Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen


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que su voz y expresión parecieron agrandar sus encantos, aunque ya era extraordinariamente buen mozo. Si hubiera sido viejo, feo y del montón, también habría contado con la gratitud y amabilidad de la señora Dashwood por cualquier acto de atención hacia su hija; pero la influencia de la juventud, la belleza y elegancia prestó un nuevo interés a su acción, que la conmovió todavía más.

      Le agradeció una y otra vez, y con la dulzura de trato que le era normal, lo invitó a sentarse. Pero él declinó hacerlo, en consideración a que estaba sucio y mojado. La señora Dashwood le rogó entonces le dijera con quién debía estar agradecida. Su nombre, replicó él, era Willoughby, y su hogar en ese entonces estaba en Allenham, desde donde él esperaba le permitiera el honor de visitarlas al día siguiente para averiguar cómo continuaba la señorita Dashwood. El honor fue rápidamente concedido y él partió, haciéndose todavía más atractivo, en medio de una intensa lluvia.

      Su prestancia varonil y más que común gracia se hicieron enseguida tema de común admiración, y las risas a costa de Marianne que despertó su galantería recibieron particular estímulo de sus encantos externos. Marianne misma había visto menos de su apariencia que el resto, porque la confusión que coloreó su rostro cuando él la levantó le había impedido mirarlo después de que entraron en la casa. Pero había visto lo suficiente de él para sumarse a la admiración del resto, y lo hizo con esa energía que siempre adornaba sus elogios. En apariencia y aire era igual que su fantasía había siempre atribuido al héroe de sus relatos favoritos; y el haberla cargado a casa con tal desparpajo previo revelaba una rapidez de pensamiento que en forma muy especial despertaba en ella un ánimo favorable a él. Todas las circunstancias que le eran propias lo hacían atractivo. Tenía un buen nombre, su residencia estaba en el villorrio que preferían por sobre los demás, y mucho después Marianne descubrió que de todas las vestimentas masculinas, la más seductora era una chaqueta de caza. Se encendía su imaginación, sus reflexiones eran agradables, y el dolor de un tobillo torcido perdió toda consideración.

      Esa mañana sir John acudió a visitarlas tan pronto como la siguiente brevedad de buen tiempo le permitió salir de casa. Tras relatarle el accidente que tuvo Marianne, le preguntaron con interés si conocía en Allenham a un caballero de nombre Willoughby.

      —¡Willoughby! —exclamó sir John—. ¿Es que él está aquí? Pero qué buenas noticias; cabalgaré hasta su casa mañana para invitarlo a cenar el jueves.

      —¿Usted lo conoce, entonces? —preguntó la señora Dashwood.

      —¡Conocerlo! Claro que sí. ¡Pero si viene todos los años!

      —¿Y qué clase de joven es?

      —Le aseguro que una persona tan bondadosa como el que más. Un tirador bastante aceptable, y no hay jinete más valiente en toda Inglaterra.

      —¡Y eso es todo lo que puede confesar de él! —exclamó Marianne enfadada—. Pero, ¿cómo son sus modales cuando se lo conoce de forma más íntima? ¿Cuáles son sus ocupaciones, sus talentos, cómo es su espíritu?

      Sir John estaba algo embrollado.

      —Por mi vida —dijo—, no lo conozco tanto como para saber eso. Pero es una persona agradable, amable, y tiene una perrita pointer de color negro que es lo mejor que he visto. ¿Iba con él hoy?

      Pero Marianne era tan incapaz de satisfacer su curiosidad en cuanto al color del perro del señor Willoughby, como lo era él respecto a descubrir las facetas de la mente del joven.

      —Pero, ¿quién es él? —preguntó Elinor—. ¿De dónde procede? ¿Posee una casa en Allenham?

      —Sobre este punto podía informarlas más sir John, y les dijo que el señor Willoughby no poseía propiedades personales en la región; que residía allí solo mientras visitaba a la anciana de Allenham Court, de quien era pariente y cuyos bienes heredaría. Y añadió:

      —Sí, sí, vale la pena pescarlo, le aseguro, señorita Dashwood; es dueño, además, de una hermosa propiedad en Somersetshire; y si yo fuera usted, no se lo cedería a mi hermana menor a pesar de todo su dar tumbos cerro abajo. La señorita Marianne no puede pretender quedarse con todos los hombres. Brandon se pondrá celoso si ella no va con más tiento.

