Me sedujiste, Señor. José Díaz Rincón

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Me sedujiste, Señor - José Díaz Rincón


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los libros, y del vínculo cordial de las entrañables personas amigas que alientan su aparición.

      Toledo, julio de 2011.

      Prefacio

      1. José Díaz Rincón es un creyente seducido por Dios, y bajo la forma de un libro de espiritualidad seglar, que también lo es, nos ha dado el testimonio de su camino de fe. A medida que uno se adentra por las páginas de esta obra, cae en la cuenta de lo acertado del título: ME SEDUJISTE, SEÑOR.

      Cuando leemos el Evangelio, llama la atención que Jesús habla siempre de Dios con enorme pasión, con la pasión del Hijo. Los evangelistas nos dicen que su lenguaje resultaba llamativo, porque hablaba de Dios “con autoridad”, y no como los escribas. Y es que hablaba desde su experiencia de filiación. Es algo que, salvando distancias, le sucede también a José Díaz Rincón: habla de Dios, de Cristo, del Espíritu y de la misma Iglesia con autén­tica pasión de hijo, del hijo que admira y ama profundamente.

      2. Su escuela de fe ha sido la Iglesia. Y más concretamente, la Acción Católica. En la Acción Católica hemos compartido ilusión, alegrías, dificultades y tareas en la Diócesis de Toledo primero, y en responsabilidades nacionales después. Hicimos mucho camino juntos, durante los años que precedieron y que siguieron a la celebración del Vaticano II. Y digo “mucho”, atendiendo más a la hondura y la complejidad del trayecto que a su duración, que tampoco fue desdeñable.

      La oportunidad de este testimonio de fe y de vida me parece evidente, cuando, en España, estamos tratando de relanzar la Acción Católica. Los nuevos militantes -y también los vetera­nos- pueden encontrar en él una fuente valiosa de inspiración, ya que es la experiencia vivida por quien ha ocupado diversos cargos diocesanos, nacionales e internacionales durante cuatro décadas densas y difíciles. En medio de crisis profundas y de grandes esperanzas, José Díaz Rincón se mantuvo siempre fiel seguidor de Jesucristo y leal hijo de la Iglesia. Y ahora, con la libertad y la humildad que dan los años, nos confiesa: “Siempre le dije ¡SI!, como lo hace María, prototipo de todo creyente, como lo hacen los Apóstoles, porque, ¿dónde irían? ¡Sólo Él tiene palabras de vida eterna! Como lo hacen la Iglesia y los santos, como lo hace la gente pobre y sencilla, aun sin conocerle del todo bien, por eso está siempre tan cerca de su Corazón, a los que jamás vi rebelarse contra sus planes”.

      3. Aunque se trata de un testimonio personal, de cómo el autor ha vivido su fe y ha encontrado energías y luz para cumplir con su deber de evangelizar en su condición de seglar, el libro nos ofrece algunas claves dignas de ser reseñadas.

      En el primer capítulo, nos dice que su fe está centrada en Jesucristo, a quien nos presenta con los rasgos más sencillos y elocuentes del Hijo de Dios hecho hombre, del Amigo que vive y camina a nuestro lado. En el segundo, nos habla de su escuela: ha conocido a Jesucristo en la escuela de la Palabra y de la escucha personal y cálida, mediante una lectura orante desde la vida para aterrizar en la vida. Y finalmente en el tercero, nos dice que su lectura de la Biblia se ha realizado siempre dentro de la Iglesia, que es el hogar natural de la Palabra de Dios.

      La segunda parte nos habla del proceso que está llamado a seguir todo creyente: el punto de partida, al que dedica el capítulo cuarto, es la experiencia de Dios, vivida en y desde el mundo concreto de cada día: desde la familia, desde el trabajo, desde el ocio y desde el compromiso ciudadano. Dicha experiencia es la clave de todo apostolado, que consiste en contar lo que uno “ha visto y oído”. Pero nuestro mundo plural y secularizado no se conforma con que proclamemos nuestra fe, sino que nos pide razón de nuestra esperanza. De ahí esa necesidad de formación integral que aborda en el capítulo quinto, y que debe centrarse en el Credo que confesamos. Pero siempre, en y desde la comunidad, pues somos personas, no individuos solitarios sino miembros del Pueblo de Dios, como se dice en el capítulo sexto.

