El Carisma de Schoenstatt. P. Rafael Fernández de A.

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El Carisma de Schoenstatt - P. Rafael Fernández de A.


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hago algo separado de ella.12

      ¿Qué hay tras de todo esto?

      La fuerza del amor personal. El P. Kentenich lo expresa en un principio:

      Por la vinculación, por el vínculo con María, ir hacia la actitud mariana.

      Nosotros nos sumergimos en el corazón de María y como ella encarna este mundo donde lo natural y lo sobrenatural se unen y conjugan armónicamente, también nosotros vivimos ese mundo, que pasa a ser nuestro.

      Otras vivencias que él tuvo en sus crisis de juventud le permitieron captar con mayor claridad que lo que había sucedido con él y María tenía una importancia transcendental.

      Citemos ahora otro texto que se refiere explícitamente a esto:

      ¡Desvalimiento! Si recuerdo cómo todo ha ido creciendo: todo es un regalo extraordinariamente grande que el Padre Dios me ha dado: la mentalidad orgánica opuesta a la manera de pensar mecanicista. Esta fue la lucha personal de mi juventud. En ella pude vencer aquello que hoy conmueve a Occidente hasta en sus raíces más profundas. Dios me dio inteligencia clara. Por eso tuve que pasar durante años por pruebas de fe. Lo que guardó mi fe durante esos años fue un amor profundo y sencillo a María. El amor a María regala siempre, de por sí, esta manera de pensar orgánica. Las luchas terminaron cuando fui ordenado sacerdote y pude proyectar, formar y modelar en otros, el mundo que llevaba en mi interior. El constante especular encontró un saneamiento en la vida cotidiana. Este es además el motivo por qué conozco tan bien el alma moderna, aquello que causa tanto mal en Occidente. ¿A quién debo agradecer todo esto? Viene de arriba. Sin duda, de la Santísima Virgen. Ella es el gran regalo. De este modo pude, además de la enfermedad, experimentar también en mi propia persona, y muy abundantemente, la medicina…

      La misión tan manifiesta de Schoenstatt para el Occidente, especialmente para nuestra patria, frente al colectivismo que avanza poderosamente y que destruye todo, se encuentra frente a un muro que solo puede ser abierto si se aleja y vence el mencionado bacilo.13

      El P. Kentenich elabora esto ideológica y doctrinalmente, y luego lo entrega y aplica, pero en último término toda su espiritualidad y pedagogía se remontan a su vivencia de María.

      Nuestro padre constantemente cita el texto de la encíclica de Pio X, publicada el 2 de febrero de 1904,, en la cual afirma: “Dado que alcanzamos a través de María un conocimiento vital de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo”. Por esto él destaca ese “conocimiento vital de Cristo.”

      Más allá de lo expuesto, podemos preguntarnos dónde leyó el P. Kentenich y descubrió que María encarnaba la armonía de naturaleza y gracia.

      Es indudable que su experiencia estaba avalada por la meditación de la Palabra de Dios y, muy concretamente, en los textos que se referían a la Virgen María.

      Que él vivía y se alimentaba de la Palabra de Dios no cabe duda. Basta para comprobarlo leer su libro de oraciones Hacia el Padre donde esto se puede apreciar con mucha claridad.

      Por eso creemos que, el reflexionar sobre algunos pasajes marianos del Evangelio, puede ayudarnos a entender mejor la conclusión a la cual él llegó: ver a María como signo de una santidad en medio del mundo y como voluntad del Dios que nos redime, requiriendo nuestra cooperación.

      Revisemos el pasaje de la Anunciación. ¿Qué nos dice esta escena? Que Dios interviene en la historia y que interviene a través de personas. Y, mas todavía, personas a quienes él solicita su libre consentimiento.

      El ángel que Dios envía llama a la Santísima Virgen la “plena de gracia”, predilecta de Dios. Luego, el ángel Gabriel le explica lo que viene a proponerle. Y ella, ¿qué hace? Ante la propuesta del ángel piensa, discurre, pregunta cómo será aquello.

      Le expresa que ella había hecho una elección, al parecer incompatible con lo que le decía el ángel. Después de escuchar la explicación que le da el arcángel Gabriel, en el claroscuro de la fe, ella decide, dando su sí que mantendrá durante toda su vida. (cf. Lc. 1, 26-38)

      Dios interviene en la historia, pero no es un Dios que simplemente nos dicta lo que debemos hacer. Y no solo eso; ese Dios “histórico” solicita nuestra cooperación.

