Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen


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cambiaría, y cuya felicidad cada día la tenía más en ascuas, pues hacía ya una semana que Bingley se había marchado y nada se sabía de si regresaba o no.

      Jane contestó enseguida la carta de Caroline Bingley, y calculaba los días que podía tardar en recibir la respuesta. La prometida carta de Collins llegó el martes, dirigida al padre y escrita con toda la solemnidad de agradecimiento que solo un año de vivir con la familia podía haber justificado. Después de disculparse al principio, procedía a informarle, con mucha ampulosidad, de su felicidad por haber conseguido el afecto de su encantadora vecina la señorita Lucas, y aguardaba después que únicamente con la intención de gozar de su compañía se había sentido tan dispuesto a acceder a sus amables deseos de volverse a ver en Longbourn, adonde esperaba regresar del lunes en quince días; pues lady Catherine, añadía, aprobaba tan cariñosamente su boda, que deseaba se celebrase cuanto antes, cosa que confiaba sería un argumento incontestable para que su querida Charlotte fijase el día en que habría de hacerle el más feliz de los mortales.

      La vuelta de Collins a Hertfordshire ya no era motivo de júbilo para la señora Bennet. Al contrario, lo detestaba más que su marido: “Era muy raro que Collins viniese a Longbourn en vez de ir a casa de los Lucas; resultaba muy inconveniente y extremadamente engorroso. Odiaba tener visitas dado su precario estado de salud, y los novios eran los seres más insoportables del mundo”. Estas eran las constantes murmuraciones de la señora Bennet, que solo se apagaban ante una angustia todavía mayor: la larga ausencia del señor Bingley.

      Ni Jane ni Elizabeth estaban sosegadas con este tema. Los días pasaban sin que tuviese más noticia que la que pronto corrió por Meryton: que los Bingley no regresarían en todo el invierno. La señora Bennet estaba indignada y no cesaba de desmentirlo, asegurando que era la falsedad más grande que se podía oír.

      Incluso Elizabeth comenzó a temer, no que Bingley hubiese olvidado a Jane, sino que sus hermanas pudiesen lograr alejarlo de ella. A pesar de no querer admitir una idea tan espantosa para la felicidad de Jane y tan villana de la firmeza de su enamorado, Elizabeth no podía evitar que con frecuencia se le pasase por la mente. Temía que el esfuerzo conjunto de sus despreciables hermanas y de su influyente amigo, unido a los atractivos de la señorita Darcy y a los placeres de Londres, podían suponer demasiadas delicias a la vez en contra del cariño de Bingley.

      En cuanto a Jane, la ansiedad que esta duda le causaba era, como es lógico, más penosa que la de Elizabeth; pero sintiese lo que sintiese, deseaba disimularlo, y por esto entre ella y su hermana jamás se mencionaba aquel asunto. A su madre, sin embargo, no la contenía igual delicadeza y no pasaba una hora sin que hablase de Bingley, expresando su impaciencia por su llegada o pretendiendo que Jane confesase que, si no volvía, la habrían tratado de la manera más ruin. Se necesitaba toda la dulzura de Jane para aguantar estos ataques con tolerable sosiego.

      Collins volvió puntualmente del lunes en quince días; el recibimiento que se le hizo en Longbourn no fue tan amable como el de la primera vez. Pero el hombre era demasiado feliz para que nada le disgustase, y por suerte para todos, estaba tan ocupado en su cortejo que se veían libres de su compañía mucho tiempo. La mayor parte del día se lo pasaba en casa de los Lucas, y a veces volvía a Longbourn solo con el tiempo justo de excusar su ausencia antes de que la familia se retirara a la cama.

      La señora Bennet se encontraba ciertamente en un estado deplorable. La sola mención de algo concerniente a la boda le provocaba un ataque de mal humor, y dondequiera que fuese podía tener por seguro que oiría hablar de dicho evento. El ver a la señorita Lucas la desquiciaba. La miraba con horror y celos al imaginarla su sucesora en aquella casa. Siempre que Charlotte venía a verlos, la señora Bennet llegaba a la conclusión de que estaba anticipando la hora de la toma de posesión, y todas las veces que le comentaba algo en voz baja a Collins, estaba convencida de que hablaban de la herencia de Longbourn y planeaban echarla a ella y a sus hijas en cuanto el señor Bennet pasase a mejor vida. Se lamentaba de ello con indecible amargura a su marido.

