Las niñas prodigio. Sabina Urraca

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Las niñas prodigio - Sabina Urraca


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la calle y el orfanato. Siempre ha pertenecido a la plebe. Se sorprende cuando descubre que, gracias a su encanto personal y a su bello corazón, no es en absoluto una criada, sino una niña rica, la protegida del señor, la reina de la fiesta que hace que suene la música y toda la servidumbre entre en ese estado de euforia bailonga.

      Un día, viendo los trozos de película que habían pasado la censura del claqué, se me heló el alma. No solo habían muerto las posibilidades de ser una pequeña estrella del baile, sino que ni siquiera podía ya aspirar al más bajo rango de la película. Quizás conseguiría que me contratasen como criada en la mansión, y limpiaría bien, eso seguro. Pero al final del día estaría con los nervios tan destrozados de aguantar la ansiedad y el cerebro rugiendo a mil revoluciones, que me derrumbaría sollozando sobre el hombro de alguna de las otras criadas. Me despedirían. Imaginaba a la otra criada intentando consolarme con la frialdad y el extrañamiento de un psicólogo al que casi no conoces y de pronto te tiene sollozando entre sus brazos. Poco a poco, me iba viendo expulsada de las películas de las que, en un momento de mi infancia, soñé ser el centro. Ni siquiera podía sostener ya los papeles secundarios.

      Fui al centro de salud. Expuse mi situación a dos enfermeras y una médico, las tres muy jóvenes y pulcras. Lo resumí así:

      —Una noche me metí todo lo que me pusieron por delante. Dos días después me desmayé en el metro y después de eso llevo casi un mes sin poder caminar por la calle. Me tuerzo. Y si cierro los ojos, me caigo.

      Me preguntaron qué sustancias había tomado. No conocían prácticamente ninguna.

      Mientras hablaba, veía cómo la doctora tomaba notas en una ficha:

      «Dice haber consumido espich».

      Expliqué que también había tomado MDMA y cocaína.

      —¿NBA? ¿Cómo se toma?

      Contuve la impaciencia.

      —Es éxtasis.

      Me miraron interrogantes y un poco censuradoras, como si estuviese diciendo: «Éxtasis. Es la monda».

      —Son unos polvitos blancos. Todos metemos el dedo mojado en un montoncito y después nos lo llevamos a la boca.

      Me miraron espantadas.

      —¿Sabes las enfermedades que os podéis contagiar así?

      Después me preguntaron si había querido suicidarme. También si me dolían las piernas. Respondí que no a ambas cosas.

      —Entonces, ¿por qué no puedes caminar?

      Apreté los dientes. Con un tono de voz desquiciado y violento, demasiado alto para los estándares de un centro de salud, grité algo ininteligible.

      Una de las enfermeras me ayudó a levantarme y me guio con decisión hacia la sala de espera. Al salir, me giré y grité, conteniendo el llanto y dirigiéndome a la doctora:

      —¡Y se escribe speed! ¡Como «rápido»!

      Me miró asombrada, protegiendo el papel del informe contra su cuerpo.

      De Urgencias me mandaron al centro de salud mental de mi barrio. En la fachada, junto a la puerta, alguien había escrito, en grandes letras rojas: «Estoy mu loco».

      El psiquiatra estaba aburrido de mí incluso antes de oírme hablar. Me dijo que teníamos media hora. Decidí aprovecharla e intenté comprimir TODO en ese tiempo. Le hablé de las drogas, pero también de Annie y de mi incapacidad para ver las partes de claqué de la película. Eso me llevó a Punky Brewster y a cómo mi pubertad se había acelerado por su culpa. Pensé que, como profesional de la mente, le resultaría fascinante ver hasta qué punto era sugestionable mi cuerpo.

      Se levantó de golpe y me pidió que esperara un momento.

      Cerró la puerta. Le oí entrar en la consulta de al lado. Me levanté y pegué la oreja a la pared. Pensé que habría ido en busca de algún especialista en trastornos psicosomáticos. En unos minutos vendría alguien a darme comprensión y una pastilla milagrosa que disolvieran aquella pesadilla.

