Las niñas prodigio. Sabina Urraca

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Las niñas prodigio - Sabina Urraca


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descubrí que me gustaba ser una mujer desconocida.

      Él alzo su vaso para brindar conmigo, contó algo larguísimo en francés, que, por la entonación, sonaba a chiste. Cuando terminó, me reí por acto reflejo. Él soltó una carcajada profunda, inclinándose mucho hacia atrás.

      Antes de venir a vivir a España, Henri y su exmujer, Anne, habían sido una pareja de cómicos bastante conocida en pueblos turísticos de la costa francesa. A veces también actuaban en cruceros. Por mi casa había alguna de las cintas de casete que se vendían después de los espectáculos. En la carátula se los veía apoyados el uno en el otro, empuñando unas maracas. Debajo, en letras barrocas, se leía: «Les Vial». Y más abajo, en una fuente menor: Rire c´est une chose à deux.

      Henri se bebió su copa en dos tragos. Yo daba pequeños sorbos a la mía. En una de las esquinas del aparador había una cajita roja en forma de corazón que no había visto antes.

      —¿Te gusta?

      Lo dijo con un asomo de desprecio, como queriendo dar a entender que aquella caja era una baratija. La abrí. Empezó a sonar una musiquilla aguda, una especie de melodía regional. En el interior de la caja, una pequeña vasquita de plástico con el vestido típico de hilandera giraba sobre sí misma. Debajo, encajado en una ranura, había un anillo de oro. Alrededor de la muñeca, el terciopelo granate que forraba la caja estaba absolutamente anegado de ceniza. Pero él no parecía darse cuenta. Me miraba sonriente, esperando mi reacción. La cerró y me la puso en la mano.

      —Toma. Para ti.

      Coloqué la cajita de corazón en el estante más alto de mi cuarto. A veces la bajaba y la abría. El terciopelo granate, que había limpiado a conciencia, resplandecía alrededor de la muñeca, que giraba con su cofia como bendiciendo el anillo. Había un momento en el que la melodía se volvía aguda, muy triste, y algo me zarandeaba por dentro. Buscaba una y otra vez ese vuelco al corazón. Esa muñeca era yo y estaba segura de que Henri lo sabía, porque recordaba perfectamente aquel día de Santo Tomás en el que me emborrachó. «Henri, dile al vino que pare». Ahora también, al verlo casi muerto tirado en el suelo o dormitando en el sofá, le pedía al vino que parara y lo dejase de una vez. No me atrevía a tocarlo, pero algunas noches me dormía pensando en lavarlo también a él. Imaginaba que cogía sus mejillas y las estiraba, dejando al descubierto aquello que había escondido en los dos surcos que le flanqueaban la boca. Quería afeitar, frotar, desinfectar, besar. Tres cuartas partes del mal estaban en el vino, pero había una cuarta parte dentro de las grietas. Quizás la misma grasa que había entre las baldosas de su cocina. Una mezcla de pelo y tabaco.

      Para cuando cumplí trece años, Henri ya no venía nunca a cenar a nuestra casa, porque le avergonzaba su propio estado, pero de vez en cuando aparecía en alguna reunión de amigos. Yo siempre esperaba una sonrisa cómplice, pero a veces ni siquiera me saludaba.

      Un día, después de varias semanas sin pasarme por allí, intenté entrar en su casa, pero su propio cuerpo derrumbado en el suelo me impidió abrir la puerta. Volví a cerrar y abrí de golpe, con fuerza. Sonó un pequeño quejido. Abrí y cerré varias veces, golpeando su cuerpo. Después me fui. Cuando me senté a hacer los deberes, me di cuenta de que me temblaban las manos. Mi sudor era distinto al de otras veces: olía amargo, como a cebolla pasada. Fue la primera vez que olí así. Desde entonces la ira, la tensión, e incluso una felicidad nerviosa que me entra a veces, hacen que mi cuerpo produzca ese líquido extraño.

      Pasamos ese verano en el sur de la isla, cuatro familias apiñadas en cuatro bungalós casi idénticos: la misma madera demasiado barnizada, el mismo olor a tubería que no traga bien. Los Garmendia, con sus dos hijos mayores que yo, Andoni con su nueva esposa, Marina y Koldo con su hija Amaiur, y nosotros. Amaiur tenía once años, tres menos que yo. Yo sabía que en el colegio hacía que la llamaran Amaia. Era disléxica, había suspendido seis y pasaba las tardes haciendo como que estudiaba bajo la mirada preocupada de su madre. Le echaban broncas larguísimas en euskera, y la gente de los bungalós cercanos miraba con curiosidad. Yo pasaba casi todo el tiempo sola, dando vueltas cerca de la playa sin bañarme, porque para hacerlo tenía que quitarme las gafas y temía resbalarme en las piedras. Para bañarme, debía elegir entre dos opciones: una, quitarme las gafas y que mi madre me acompañara dándome la mano hasta la orilla; o dos, ir hasta la orilla con mi madre y con las gafas puestas y, una vez metida en el agua, quitármelas y dárselas a mi madre.

