Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По


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que se podrían lograr velocidades mayores. Inclusive, de esa forma, no me tomaría más de ciento sesenta y un días llegar a la superficie de la luna. Sin embargo, algunos detalles me llevaban a creer que, probablemente, mi promedio de velocidad superaría con creces las sesenta millas por hora y, como estas conclusiones me estremecieron profundamente, no dejaré de referir sus detalles a continuación.

      El próximo punto a tener en cuenta era mucho más relevante. De acuerdo a las indicaciones del barómetro, puede observarse que a una altura de 1.000 pies sobre el nivel del mar nos hallamos sobre una trigésima parte del total de la masa atmosférica, que a los 10.600 pies nos hemos elevado a un tercio de la misma; que a los 18.000 pies, que es muy cercanamente la altura del Cotopaxi, habremos sobrepasado la mitad de la masa material —o, por lo menos, medible— de la atmosfera que pertenece a nuestro globo. Se estima igualmente que a una altitud que no sobrepase la centésima parte del diámetro terrestre —es decir, que no exceda las ochenta millas—, la vida animal no podría resistir el excesivo enrarecimiento del aire y, además, que los instrumentos más sensibles de medición que poseemos para asegurarnos de la existencia de atmósfera serían inservibles a esa altura.

      Mas no dejé de observar, no obstante, que esos últimos cálculos están basados completamente en nuestra percepción experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que afectan su dilatación y su compresión —hablando comparativamente— sobre la zona inmediata a la tierra y, que al mismo tiempo se da por sentado, que la vida animal es fundamentalmente incapaz de transformación a cualquier distancia inaccesible desde la superficie. Ahora bien, tomando como referencia tales datos, todas estas consideraciones tienen que ser puramente analógicas. La mayor altura lograda por el hombre fue de 25.000 pies en la cruzada aeronáutica de Guy-Lussac y Biot. Se trata de una altura moderada, inclusive si se la compara con las ochenta millas en cuestión, por lo que no pude dejar de pensar que la situación se prestaba a la duda y a las más diversas conjeturas.

      Está confirmado que al ascender a una altitud dada, la cantidad de aire medible —al seguir ascendiendo— no se encuentra en proporción a la altura alcanzada adicionalmente (como se puede deducir con claridad por lo antes dicho), sino en constante proporción decreciente. Pues está claro, que por más altura que alcancemos no podemos, literalmente hablando, superar el límite más allá de donde no hay atmósfera. Mi opinión era que esta sí existía, aunque podía encontrarse en un estado de excesivo enrarecimiento.

      Por otro lado, sabía que no faltaban testimonios para demostrar la existencia de un límite real y definido de la atmósfera más allá del cual no hay absolutamente nada de aire. Pero una ocurrencia descuidada por quienes sostienen tal teoría me pareció, si no idónea de impugnarla completamente, digna de ser pensada seriamente al menos. Al cotejar los lapsos entre las continuas llegadas del cometa de Encke a su perihelio, y después de tomar en cuenta, debidamente, todas las alteraciones causadas por la atracción de los planetas, se estima que los períodos se están reduciendo gradualmente. Vale señalar que el eje mayor de la elipse dibujado por el cometa se está reduciendo en un lento pero regular proceso de disminución. Pues bien, esto debería ocurrir así si presumimos que el cometa sufre una resistencia por parte de un medio incorpóreo exageradamente enrarecido que ocupa el área de su órbita, ya que tal medio, al demorar la velocidad del cometa, debe aumentar la fuerza centrípeta amortiguando la centrífuga. Dicho de otra forma, la atracción del sol alcanzaría cada vez más intensidad y el cometa iría acercándose a él con cada revolución. No parece haber otra forma de exponer la variación señalada.

      Pero hay más. Puede notarse que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se reduce velozmente al acercarse al sol y se expande con igual velocidad al alejarse hacia su afelio. ¿No estaba justificado cuando supuse, con Valz, que esta figurada condensación de volumen es causada por una compresión del mencionado medio etéreo, y que se va haciendo más denso en proporción a su cercanía al sol? El fenómeno que altera la forma lenticular y que se llama luz zodiacal era también un tema que merecía atención. Este esplendor tan notorio en los trópicos, y que no se puede confundir con ningún resplandor meteórico, se ensancha oblicuamente desde el horizonte, alcanzando habitualmente, la dirección del ecuador solar. Me dio la impresión de que era el resultado de una atmósfera enrarecida que se expandía a partir del sol hasta más allá de la órbita de Venus por lo menos, y en mi parecer a una muchísima mayor distancia. Me negaba a creer que este medio ambiente estuviera limitado a la zona de la elipse del cometa o a la cercanía inmediata del sol. Por el contrario, era más sencillo imaginar que abarcaba toda el área de nuestro sistema planetario, condensada en eso que llamamos atmósfera de los planetas, y tal vez modificada en muchos de ellos por motivos simplemente geológicos. O sea, alterada o transformada, o en sus proporciones, o en su naturaleza esencial, por partículas volátiles que emanan de dichos planetas.

