Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen


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usted toma una decisión, Brandon —dijo sir John—, no hay forma de persuadirlo a que cambie de opinión, siempre lo he sabido. Sin embargo, espero que lo piense mejor. Recuerde que están las dos señoritas Carey, que han venido des de Newton; las tres señoritas Dashwood vinieron caminando desde su casa, y el señor Willoughby se levantó dos horas antes de lo acostumbrado, todos con el propósito de ir a Whitwell.

      El coronel Brandon volvió a repetir cuánto sentía que por su causa se malograra la excursión, pero al mismo tiempo declaró que ello era ineludible.

      —Y entonces, ¿cuándo estará de vuelta?

      —Espero que lo veamos en Barton —agregó su señoría— tan pronto como pueda dejar la ciudad; y debemos posponer la excursión a Whitwell hasta su regreso.

      —Es usted muy atenta. Pero tengo tan poca certeza respecto de cuándo podré hacerlo, que no me atrevo a comprometerme a ello.

      —¡Oh! Él tiene que volver, y lo hará —exclamó sir John—. Si no está de regreso a fines de semana, iré a buscarlo.

      —Sí, hágalo, sir John —exclamó la señora Jennings—, y así quizá pueda descubrir de qué se trata su negocio.

      —No quiero entrometerme en los asuntos de otro hombre; me imagino que es algo que lo deshonra...

      Avisaron en ese momento que estaban listos los caballos del coronel Brandon.

      —No pensará ir a la ciudad a caballo, ¿verdad? —añadió sir John.

      —No, solo hasta Honiton. Allí cogeré la posta.

      —Bien, como está decidido a irse, le deseo buen viaje. Pero habría sido mejor que cambiara de opinión.

      —Le aseguro que no está en mi poder hacerlo.

      Se despidió entonces de todo el grupo.

      —¿Hay alguna posibilidad de verla a usted y a sus hermanas en la ciudad este invierno, señorita Dashwood?

      —Temo que de ninguna manera.

      —Entonces debo decirle adiós por más tiempo del que deseara.

      Frente a Marianne solo inclinó la cabeza, sin proferir palabra.

      —Vamos, coronel —insistió la señora Jennings—, antes de irse, díganos a qué va.

      El coronel le deseó los buenos días y, acompañado de sir John, abandonó la habitación.

      Las quejas y lamentaciones que hasta entonces la buena educación había reprimido, ahora estallaron de forma generalizada; y todos convivieron una y otra vez en lo enojoso que era sentirse así de desairado.

      —Puedo adivinar, sin embargo, qué negocio es ese —dijo la señora Jennings con gran contento.

      —¿De verdad, señora? —dijeron casi al unísono.

      —Sí, estoy segura de que se trata de la señorita Williams.

      —¿Y quién es la señorita Williams? —preguntó Marianne.

      —¡Cómo! ¿No sabe usted quién es la señorita Williams? Estoy segura de que tiene que haberla oído nombrar antes. Es pariente del coronel, querida; una pariente muy próxima. No diremos cuán próxima, por temor a escandalizar a las jovencitas. —Después, bajando la voz un tanto, le dijo a Elinor—: Es su hija natural.

      —¡No puede ser!

      —¡Oh, sí! Y se le parece como una gota de agua a otra. Me atrevería a decir que el coronel habrá testado a su favor.

      Al volver, sir John se unió con gran entusiasmo al lamento general por tan desafortunado incidente; sin embargo, concluyó observando que como estaban todos juntos, debían hacer algo que los alegrara; y tras algunas consultas acordaron que aunque solo podían encontrar felicidad en Whitwell, podrían procurarse una aceptable tranquilidad de espíritu dando un paseo por el campo. Trajeron entonces los carruajes; el de Willoughby fue el primero, y nunca se vio más contenta Marianne que cuando se acomodó en él. Willoughby condujo muy deprisa a través de la finca, y muy pronto se habían perdido de vista; y nada más se supo de ellos hasta su regreso, lo que no ocurrió sino después de que todos los demás habían llegado. Ambos parecían entusiasmados con su paseo, pero dijeron solo en términos generales que no habían salido de los caminos, en tanto los otros habían ido hacia las colinas.