      —No creo —dijo la señora Dashwood, con una sonrisa alegre—, que ninguna de mis hijas vaya a incomodar al señor Willoughby con conatos de atraparlo. No es una ocupación para la que hayan sido criadas. Los hombres están muy a salvo con nosotras, sin importar cuán ricos sean. Me alegra saber, sin embargo, por lo que usted dice, que es un joven respetable y alguien cuyo trato no será de desdeñar.

      —Creo que es una persona tan bondadosa como el que más —repitió sir John—. Recuerdo la última Navidad, en una pequeña reunión en Barton Park, en que él bailó desde las ocho hasta la cuatro sin descansar ni una vez.

      —¿Es cierto? —exclamó Marianne brillándole los ojos—. ¿Y con prestancia, con espíritu?

      —Sí; y estaba otra vez en pie a las ocho, preparado para salir a caballo.

      —Eso es lo que me agrada; así es como debiera ser un joven. Sin importar a qué esté dedicado, su entrega a lo que hace no debe saber de moderaciones ni dejarle ninguna sensación de cansancio.

      —Ya, ya, estoy viendo cómo va a ser —dijo sir John—, ya veo cómo será. Usted se propondrá echarle el lazo ahora, sin pensar en el pobre Brandon.

      —Esa es una expresión, sir John —dijo Marianne acaloradamente— que me disgusta sobre todo. Detesto todas las frases hechas con las que se intenta demostrar agudeza; y “echarle el lazo a un hombre”, o “hacer una conquista”, son las más despreciables de todas. Se inclinan a la vulgaridad y mezquindad; y si alguna vez pudieron ser consideradas bien construidas, hace mucho que el tiempo ha destruido toda su agudeza.

      Sir John no entendió mucho esta pulla, pero rio con tantas ganas como si lo hubiera hecho, y después replicó:

      —Sí, sí, me atrevo a decir que usted, de una forma u otra, va a hacer bastantes conquistas. ¡Pobre Brandon! Ya está suficientemente prendado de usted, y le aseguro que bien vale la pena echarle el lazo, a pesar de todo este andar rodando por el suelo y torciéndose los tobillos.

      Capítulo X

      El “salvador” de Marianne, según los términos en que con más donaire que precisión ensalzara Margaret a Willoughby, llegó a la casa muy temprano a la mañana siguiente para interesarse personalmente por ella. Fue recibido por la señora Dashwood con algo más que amabilidad: con una deferencia que las palabras de sir John y su propia gratitud inspiraban; y todo lo que tuvo lugar durante la visita llevó a darle al joven plena seguridad sobre el buen sentido, elegancia, trato afectuoso y comodidad hogareña de la familia con la cual se había relacionado por un azar. Para convencerse de las prendas personales de que todas hacían gala, no había necesitado una segunda entrevista.

      La señorita Dashwood era de tez delicada, rasgos regulares y una figura extraordinariamente bonita. Marianne era más hermosa todavía. Su silueta, aunque no tan correcta como la de su hermana, al tener la ventaja de la altura era más atractiva; y su rostro era tan embelesador, que cuando en los tradicionales panegíricos se la llamaba una niña hermosa, se faltaba menos a la verdad de lo que suele pasar. Su cutis era muy moreno, pero su transparencia le daba un extraordinario brillo; todas sus facciones eran perfectas; su sonrisa, dulce y atractiva; y en sus ojos, que eran muy oscuros, había una vida, un espíritu, un afán que difícilmente podían ser contemplados sin complacencia. Al comienzo contuvo ante Willoughby la expresividad de su mirada, por el aturdimiento que le producía el recuerdo de su ayuda. Pero cuando esto pasó; cuando recuperó el control de su espíritu; cuando vio que a su perfecta educación de caballero él unía la sinceridad y vivacidad; y, sobre todo, cuando le escuchó afirmar que era locamente aficionado a la música y al baile, le dio tal mirada de aprobación que con ella aseguró que gran parte de sus palabras estuvieran dirigidas a ella durante el resto de su estancia.

      Lo único que hacía falta para obligarla a hablar era sacar a la luz cualquiera de sus diversiones favoritas.


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