El odio que das. Angie Thomas

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El odio que das - Angie Thomas


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con pesadillas una y otra vez. Mamá me recuerda que respire, como lo hacía antes de que me curara del asma. Creo que se queda en mi habitación toda la noche, porque cada vez que despierto, está sentada junto a mí.

      Pero esta vez no está. Mis ojos pugnan contra la luminosidad de mis paredes azul neón. El reloj dice que son las cinco de la mañana. Mi cuerpo está tan acostumbrado a despertarse a las cinco que no le importa si es sábado.

      Me quedo mirando las estrellas que brillan en la oscuridad adheridas al techo, tratando de recapitular la noche anterior. Por mi cabeza pasan la fiesta, la pelea, Ciento Quince obligando a Khalil y a mí a detenernos. El primer disparo resuena en mis oídos. El segundo. El tercero.

      Estoy acostada en la cama. Khalil está acostado en la morgue del condado.

      También Natasha terminó ahí. Sucedió hace seis años, pero todavía recuerdo cada detalle de ese día. Yo estaba barriendo el suelo en nuestra tienda, ahorrando para comprarme mi primer par de Jordan, cuando entró corriendo Natasha. Era regordeta (su madre decía que eran sus michelines de bebé), de piel oscura, y llevaba el pelo en trenzas que siempre parecían recién hechas. Yo me moría por tener unas trenzas como las suyas.

      —Starr, ¡ha estallado la boca de riego de la calle Elm! —exclamó.

      Eso era como decir que teníamos un parque acuático gratis. Recuerdo que miré a papá y le rogué en silencio. Me dijo que podía ir, con tal de que prometiera volver en una hora.

      Creo que nunca vi el agua dispararse tan alto como ese día. Casi toda la gente del barrio estaba ahí. Se divertían sin más. Al principio fui la única que notó el coche.

      Un brazo tatuado se estiró por la ventana trasera, sosteniendo una Glock. La gente corrió. Pero yo no. Mis pies se volvieron parte de la acera. Natasha estaba chapoteando en el agua, feliz. Luego…

       ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

      Me lancé hacia un rosal. Para cuando me levanté, alguien estaba gritando: ¡Llamad al cero sesenta y uno! Al principio pensé que era yo, porque tenía sangre en la camisa. Me había arañado con las espinas del rosal, pero eso fue todo. Se trataba de Natasha. Su sangre se empezó a mezclar con el agua, y lo único que podía verse era un río rojo que bajaba corriendo por la calle.

      Parecía asustada. Teníamos diez años, y no sabíamos qué pasaba después de morir. Joder, todavía no lo sé, y ella se vio obligada a descubrirlo, aunque no lo quisiera.

      Sé que no quería que sucediera, y Khalil tampoco lo quería.

      Mi puerta se abre con un crujido y mamá se asoma. Intenta sonreír.

      —Mira quién se ha despertado.

      Se hunde en el lugar de siempre de la cama y me toca la frente, aunque no tengo fiebre. Se pasa tanto tiempo cuidando a niños enfermos que es su primer instinto.

      —¿Cómo te sientes, Munch?

      Ese apodo. Quiere decir masticar, y eso es lo que mis padres juran que hacía todo el tiempo después de que dejara de tomar el biberón. Ahora ya he perdido mi gran apetito, pero el apodo no.

      —Cansada —le digo. Mi voz suena demasiado grave—. Quiero quedarme en cama.

      —Lo sé, nena, pero no quiero que estés aquí sola.

      Eso es lo único que quiero: estar sola. Se me queda mirando, pero siento como si mirara a la que solía ser, a su niñita de coletas y dientes torcidos que juraba ser una Supernena. Es extraño, pero también es como una manta en la que quisiera que me envolvieran.

      —Te quiero —dice.

      —Yo también.

      Se levanta y extiende las manos.

      —Vamos. Hay que prepararte algo de comer.

      Caminamos lentamente hacia la cocina. Jesús Negro está colgado de la cruz en una pintura sobre la pared del pasillo y, en la foto que está junto a él, Malcolm X sostiene una escopeta. Nana todavía se queja de que esas imágenes estén colgadas una junto a la otra.

