Novelas completas. Jane Austen
Читать онлайн книгу.lo habría dicho, no me cabe la menor duda, si yo lo hubiera preguntado; pero ocurre que son cosas de las cuales yo ya sabía.
—Quizá —dijo Willoughby— sus observaciones se hayan ampliado a la existencia de nababs, mohúres1 de oro y palanquines.
—Me atrevería a decir que sus observaciones han ido mucho más allá de su imparcialidad, señor Willoughby. Pero, ¿por qué le molesta?
—No me molesta. Al contrario, lo considero un hombre muy respetable, de quien todos hablan bien y en el cual nadie se fija; que tiene más dinero del que puede gastar, más tiempo del que sabe cómo utilizar, y dos abrigos nuevos cada año.
—A lo que se puede agregar —exclamó Marianne— que no tiene ni empuje, ni gusto, ni espíritu. Que su mente es opaca, sus sentimientos sin calor, su voz inexpresiva.
—Ustedes predicen cuáles son sus imperfecciones de manera tan general —replicó Elinor—, y en tal medida apoyados en la fuerza de su imaginación, que los elogios que yo puedo hacer de él resultan por comparación fríos e insípidos. Lo único que puedo decir es que es un hombre equilibrado, bien educado, cultivado, de trato agradable y, así lo creo, de corazón tierno.
—Señorita Dashwood —protestó Willoughby—, ahora me está tratando con muy poca deferencia. Intenta desarmarme con razones y convencerme contra mi voluntad. Pero no servirá. Descubrirá que mi empecinamiento es tan grande como su habilidad. Tengo tres motivos irrefutables para que me desagrade el coronel Brandon: me ha amenazado con que llovería cuando yo deseaba que hiciese buen tiempo; le ha encontrado fallos a la suspensión de mi calesa, y no puedo convencerlo de que me compre la yegua castaña. Sin embargo, si en algo la compensa que le diga que, en mi opinión, su carácter es magnífico en otros aspectos, estoy dispuesto a aceptarlo. Y en pago por una confesión que no deja de darme una cierta pesadumbre, usted no puede negarme el privilegio de que él me desagrade igual que antes.
Nabab: gobernador de una provincia en la India musulmana. Mohúr moneda de oro de la antigua India británica, equivalente a quince rupias de plata.
Capítulo XI
Poco habían pensado la señora Dashwood y sus hijas, cuando llegaron a Devonshire, que al poco tiempo de ser presentadas tantos compromisos llenarían su tiempo, o que la frecuencia de las invitaciones y lo continuo de las visitas les dejarían tan pocas horas para dedicarlas a ocupaciones serias. Pero, fue lo que sucedió. Cuando Marianne se recuperó, los planes de diversiones en casa y fuera de ella que sir John había estado pensando previamente, comenzaron a materializarse. Empezaron los bailes privados en Barton Park y realizaron tantas excursiones a la costa como lo permitía un lluvioso octubre. En todos esos menesteres estaba incluido Willoughby; y el desparpajo y la familiaridad que tanta naturalidad prestaba a estas reuniones estaban calculados exactamente para dar cada vez mayor intimidad a su relación con las Dashwood; para permitirle ser testigo de las excelencias de Marianne, hacer más visible su viva admiración por ella y recibir, a través de la conducta de ella hacia él, la más plena seguridad de su cariño.
Elinor no podía sentirse sorprendida ante el apego entre los jóvenes. Tan solo deseaba que lo mostraran menos a las claras, y una o dos veces se atrevió a sugerir a Marianne la conveniencia de un cierto control sobre sí misma. Pero Marianne odiaba todo disimulo cuando la sinceridad no iba a conducir a un mal real; y empeñarse en reprimir sentimientos que no eran en sí mismos censurables le parecía no solo un esfuerzo inútil, sino también una lamentable sujeción de la razón a ideas equivocadas y ramplonas. Willoughby pensaba lo mismo; y en todo instante, el comportamiento de ambos era una perfecta ilustración de sus opiniones.