      La tercera parte empieza por presentarnos la caridad, ese amor gratuito que es regalo de Dios y que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, como la clave permanente de toda espiritualidad evangélica. Y como el amor tiende a ser contagioso y a difundirse, desemboca en el apostolado, nos dice el capítulo octavo. Y dado que la nueva evangelización se hará, sobre todo, por los laicos, o no se hará en absoluto, como dijo en fechas aún recientes la Conferencia Episcopal (cfr CLIM, 148), el autor nos ofrece su rica experiencia de más de cuarenta años para orientar nuestra búsqueda de nuevos caminos y responder entre todos a esa pregunta difícil y urgente: ¿Qué tenemos que hacer?

      4. Para terminar, deseo dar la gracias al creyente, al hermano y al amigo entrañable, José Díaz Rincón. A él y a su esposa María, con quien ha sido durante cuarenta años y sigue siendo “una sola carne”. Con ella construyó pacientemente esa “iglesia doméstica” que es la familia, en la que mutuamente descubrieron la ternura de Dios. La misma que fueron derramando ayer sobre sus hijos Sagrario, Antonio, Jesús Manuel y Belén; y que hoy siguen derramando sobre quienes los tratamos, aunque de manera especial sobre sus diez nietos.

      + Antonio Dorado

       Obispo de Málaga

       1 de octubre de 1997

      Introducción

      Debo confesar que desde que tengo uso de razón me ha seducido Jesucristo. Desde muy pequeño, tal vez, desde que comencé a razonar, no he dejado de tratar a Jesús con inmenso afecto, admiración y compromiso. Aseguro que a mis ochenta años ¡jamás me ha defraudado! Cada día me apasiona más y es como si estrenara mi amistad con Él, encontrando nuevas dimensiones, encantos y grandezas en su rica personalidad divina, en su infinito amor, insondable sabiduría e incomparable belleza, llegándome a fascinar de tal manera que llego a experimentar lo que afirma la Sagrada Escritura: “su amor es más fuerte que la muerte y sus besos más embriagadores que el vino”.

      Hace unos años, pasó por Toledo el Obispo que, cuando era sacerdote, celebró la Misa de mi matrimonio. Estuvimos un buen rato juntos, disfrutando de nuestra vieja amistad. Al despedirse, sin darse cuenta, me dijo el mejor piropo que podía decirme: “Qué alegría me das, Rincón, te encuentro con la misma frescura de fe que cuando estábamos trabajando juntos y te casé”. Le contesté: “lo lógico es, no que tenga igual fe sino mayor, porque al tratar tantos años con las Personas divinas tenga mayor fe, esté más convencido, más enamorado y entusiasmado”.

      De siempre me han llamado poderosamente la atención los Profetas en la Biblia, precisamente por su fe probada, profundas convicciones religiosas, su amor y confianza en Dios, con esa misión tan noble, hermosa y valiente de ser heraldos y portavoces de Dios y sus promesas. Hablan de Él como nadie lo hace, explican sus perfecciones y prerrogativas de forma deslumbrante y le expresan unas oraciones y piropos que admiran y cultivan.

      Como simple ”botón de muestra” destaco al Profeta Jeremías, el hombre de corazón abierto que nos trasparenta su grandeza, su tragedia y sus miedos, sus dudas, debilidades y miserias, con la inamovible firmeza de su confianza inquebrantable en Dios, que es nuestro Creador y Señor, que da sentido a toda nuestra existencia. Tal vez, podamos estar marcados, como el profeta, por la incomprensión y el fracaso. Es impresionante su actitud. Jeremías nos acerca, como ningún otro, a la verdadera dimensión de la vocación cristiana, que también es profética, a sus abismos de soledad, abandono, oscuridades, riesgos y desafíos, como a esa fidelidad a la Palabra de Dios, encendida en sus entrañas que pugnará por salir venciendo todos los problemas, decepciones y resistencias.

      Jeremías, en tiempos del sacerdote Pasjur, después de romper el botijo de barro ante el pueblo, para sensibilizar lo que el Señor hará con ellos por romper su alianza y con su amistad, lo cual no podrá recomponerse como la arcilla rota, a no ser por un arrepentimiento sincero, con lo cual Dios haría odres nuevos, se detiene en el atrio del templo del Señor y profetiza que el Dios todopoderoso de Israel va a traer la calamidad como había anunciado, porque no escuchará sus palabras vacías. El sacerdote Pasjur, responsable del templo del Señor, al oír a Jeremías profetizar esas palabras, lo mandó azotar y meterlo en la cárcel. El Profeta no se arredra y con la valentía que infunde la verdad le sigue advirtiendo y detallando todo lo que el Justo hará con él y con su pueblo, llevándoles al destierro de Babilonia


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