      Llama la atención la personalidad autónoma y clara de la Virgen. Ella no da simplemente su sí; lo hace con plena libertad.

      ¿Qué hace después la Virgen? ¿Se queda rezando, meditando a solas? No. Parte presurosa a través de la montaña, aun siendo una jovencita, y recorre más o menos cien kilómetros de distancia ella sola, probablemente a pie y, en el mejor de los casos, en una caravana. ¿Para qué? ¿Para contar lo sucedido? No, va a hacer un servicio netamente humano: va a acompañar y ayudar a su anciana prima Isabel que está encinta. Y, en el momento en que dé a luz, ella le ayudará, ocupándose, al mismo tiempo, de los quehaceres domésticos y de Zacarías, el esposo de Isabel. María será la partera.

      ¿Y qué pasa al llegar María a casa de su prima? Saluda a Isabel, como cualquiera lo hace al llegar a una casa. Isabel se llena del Espíritu Santo, reconociéndola como la Madre elegida del Mesías. (cf Lc. 1, 39-56)

      Entonces se da una unidad extraordinaria de lo divino y de lo humano. María abre su corazón y se muestra alegre, feliz… ¿Por qué?

      Porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí… Él que es Poderoso ha mirado mi pequeñez… (cf.Lc. 1,48)

      Esta es la concepción que ella tiene de sí misma. Ella está llena de alegría porque Dios ha actuado en ella.

      También se refiere a la historia de la salvación, al Dios misericordioso que ha actuado en la historia de su pueblo, de generación en generación.

      Está consciente de la historia de su pueblo, de las intervenciones de Dios en él, de su fidelidad, de generación en generación.

      ¿Quién es el Dios que había descubierto María? Es el Dios de la historia. Se trata de una fe existencial; no es simplemente una fe de mandamientos, no es una fe de principios, no es simplemente una devoción. Eso es lo que vio en ella el P. Kentenich.

      ¿Y después, qué pasa? Otra escena: El nacimiento de Jesús, Dios y hombre, en Belén. Pensemos en María cuando tomaba en sus brazos y amamantaba a su hijo… ¿Cómo lo amaba? ¿Con un amor sobrenatural? Por supuesto ¿Y con un amor natural? Por cierto. ¿Un amor instintivo? Por supuesto… Un amor en el cual no se puede discernir si, en un momento, está como Madre de Dios y, en otro, como Madre de Jesús, con un amor instintivo, afectivo. Es un amor pleno, que abarca todas las posibilidades del amor divino y del amor humano, cuando abraza a su hijo. Ese es el amor de María, así ama María.

      Pensemos ahora en la escena de la pérdida del Niño Jesús en el templo, cuando ella y José buscan angustiados a su hijo. Lo encuentran en el templo y reciben una respuesta desconcertante. (cf. Lc. 2, 41-51)

      Así es Dios: un Dios que nos exige caminar en el claroscuro de la fe. A menudo quisiéramos tener todo claro, pero no es así. Es cierto que Dios interviene, pero no nos dice todo, no nos da un manual para hacer esto o lo otro. María tampoco entiende todo en ese momento, ¿Qué hace? Medita en su corazón qué significado podría tener ese acontecimiento. En el lenguaje kentenijiano, ella medita los acontecimientos de la vida, hace una “meditación de la vida”.

      ¡Vivió años con Jesús y José! ¡Ella, que es Reina de todos los santos, la cúspide de la humanidad, de la creación! ¡No existe ser humano alguno superior a ella! ¿Treinta años perdiendo el tiempo? ¿Por qué no hizo otra cosa? ¿Por qué Cristo no hizo otra cosa? Podría haberlo hecho.

      Algo quiere decirnos Dios con esta vida oculta. En nuestro lenguaje, nos habla de la santidad de la vida diaria, del día de trabajo, de la vida en el taller de Nazaret, de la vida como la familia de Nazaret. Ese tipo de santidad es lo que necesitamos hoy.

      Estas son las vivencias que va descubriendo el P. Kentenich.

      Entretanto,


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