      Se acordó que al atardecer habría un baile y que todos deberían estar muy contentos durante todo el día. Otros miembros de la familia Carey llegaron a cenar, y tuvieron el placer de juntarse casi veinte a la mesa, lo que sir John observó muy alegre. Willoughby ocupó su lugar habitual entre las dos señoritas Dashwood mayores. La señora Jennings se sentó a la derecha de Elinor; y no llevaban mucho allí cuando se cruzó por detrás de la joven y de Willoughby y dijo a Marianne, en voz lo bastante alta para que ambos escucharan:

      —Los he descubierto, a pesar de todas sus patrañas. Sé dónde pasaron la mañana.

      Marianne enrojeció, y replicó con voz nerviosa:

      —¿Dónde, si me hace el favor?

      —¿Acaso no sabía usted —dijo Willoughby— que habíamos salido en mi calesa?

      —Sí, sí, señor “Descaro”, eso lo sé bien, y estaba decidida a descubrir dónde habían estado.

      —Espero que le guste su casa, señorita Marianne. Es muy grande, ya lo sé, y cuando venga a visitarla, espero que la haya amueblado de nuevo, porque le hacía mucha falta la última vez que estuve ahí hace seis años.

      Marianne se dio la vuelta en un estado de gran excitación. La señora Jennings rio de buena gana; y Elinor descubrió que en su insistencia por saber dónde habían estado, llegó a hacer que su propia sirvienta interrogara al mozo del señor Willoughby, y que por esa vía supo que habían ido a Allenham y pasado un buen rato paseando por el jardín y recorriendo la finca.

      A Elinor se le hacía difícil creer que ello fuera cierto, ya que parecía tan improbable que Willoughby propusiera, o Marianne aceptara, entrar en la casa mientras la señora Smith, a quien Marianne jamás había sido presentada, se encontrara allí.

      Tan pronto salieron del comedor, Elinor le preguntó sobre lo sucedido; y su sorpresa fue grande al descubrir que cada una de las circunstancias que había relatado la señora Jennings era completamente verdadera. Marianne se mostró bastante furiosa con su hermana por haberlo puesto en duda.

      —¿Por qué habías de pensar, Elinor, que no fuimos allá o que no vimos la casa? ¿Acaso no es eso lo que frecuentemente has querido hacer tú misma?

      —Sí, Marianne, pero yo no iría mientras la señora Smith estuviera allí, y sin otra compañía que el señor Willoughby.

      —El señor Willoughby, sin embargo, es la única persona que puede tener derecho a mostrar esa casa; y como fue en un carruaje descubierto, era imposible tener otro acompañante. Nunca he pasado una mañana tan feliz en toda mi vida.

      —Temo —respondió Elinor— que lo feliz de una ocupación no es siempre prueba de su corrección.

      —Al contrario, nada puede ser una prueba más segura de ello, Elinor; pues si lo que hice hubiera sido de alguna manera incorrecto, lo habría estado sintiendo todo el tiempo, porque siempre sabemos cuando actuamos mal, y con tal convicción no podría haber sido feliz.

      —Pero, mi querida Marianne, como esto ya te ha expuesto a algunas observaciones bastante inoportunas, ¿no comienzas a poner en duda ahora la discreción de tu conducta?

      —Si las observaciones inoportunas de la señora Jennings van a ser prueba de la incorrección de una conducta, todos nos encontramos en falta en cada uno de los momentos de nuestra vida. No valoro sus censuras más de lo que valoraría sus elogios. No tengo conciencia de haber hecho nada malo al pasear por los jardines de la señora Smith o visitar su casa. Algún día serán del señor Willoughby, y...

      —Si


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