Cuando él estaba presente, ella no poseía ojos para nadie más. Todo lo que él hacía estaba perfecto. Todo lo que decía era sabio. Si sus tardes en la finca concluían con partidas de cartas, él se hacía trampas a sí mismo y al resto de los comensales para darle a ella una buena mano. Si el baile constituía la diversión de la noche, formaban pareja la mitad del tiempo; y cuando se veían obligados a separarse durante un par de piezas, se preocupaban de permanecer de pie uno junto al otro, y apenas hablaban una palabra con nadie más. Por supuesto, tal conducta los exponía a las constantes burlas de los otros, pero el ridículo no los avergonzaba y casi no parecía hacerles mella.
La señora Dashwood celebraba todos sus sentimientos con una dulzura que la privaba de todo deseo de controlar el excesivo despliegue de ellos. Para ella, tal abundancia no era sino la consecuencia natural de un intenso cariño en espíritus jóvenes y apasionados.
Esta fue la época de felicidad para Marianne. Su corazón estaba consagrado a Willoughby, y los atractivos que su compañía le conferían a su hogar actual parecían debilitar más de lo que antes había creído posible el sentimental apego a Norland que había traído consigo desde Sussex.
La felicidad de Elinor no era tan grande. Su corazón no estaba tan tranquilo ni era tan completa su satisfacción por las diversiones en que tomaban parte. No le habían procurado compañía alguna capaz de compensar lo que había dejado atrás, o de llevarla a recordar Norland con menos nostalgia. Ni lady Middleton ni la señora Jennings podían ofrecerle el tipo de conversación que le llenara, aunque la última era una conversadora infatigable y la cordialidad con que la había acogido desde un comienzo le aseguraba que gran parte de sus comentarios estuvieran dirigidos a ella. Ya le había repetido su propia historia a Elinor tres o cuatro veces; y si la memoria de Elinor hubiera estado a la altura de los medios que la señora Jennings desplegaba para acrecentarla, podría haber sabido desde los primeros momentos de su relación todos los detalles de la última enfermedad del señor Jennings y lo que le dijo a su esposa minutos antes de morir. Lady Middleton era más agradable que su madre únicamente en que no era tan habladora. Elinor necesitó observarla muy poco para darse cuenta de que su reserva era una simple tranquilidad en todos sus actos que nada tenía que ver con el buen juicio. Con su esposo y su madre era igual que con ella y su hermana; en consecuencia, la intimidad no era algo deseado ni buscado. Nunca tenía algo que decir que no hubiera dicho ya el día antes. Su insulsez era inalterable, porque incluso su ánimo permanecía siempre igual; y aunque no se oponía a las reuniones que organizaba su esposo, con la condición de que todo se desarrollara con finura y sus dos hijos mayores la acompañaran, esas ocasiones no parecían ofrecerle más placer que el que experimentaría quedándose en casa; y era tan poco lo que su presencia agregaba al placer de los demás a través de alguna participación en las conversaciones, que a veces lo único que les recordaba que estaba entre ellos eran los afanes que desplegaba alrededor de sus aburridos hijos.
Tan solo en el coronel Brandon, entre todos sus nuevos conocidos, encontró Elinor una persona merecedora de algún grado de respeto por sus capacidades, cuya amistad interesara cultivar o que pudiera constituir una compañía agradable. Con Willoughby no podía contarse. Tenía él toda su admiración y afecto, incluso como hermana; pero era un enamorado: sus deferencias pertenecían por completo a Marianne, e incluso un hombre mucho menos entusiasta que él podría haber sido en general más placentero. El coronel Brandon, para su desgracia, no había sido alentado de la misma forma a pensar solo en Marianne, y en sus conversaciones con Elinor encontró el mayor alivio a la total indiferencia de su hermana.
La compasión de Elinor por él se hizo cada día más presente, pues tenía fundamentos para sospechar que ya había conocido las miserias de un amor contrariado. Se originó esta sospecha en algunas palabras que sin proponérselo salieron de su boca una tarde en Barton Park, cuando por propia voluntad estaban sentados juntos mientras los otros bailaban. Miraba él fijamente a Marianne y, tras un silencio de algunos minutos, dijo con una casi inapreciable sonrisa:
—Su hermana, creo, no aprueba las segundas uniones.
—No —replicó Elinor—; sus opiniones son totalmente románticas.
—O más bien, según pienso, cree imposible su existencia.
—Así parece. Pero cómo se las ingenia para ello sin recordar en el carácter de su propio padre, que tuvo dos esposas, es algo que no sé. Unos pocos años más, sin embargo, sentará sus opiniones