      Vivimos en su antigua casa. Se la dejó a mis padres después de que mi tío Carlos la llevara consigo a su gigantesca casa del barrio residencial. El tío Carlos siempre estaba intranquilo porque Nana vivía sola en Garden Heights, en especial por los allanamientos y robos que parecen sucederle más a la gente mayor. Pero Nana no se considera vieja. Se negó a irse, diciendo que era su hogar y que ningún maleante la iba a echar de ahí, ni siquiera cuando entraron y le robaron la televisión. Un mes después, el tío Carlos dijo que él y la tía Pam necesitaban que ella les ayudara con los niños. Como, según Nana, la tía Pam no es capaz de cocinar una mierda para alimentar a esas pobres criaturas, finalmente accedió a mudarse. Pero nuestra casa no ha perdido su esencia, con su aroma permanente a pétalos, papel tapiz de flores y detalles en rosa en casi todas las habitaciones.

      Papá y Seven están hablando en la cocina. Se callan en cuanto entramos.

      —Buenos días, mi niña —papá se levanta de la mesa y me besa en la frente—. ¿Has dormido bien?

      —Sí —le miento mientras me guía hasta una silla. Seven sólo se me queda mirando.

      Mamá abre el frigorífico, cuya puerta está repleta de menús de comida para llevar e imanes con forma de fruta.

      —Muy bien, Munch —me dice—, ¿quieres beicon de pavo o normal?

      —Normal —me sorprende que me den la opción. Nunca comemos cerdo. No somos musulmanes, sino algo así como crisulmanes. Mamá se volvió miembro de la Iglesia de Cristo antes de que yo naciera. Papá cree en Jesús Negro, pero sigue el Programa de los Diez Puntos de los Panteras Negras más que los Diez Mandamientos. Coincide en algunas cosas con la Nación del Islam, pero no ha podido superar el hecho de que quizá fueron ellos los que mataran a Malcolm X.

      —Cerdo en mi casa —refunfuña papá, y se sienta junto a mí. Seven esboza una sonrisita burlona frente a él. Seven y papá parecen esas fotos que muestran la progresión de la edad, las que te muestran cuando alguien ha desaparecido durante mucho tiempo. Basta meter a mi hermanito, Sekani, ahí dentro, y tienes a la misma persona a los ocho, a los diecisiete y a los treinta y seis años. Son morenos oscuro, esbeltos, y tienen cejas gruesas y pestañas largas que casi parecen femeninas. Las rastas de Seven están lo suficientemente largas como para darle una mata de pelo tanto a papá, calvo, como a Sekani, que tiene el pelo corto.

      En cuanto a mí, es como si Dios hubiera mezclado los tonos de piel de mis padres en una cubeta de pintura para obtener mi tez medio morena. Heredé las pestañas de papá… aunque también tengo la maldición de sus cejas. Aparte de eso, me parezco principalmente a mamá, con ojos grandes de un tono marrón y una frente quizás un poco demasiado amplia.

      Mamá camina por detrás de Seven y le aprieta el hombro.

      —Gracias por quedarte con tu hermano anoche para que pudiéramos… —se le quiebra la voz, pero el recordatorio de lo que pasó queda suspendido en el aire. Se aclara la garganta—. Lo apreciamos mucho.

      —No hay problema. Me urgía salir de casa.

      —¿King pasó la noche allí? —pregunta papá.

      —Como si se hubiera mudado, en realidad. Iesha estaba hablando de cómo podían ser una familia…

      —Eh —dice papá—. Es tu madre, niño. No la llames por su nombre como si fueras un adulto.

      —Alguien necesita ser un adulto en esa casa —dice mamá. Saca una sartén y lanza un grito por el pasillo—. Sekani, es la última vez que te lo digo. Si quieres ir a casa de Carlos a pasar el fin de semana, ¡más vale que te levantes! No voy a llegar tarde al trabajo por tu culpa —supongo que tiene que hacer un turno de día para compensar el de anoche.

      —Papá, ya sabes lo que va a pasar —dice Seven—. Él la golpeará y ella lo echará de casa. Luego él regresará diciendo que ya ha cambiado. La única


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