Me sedujiste, Señor. José Díaz Rincón

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Me sedujiste, Señor - José Díaz Rincón


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persona, aún sin saber rezar, si se pone un rato junto a Jesús con fe sale beneficiado y fortalecido. No nos importe estar en silencio junto a Él, para que nos hable directamente, aunque alguna vez nos podamos dormir. Lo que importa es ser conscientes de que estamos junto al que sabemos que nos ama “hasta el extremo”.

      Insisto, una de las maneras de conocer con intimidad a Jesús y tratar con Él es la oración en cualquiera de sus formas, en silencio, reflexiva, meditativa, contemplativa o discursiva. Así ejercitamos y fortalecemos la fe, por la que conocemos y somos amigos de Jesús. Por la fe le conocen, le aman y se entregan a Él, su misma Madre, María, la mujer de la fe por excelencia como Abraham nuestro padre en la fe, como San José, los Apóstoles, todos los santos y sus amigos en toda la historia.

      c) Descubrir sus obras y sus presencias

      Como hasta mis diecinueve años viví en mi pueblo rural, y desde los diez años comencé a trabajar en la agricultura, he tenido facilidad de conocer a Dios en sus obras, por mi contacto directo con la naturaleza. Impresiona y alucina contemplar la Creación, por su grandeza, misterio, su belleza, su fuerza y precisión inexplicable. Como soy de tierra adentro, me llama mucho la atención el mar, y si algún verano tengo ocasión de acercarme a un litoral, lo hago. Siento un placer inmenso al pasearme temprano, con los pies descalzos, por la playa contemplando la inmensidad del mar, disfrutando de su susurro y de su paz. Cuando algún día ha bajado la marea es curioso adivinar en la arena, por las huellas, si lo que pasó por allí antes que yo ha sido otra persona, un perro o un ave. Por las huellas que Dios deja en la Creación es fácil conocerle, porque esas huellas, como las de la playa, no se han hecho solas. ¿Podemos contar las estrellas? Los limitados conocimientos humanos, hasta hoy, calculan el número aproximado de estrellas del Universo son más de 200.000 trillones de estrellas. ¡Un número de 24 cifras! Se calcula que el Universo consta de diez millones de galaxias, cada una de las cuales consta de unos cien millones de estrellas. ¿Quién, sino Dios, es el autor de esta maravilla? ¿Podemos con fijeza mirar al sol que dista 150 millones de kilómetros de la tierra? ¿Observamos la precisión de los acontecimientos del cosmos? Un detalle asombroso: el cometa Halley, llamado así en honor del astrónomo Edmundo Halley que lo descubrió en 1662. Calculó su órbita y predijo aparecería junto a nosotros cada setenta y cinco años, y así ha sucedido. Pasó en marzo de 1986 y volverá a hacerlo en el año 2061. Otra huella, que alucina, es la velocidad de la luz, que según las leyes de la física, no puede superarse, por ser 300.000 km. por segundo. Todos los fenómenos de la atmósfera y de la naturaleza son inabarcables, incontrolables, insuperables. Afirma el Salmo 18 “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos”. Y así es.

      Toda la naturaleza está llena de maravillas. No sabe uno qué admirar más, si las maravillas grandes o pequeñas, si el tamaño y las velocidades de las estrellas del cielo, o la maravillosa constitución del átomo compuesto de electrones, protones, neutrones y demás partículas subatómicas de vida efímera; si la exactitud del movimiento de los astros, o el prodigioso instinto de las abejas para hacer las celditas hexagonales de su panal con la perfección que no podría superar el mejor ingeniero del mundo. Los sapientísimos instintos de los animales, y las leyes todas del Universo nos están gritando que han sido hechas por una gran inteligencia que, sin duda alguna, es Dios. Isaac Newton, matemático y físico inglés del siglo XVII, hablando del cosmos decía: “Hay que reconocer la voluntad y el dominio de un Ser inteligente y poderoso”. En otra ocasión se pregunta asombrado: “¿De dónde proviene todo ese orden, precisión y belleza que vemos en el cosmos? ¿no aparece claro que existe un Ser inteligente?”

      d) Las presencias de Cristo entre nosotros

      Estas presencias las tenemos, muy especialmente, en la sagrada Eucaristía y en los pobres y necesitados.

      En la Eucaristía, porque es el invento de amor y cercanía más grande, propio de Dios, que Jesús ha querido instituir para ser nuestra comida, prenda de vida eterna, que nos dé fuerzas en este “peregrinar por Cristo al Padre, llevando consigo a los hermanos”, como definía Manuel Aparici la vida cristiana. También, para ser el sacrificio constante de su amor redentor hacia nosotros. Y también, para ser su propia presencia física entre nosotros “hasta el final de los tiempos”, como Él nos ha prometido (cf. Mt 28, 20).