      Ya aceptado este punto de vista, no dudé más. Dando por hecho que encontraría a mi paso una atmósfera sustancialmente similar a la de la superficie de la tierra, pensé que con auxilio del considerablemente ingenioso aparato de Grimm sería posible condensarla en cantidad suficiente para mis necesidades respiratorias. Esto descartaría el principal impedimento para un viaje a la luna. Yo había gastado mucho dinero y esfuerzo en modificar el instrumento para el fin requerido, y confiaba plenamente en su aplicación si me era posible cumplir el viaje dentro de un lapso de tiempo razonable. Y esto me lleva al tema de la velocidad con el que podría realizarlo.

      Es cierto que los globos, en la primera etapa de su ascenso, se remontan con una velocidad parcialmente moderada. No obstante, la potencia de tal elevación depende por completo del peso superior del aire atmosférico en contraste con el peso del gas del globo. Cuando el aeróstato alcanza mayor altura y, por lo tanto, alcanza capas atmosféricas cuya densidad se reduce rápidamente, no luce posible ni razonable que la velocidad original comience a acelerarse. Pero por otro lado, tampoco tenía noticias de que en algún ascenso conocido se hubiese registrado una baja de la velocidad absoluta del ascenso, aunque esa tendría que haber sido la situación, aunque solo fuera por el escape del gas en globos de construcción imperfecta o aislados con una escueta capa de barniz. Creí pues, que las consecuencias de ese posible escape de gas debían ser suficientes para contrarrestar el efecto de la aceleración alcanzada por la mayor distancia del globo hasta el centro de gravedad. Supuse que si encontraba en mi camino el medio ambiente que había imaginado y, si este era en esencia lo que llamamos aire atmosférico, no habría mayor diferencia en la fuerza de ascenso a causa de su extremado enrarecimiento, ya que el gas de mi globo no solo estaría sometido al mismo enrarecimiento —con cuyo objeto le permitiría escapar en cantidad suficiente para evitar una explosión—, sino que continuaría siendo específicamente más liviano que cualquier mezcla de nitrógeno y oxígeno. Existía, entonces, una posibilidad bastante grande de que en ningún momento de mi ascenso lograra llegar a un punto donde —los pesos unidos de mi gigantesco globo, el gas sorprendentemente ligero que lo llenaba, la cesta y su contenido— alcanzaran a igualar el peso de la masa atmosférica desplazada por el aeróstato y, fácilmente, se entenderá que solo una situación contraria hubiera podido frenar mi ascenso. Aunque aún en este caso era posible disminuir casi trescientas libras de peso arrojando el lastre y otros elementos. Mientras, la fuerza de la gravedad continuaría disminuyendo seguidamente en proporción al cuadrado de las distancias, y con una velocidad pasmosamente acelerada, llegaría finalmente, a esas distantes regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería menor que la de la luna.

      Existía otro aprieto que me causaba cierta inquietud. Se ha notado que en los vuelos en globo a alturas considerables, aparte del problema respiratorio, ocurren fenómenos muy penosos en todo nuestro organismo, acompañados con frecuencia de sangrado nasal y otras manifestaciones alarmantes que se van agravando a medida que aumenta la altura. Este aspecto no dejaba de causarme preocupación. ¿No sucedería que tales síntomas continuaran aumentando hasta causar la muerte? Pero logré concluir que no. La causa debía buscarse en la disminución gradual de la presión atmosférica habitual sobre la superficie del cuerpo y la consiguiente dilatación de los vasos sanguíneos superficiales. No se trataba de un desorden radical de todo el organismo como en el caso de la dificultad respiratoria, donde la densidad atmosférica es químicamente escasa para la adecuada renovación de la sangre en los ventrículos del corazón. Si solo faltaba esta renovación de la sangre, no había ninguna


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