      Lo oí prepararse un café y quejarse de su día a una compañera. Ella preguntó algo que no conseguí oír con claridad.

      El psiquiatra contestó en un tono de abatimiento:

      —Muy largo y lioso… Dice que de pequeña quería ser como Blancanieves… Esas cosas de Disney…

      Un día, a media tarde y solo a duras penas, conseguí bajar al andén del metro. Mientras vadeaba como podía el ataque de pánico que se me embutía en el pecho cada vez que veía el tren acercándose, escuché a dos mujeres que hablaban a mi lado. Una dijo, desesperada:

      —¿Te puedes creer que llevamos cuatro meses comiendo pollo todos los días y él no se ha dado ni cuenta?

      Sonaba a ultimátum, a mujer a punto de romperse, a fin del amor. Me di cuenta de lo jodida que estaba. La imagen de esa mujer levantándose cada mañana y siendo capaz de preparar un pollo me llenaba de una envidia oscura. Salí del vagón antes de que cerraran las puertas y llegué tambaleándome al supermercado. Empezaba un plan de doce pasos para salvar mi vida en el que cada paso era un pollo asándose en el horno.

      El Carrefour atestado de gente me hizo entornar los ojos de terror. Trastabillé entre las estanterías, parándome a cada rato para respirar hondo. Compré un pollo de corral, dos cebollas y una botella de aceite de oferta. En la cola me vi reflejada en las columnas de espejos y me sorprendió lo mucho que me parecía a mi abuela: un ojo un poco más cerrado que otro, la manifestación externa de un sufrimiento atroz removiéndose bajo la superficie.

      Ya en casa, puse el horno a precalentar y empecé a sofreír la cebolla en una sartén. Embadurné la bandeja en aceite y coloqué el pollo encima. Al dejar de nuevo la botella en la repisa reparé en la etiqueta. Bajo unas letras blancas sobre fondo verde, en las que se leía «El molino de Bertín», el retrato de Bertín Osborne me sonreía con su sonrisa de hijo de puta, diciéndome:

      —Yo también me he metido de todo por la tocha, pero a mí me ha sentado bien y hasta me he montado una granja. ¡Ja!

      Yo era la foca, aún agonizante, lanzada una y otra vez por los aires, con la orca esperando debajo para volverme a lanzar. Sobre la bandeja del horno, flotando en una capa de aceite, el pollo se deslizaba lentamente, cediendo a la inclinación del suelo.

      5

      Henri

      Junto a la puerta de entrada, sobre el aparador, había una pieza funeraria vasca. Era una talla de madera con formas geométricas labradas. Tenía una vela larga y flexible enrollada alrededor, semejante a un gusanito color carne. Lo que tardase en consumirse la vela era lo que tenía que durar el velatorio del muerto.

      Mis padres nunca la encendían. Este cerillero de difuntos —para mi madre— o argizaiola —para mi padre— era, como el escudo del apellido de familia sobre la chimenea o las antiguas abarcas de campesina, parte de la colección que daba testimonio de su esfuerzo por no dejar de ser vascos después de más de diez años en la isla.

      —Kaixo, zer moduz? —me saludaba mi padre en la puerta del colegio.

      Entonces debía deshacerme del personaje que había sostenido durante todo el día y sentir la sangre vasca fluyendo por mi cuerpo (sí, tenía que imaginarla fluyendo, verme a mí misma nadando por mis propias venas, como en El chip prodigioso), antes de responder:

      —Ondo.

      Que quiere decir «bien». Aunque después de haberme sumergido en mi propio sistema circulatorio, de ver la sangre golpeando las paredes de mis venas y de volver de nuevo al bullicio de la salida del colegio, nunca me sentía muy en forma.

      Iba al País Vasco a pasar el verano y veía que nadie tenía en su casa una vela funeraria como la que tenían mis padres, ni siquiera mis abuelos. Los salones, en general, eran luminosos y claros. Ni rastro de la capa de polvo y respeto que rodeaba los


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