      No podemos tener la menor duda. Jesús mismo nos asegura: “Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre...”, como nos transmiten los cuatro evangelistas. “Yo soy el pan de vida... Yo soy el pan bajado del cielo... Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera... el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (cf. Capítulo 6 de san Juan).

      Tiene san Lucas en su Evangelio (22, 15) una afirmación impresionante cuando subraya la institución de la Eucaristía. Son unas palabras misteriosas y muy emotivas que desbordan el amor vivo y eficaz de Jesucristo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Es decir, Jesús, desde toda la eternidad ha pensado en su Eucaristía, como forma genial de estar junto a nosotros, de ahí que en el Antiguo Testamento se anuncie este Pan de diversas maneras y con significativos acentos (el sacrificio de pan y vino que ofrecía el sacerdote Melquisedec, las gavillas de espigas de Ruth, el pan que el cuervo llevaba al profeta Elías, el maná de los israelitas en el desierto...). Jesús sabía de antemano todo lo que supondría y sufriría en su Eucaristía: desprecios, abandonos, sacrilegios, profanaciones, desinterés de los suyos, misas mal celebradas, ofensas crueles... Sin embargo, Él con emoción manifiesta que “ardientemente ha deseado este momento”.

      La otra presencia viva de Jesucristo entre nosotros es entre los que su­fren. En todo su Evangelio lo enseña, lo reitera, lo demuestra, y todos nosotros lo conocemos, aunque hayamos leído poco su mensaje. Por eso me limito a recordar alguna de sus frases lapidarias: “Un precepto nuevo os doy: que os a­méis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente” (Jn 14, 34). “En verdad os digo que cuantas veces hagáis algo a uno de estos hermanos más pequeños, pobres, enfermos, niños, ancianos, presos, aban­donados, hambrientos, sedientos, necesitados, a mí me lo hacéis” (Mt 25, 40).

      Por tanto, si queremos encontrarnos con Jesús, ya sabemos que las principales presencias suyas son la Eucaristía y la Caridad, porque Él nos lo asegura, y los que le seguimos somos testigos de esta gran verdad, desbordando de gozo por la felicidad que esta realidad nos supone y por poder comunicárselo a los demás, haciéndoos caer en la cuenta en lo bondadoso, providente y genial que es nuestro Dios, que para estar junto a nosotros lo hace por estos medios tan profundos, pero a la vez, tan sencillos y posibles a todos aunque no tengamos medios, o vivamos aislados, tengamos poca o mucha cultura, seamos jóvenes o mayores. Os lo aseguro, esto es así y lo he vivido desde primera hora en mi vida en una situación muy precaria llegando a conocerle, tratarle y entusiasmarme con Él, como mi primer Amor, el cual mantengo vivo y creciente.

      1.2. La Iglesia es su prolongación aquí

      Siempre he tenido un cariño indecible a la Iglesia de Jesucristo, porque siempre he considerado que el colmo de la ternura de Dios para con nosotros es la institución de la Iglesia por su Hijo Jesucristo al llegar la plenitud de los tiempos, con el fin de ser su propia prolongación en la tierra y su propia presencia, es decir, el mismo Cristo glorioso y resucitado, su barca salvadora en el océano de esta vida mortal. Recuerdo de memoria la definición, tan sencilla como espléndida, del Catecismo católico: “La Iglesia es el pueblo de Dios que, con Jesucristo resucitado, y conducida por el Espíritu Santo, camina hacia Dios Padre en el cielo”.

      En las Sagradas Escrituras se nos revela que esta Institución divina y humana ya estaba en los planes de Dios desde el principio, como medio singular de poner su tienda entre nosotros. Podemos comprobarlo en Is 40, 1-11, en Ez 34, 1-31; o el capítulo 31 de Jeremías. Todas las figuras y definiciones bíblicas sobre la Iglesia son de una belleza y expresividad inigualables: agricultura, arada de Dios, viña elegida, edificación del Señor, familia de los hijos de Dios, templo de la Alianza, Jerusalén de arriba, Madre nuestra, Esposa del Cordero inmaculado, pueblo de Dios, Iglesia peregrina, Cuerpo Místico de Cristo...

      El Concilio Vaticano II al definir a la Iglesia como “Pueblo de Dios”, trata de restablecer el equilibrio que la eclesiología


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