ella misma cuando iba a la universidad y había ganado Concursos de Tobillo. Así juntábamos información de nuestros padres; éramos verdaderos espías exitosos, porque nuestros padres no sabían mucho sobre nosotros, creíamos, ni se preocupaban mucho por hacerlo, como era frecuente en las grandes familias de aquellos tiempos. Mi padre ni siquiera podía reconocerme en un grupo, no podía encontrarme en la foto anual de toda la clase –“¡Papá! ¡Esa no soy yo, esa es Cynthia Odekerk!”–; o camino al trabajo, cuando nos cruzaba a mi hermano o a mí en un grupo de niños yendo o volviendo del colegio, nunca nos reconocía. “¿Quién?”, “¡Cynthia Odekerk!”. Caminaba, sin sombrero y sumergido en sus pensamientos, bajaba a través del pueblo hacia el río, donde estaba el molino. “¡Hola, hola!”, lo llamábamos, y él nos saludaba de un modo general, desinteresado, sin dejar de avanzar con sus grandes zapatos y sus pasos largos, sin siquiera levantar la mirada del piso. “Ahí está su padre”, podía decir un amigo. O “¿Ese es su padre?”, tan desconcertado como nosotros.
Supongo que nos sentíamos menos intimidados por su negligencia que por sus atenciones, que tenían la tendencia a tomar la forma de corregirnos cuando nos equivocábamos en un intermezzo para piano de Brahms. “¡Ay!”, aullaba. “¡Do sostenido, Do sostenido, Do sostenido!”.
Si llorábamos, decía con firmeza: “Atajen la tapioca”.
Empezaba conversaciones más calmas con nosotros cuando se trataba de las palabras cruzadas que estaba haciendo; nos invitaba a su guarida si necesitaba el nombre de un programa de TV que no había visto nunca. Una vez que le dabas el nombre del programa de TV, volvía a ignorarte, se concentraba en el crucigrama, y te dejaba parado ahí hablando del programa un rato, de los personajes, de lo que les había pasado. Estabas ahí parado hablando con nadie.
Sin embargo, lo adorábamos. Si no nos conocía, no nos amaba e incluso ni nos reconocía no era porque estuviera dedicado a otros niños en otra parte. No teníamos rivales para su cariño, excepto quizás Brahms, Dvorak, los crucigramas diarios y nuestra madre; y aun ella ni siquiera tanto. A su manera icónica, nuestro padre era muy nuestro. Y en las sombras largas de su negligencia, nos fabricamos a nosotros mismos, improvisamos nuestras propias reglas en silencio, como hacían los niños en Estados Unidos, en los cincuenta y en los sesenta, un tiempo de padres ausentes. Es probablemente por eso que los niños de esa época, cuando crecieron, resultaron semejante shock para sus padres.
Sin duda alguna parte de nosotros, claro, quedó sumisa y reducida, acobardada por no poseerlo más profundamente, por su falta de atención, a pesar de que pensábamos que nos habíamos adaptado lo más bien. Pero estas eran lecciones y deformidades tal vez más conspicuas en la adultez que en la niñez, cuando éramos casi siempre ruidosos y estábamos ansiosos por dar batalla; teníamos muecas y burlas y gestos insolentes con las manos, revoleábamos los ojos, poníamos la mano como el pico de un pato al costado del cuerpo y la abríamos y cerrábamos cuando un adulto hablaba. Pero después, durante años, yo me refería a cualquier opinión mía, informada o apasionada, o a semanas y semanas de investigación, como a mi “trabajito de dos centavos”.
¡Do sostenido, Do sostenido, Do sostenido!
En público, mi hermano ya adulto enmudecía su yo salvajemente forjado con una colección de disculpas y excusas y si-no-le-molesta. De algún modo nos retiramos misteriosa y muy rápidamente de los tenaces yoes originales que habíamos construido en las noches a unas posiciones comunes y pasivas. Sin embargo, pensábamos que podíamos retomar las otras cuando quisiéramos, los Hieronymus Bosch, el ingenioso despliegue, los arabescos de Zappa, esperando que alguien entrara y nos viera y supiera por fin quiénes éramos en el fondo.
¡Do sostenido!
Nuestro padre era sin duda una figura impactante, solitaria, despótica. Había crecido en una familia de chelistas, germanófilos, hasta había viajado a Alemania en 1930, cuando tenía diez años; había visto a Hitler en el lobby de un hotel y había quedado deslumbrado. Pero cuando toda esa celebridad y esa música refinada tuvieron