      Comíamos a todas horas una ensaladilla de pollo y piña que Marina y mi madre habían aprendido a hacer ese verano. Yo la odiaba. Amaiur pasó el verano entero enfundada en un bañador rojo, sentada con sus piernas largas y morenas en desorden, garabateando en sus cuadernos de apoyo y comiéndose mi ensaladilla. Se quejaba de calor, le rogaba a su madre que la dejara ponerse bikini, pero ella le respondía que era demasiado pequeña. A mí me dejaban usar bikini, pero no quería porque me sentía enorme. Ocultaba mi cuerpo bajo una camiseta muy larga que me había comprado el verano anterior en el parque Astérix. Era blanca, con un dibujo inmenso que mostraba a un Obélix sonriente con un menhir cargado a la espalda.

      En mitad de la noche, detrás de los bungalós, rugió el motor de un coche.

      Por la mañana, al despertarme, Henri hacía gimnasia de espaldas a mí, en el porche de los Garmendia. Hacía algo más de un año que no lo veíamos porque había pasado una temporada en Bayona, con su madre. Estaba moreno, más fibroso que antes, y también había perdido algo de pelo, pero en conjunto me pareció más joven, como si fuese un niño recién llegado de un campamento: más alto, más guapo, más fuerte. Cansado pero contento. Amaiur, que ya peleaba con sus matemáticas en la mesa de la cocina del bungaló de sus padres, se asomó a la ventana.

      —Hola.

      No se dijeron kaixo, se dijeron hola. Aquella mañana Amaiur y Henri mantuvieron una conversación completa en castellano, como dos adultos fuera de nuestro pequeño mundo falso. No recuerdo de qué hablaron. Estupideces, algo acerca de los exámenes de Amaiur. Henri reía con complicidad. Él, en su internado de Deusto, también había sido un mal estudiante.

      Solo al final, antes de que yo saludase, haciendo patente mi presencia, Henri le dijo una frase en euskera.

      —Zenbat handitu zara.

      Que significa: «cuánto has crecido».

      Aquellos días comimos todos juntos en el restaurante de pescadores cercano a la playa. Se acabó la ensaladilla de pollo y piña. Henri invitaba. Bebía poco, solo una cerveza durante la comida y a veces algún licor con el café. Había iniciado un nuevo negocio, algo de venta de productos franceses en España, y volvía a vivir a la isla después del verano. Tenía una nueva energía, aún más sarcástica que antes, y todos reían sus bromas irreverentes, escandalizados y encantados.

      Por las tardes salíamos todos de excursión por los alrededores, pero siempre a los mismos sitios. Íbamos al pueblo cercano, siempre al mismo bar, y nos parábamos a mirar los patos del lago artificial que había en el minigolf. Un pato enfermo, de un color más desvaído que los demás, lanzaba unos graznidos doloridos que nos hacían mucha gracia. Amaiur nunca venía. Sus padres se turnaban para quedarse con ella y ocuparse de que hiciera los deberes. Una noche, Henri le habló a Amaiur del pato enfermo del minigolf. Imitó su graznido de dolor. Amaiur reía.

      Henri salió del agua corriendo, como siempre, e hizo los ejercicios de aquella gimnasia nueva a la que se había aficionado. En la orilla, sin gafas, lo veía como una mancha borrosa. Me pareció que me miraba y le sonreí, pero no supe si había respondido a mi sonrisa. Cogió la toalla de mi padre y desapareció entre los árboles en dirección a los bungalós. Imaginé que iba a esconderla y me reí por dentro.

      Volví de la playa la primera. Amaiur no estaba. Sus cuadernos de deberes estaban tirados descuidadamente sobre la mesita del porche. Algunas hojas habían volado fuera. Una me pasó frente a los ojos. «Máximo común denominador», leí. Debajo había una división mal hecha, abandonada a medias. Cogí el lápiz y la repetí, al lado, bien hecha, con mis números rectos y pulcros. Oí a Koldo y Marina discutiendo en su bungaló. Ella llevaba las llaves del coche en la mano y las agitaba mientras le gritaba a su marido.

      —No


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