      —La verdad, señor Bennet —le decía—, es muy duro pensar que Charlotte Lucas será un día la dueña de esta casa, y que yo me veré obligada a cederle el sitio y a seguir viéndola en mi lugar.

      —Querida, no pienses en cosas tristes. Tengamos esperanzas en cosas más optimistas. Animémonos con la idea de que puedo sobrevivirte.

      No era muy consolador, que digamos, para la señora Bennet la respuesta; sin embargó, en lugar de responder, siguió:

      —No puedo soportar el pensar que lleguen a ser dueños de toda esta propiedad. Si no fuera por el legado, me importaría un pimiento.

      —¿Qué es lo que te importaría un pimiento?

      —Me importaría un pimiento absolutamente todo.

      —Demos gracias, entonces, de que te salven de semejante estado de insensibilidad.

      —Jamás podré dar gracias por nada que se refiera al legado. No entenderé jamás que alguien pueda tener la conciencia tranquila desheredando a sus propias hijas. Y para terminarlo de arreglar, ¡que el heredero tenga que ser el señor Collins! ¿Por qué él, y no cualquier otro?

      —Lo dejo a tu propio arbitrio.

      Capítulo XXIV

      La carta de la señorita Bingley llegó, y disipó todas las dudas. La primera frase ya comunicaba que todos se habían establecido en Londres para pasar el invierno, y al final expresaba el pesar del hermano por no haber tenido tiempo, antes de abandonar el campo, de pasar a presentar sus respetos a sus amigos de Hertfordshire.

      No había esperanza, se había desvanecido por completo. Jane continuó leyendo, pero encontró pocas cosas, aparte de las expresiones de cariño de su autora, que pudieran servirle de consuelo. El resto de la carta estaba casi por entero dedicado a ensalzar a la señorita Darcy. Insistía de nuevo sobre sus múltiples cualidades, y Caroline presumía muy alegre de su creciente intimidad con ella, aventurándose a predecir el cumplimiento de los deseos que ya manifestaba en la primera carta. También le contaba con alegría que su hermano era íntimo de la familia Darcy, y mencionaba con aplauso ciertos planes de este último, relativos al nuevo mobiliario.

      Elizabeth, a quien Jane comunicó enseguida lo más importante de aquellas noticias, la escuchó en silencio y muy enfadada. Su corazón fluctuaba entre la preocupación por su hermana y el odio al resto. No daba crédito a la afirmación de Caroline de que su hermano estaba interesado por la señorita Darcy. No dudaba, como no lo había dudado nunca, que Bingley estaba enamorado de Jane; pero Elizabeth, que siempre le tuvo tanta simpatía, no pudo pensar sin rabia, e incluso con acritud, en aquella debilidad de carácter y en su falta de decisión, que le hacían esclavo de sus intrigantes amigos y le arrastraban a sacrificar su propia felicidad en aras de los deseos de aquellos. Si no sacrificase más que su felicidad, podría jugar con ella como le viniera en gana; pero se trataba también de la felicidad de Jane, y pensaba que él debería pensarlo. En fin, era una de esas cosas con las que es inútil romperse la cabeza.

      Elizabeth no podía pensar en otra cosa; y tanto si el interés de Bingley había muerto de verdad, como si había sido obstaculizado por la intromisión de sus amigos; tanto si Bingley sabía del afecto de Jane, como si lo había pasado por alto; en cualquiera de los casos, y aunque la opinión de Elizabeth sobre Bingley pudiese variar según las diferencias, la situación de Jane seguía idéntica y su paz se había alterado.

      Un día o dos pasaron antes de que Jane tuviese el valor de confesar sus sentimientos a su hermana; pero, al fin, en un momento en que la señora Bennet las dejó solas después de haberse puesto más furiosa que de costumbre con el tema de Netherfield y su dueño, la joven no lo pudo resistir y exclamó:

      —¡Si mi querida madre tuviese más dominio de sí misma! No puede hacerse idea de lo que me entristecen sus constantes comentarios sobre el señor Bingley. Pero no me deprimiré. No puede durar mucho. Lo olvidaré y todos volveremos a ser como antes.

      Elizabeth, afectuosa e incrédula, miró a su hermana, pero no articuló palabra.

      —¿Lo dudas? —preguntó Jane subida ligeramente de color—. No tienes motivos. Le


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