Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По


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acelerada de mi descenso empezó a alarmarme. Recuérdese que en las primeras fases de mis especulaciones sobre la posibilidad de viajar a la luna, había considerado en mis cálculos la existencia de una atmósfera alrededor del satélite, cuya densidad era proporcional al volumen del planeta, eso a pesar de las abundantes teorías contrarias, y valga señalar, de la incredulidad general acerca de la existencia de una atmósfera lunar. Pero aparte de lo que ya he señalado con relación al cometa de Encke y a la luz zodiacal, mi opinión se había visto confirmada por algunas observaciones de Mr. Schroeter, de Lilienthal. Este estudioso analizó la luna de dos días y medio, a los breves instantes de ponerse el sol, justo antes de que la parte oscura se hiciera visible, y así continuó estudiándola hasta que fue perceptible. Los dos cuernos daban la impresión de afilarse en un leve alargamiento y mostraban su extremo suavemente iluminado por los rayos del sol antes de que fuera visible cualquier parte del hemisferio a oscuras. Poco después, todo el borde sombrío se iluminó. Este alargamiento de los cuernos más allá del semicírculo debía ser causado por la refracción de los rayos solares en la atmósfera lunar, pensé. También calculé que la altura de la atmósfera, capaz de refractar en el hemisferio en sombras suficiente luz para generar un crepúsculo más brillante que la luz reflejada por la tierra cuando la luna se encuentra a unos 32° de su conjunción, era de 1.356 pies. De acuerdo con esto, imaginé que la altura máxima apta para refractar los rayos del sol debía ser de 5.376 pies.

      Mis pensamientos sobre este tema se habían visto reafirmados igualmente por un párrafo del volumen ochenta y dos de las Actas filosóficas, donde se señala que durante una ocultación de los satélites de Júpiter por la luna, el tercero se esfumó después de haber sido imperceptible durante uno o dos segundos, y que el cuarto dejó de ser visible próximo al limbo, o lo que es igual, cerca del contorno aparente del astro.

      De más está señalar que creía plenamente en la resistencia o, mejor dicho, en el soporte de una atmósfera cuya densidad había sospechado con la intención de llegar sano y salvo a la luna. Si después de todo me había equivocado, no podía esperar nada más que finalizar mi aventura destrozándome en mil pedazos al chocar contra la áspera superficie del satélite. Me sobraban razones para estar aterrorizado. La distancia que me separaba de la luna era relativamente insignificante, el trabajo que me daba el condensador no había disminuido ni un ápice y no existía la menor señal de que el enrarecimiento del aire fuera a disminuir.

      19 de abril. Esta mañana, para mi gran regocijo, cuando la superficie de la luna se encontraba aterradoramente cerca y mi miedo llegaba a su extremo percibí, a las nueve, que la bomba del condensador daba muestras evidentes de cierto cambio en la atmósfera. A las diez, ya tenía motivos para creer que la densidad había aumentado ampliamente. A las once, ya no era necesario tanto trabajo con el aparato, y a las doce, después de dudar un rato, me atreví a liberar el torniquete y, al darme cuenta de que no sucedía nada desagradable, finalmente abrí la cámara de goma y la enrollé a los lados de la cesta.

      Por supuesto que la consecuencia inmediata de tan apresurado y aventurado acto fue un violento dolor de cabeza acompañado de convulsiones. Pero esos trastornos y la dificultad respiratoria no eran tan graves como para poner mi vida en peligro, así que decidí tolerarlos lo mejor posible, con la seguridad de que estos se detendrían apenas alcanzara capas inferiores más densas. Aunque mi acercamiento a la luna continuaba a una gran velocidad, y pronto me di cuenta, muy alarmado, de que por una parte no me había equivocado al suponer una atmósfera de densidad correspondiente a la masa del satélite, pero si me había equivocado al creer que tal densidad, incluso la más cercana a la superficie, sería capaz de sostener el gran peso de la cesta del aeróstato. Debería haber sido de esa manera y en el mismo grado que en la superficie terrestre, calculando el peso de los cuerpos en razón de la condensación atmosférica en cada planeta. Pero no fue así, como bien podía verse por mi acelerado descenso y la razón de ello solo puede estar relacionada con las posibles perturbaciones geológicas a las que me he referido anteriormente.

      Sea como fuere, estaba muy cerca del satélite, bajando a una espantosa velocidad. No perdí ni un segundo, pues, en lanzar el lastre por la borda, después los cuñetes de agua, el aparato condensador y la cámara de caucho, y finalmente todo lo que contenía en la cesta, pero no me sirvió de nada. Seguía cayendo a una velocidad aterradora y me encontraba apenas a media milla del suelo. Después de lanzar mi chaqueta, mi sombrero y mis botas, como último recurso, terminé cortando la barquilla misma, la cual era sumamente pesada, y de esa forma, colgado con las dos manos de la red tuve apenas tiempo de ver que toda la región hasta donde alcanzaban mis ojos estaba cuantiosamente poblada de pequeñas construcciones, antes de caer de cabeza en el centro de una fantástica ciudad, en medio de una inmensa multitud de pequeños y feísimos seres que, en vez de tratar en lo más mínimo de ayudarme, se quedaron como un montón de idiotas, sonriendo de la forma más tonta y mirando de lado al globo y a mí mismo. Despectivamente me alejé de ellos, levanté mis ojos al cielo para observar la tierra que tan poco antes había dejado tal vez para siempre y la vi como un grande y oscuro escudo de bronce, de dos grados de diámetro, inerte en el cielo y dotada en uno de sus bordes con una medialuna del oro más resplandeciente. Imposible encontrar la más ligera señal de continentes o mares, el globo lucía lleno de manchas variables, y se reconocían las zonas tropicales y ecuatoriales como si fuesen fajas.

      De este modo, con la anuencia de vuestras excelencias, después de una cantidad de grandes angustias, peligros jamás imaginados y escapatorias sin igual, llegué finalmente sano y salvo, diecinueve días después de mi partida de Róterdam, a concluir el más extraordinario de los viajes y el más célebre jamás realizado, entendido o imaginado por ningún morador de la tierra. Pero aún están por relatarse mis aventuras. Y bien pueden imaginar vuestras excelencias que, después de una estadía de cinco años en un lugar no solo muy interesante por sus propias características, sino doblemente interesante por su muy cercana conexión en calidad de satélite con el mundo poblado por el hombre, me encuentro en posesión de saberes destinados particularmente al Colegio de Astrónomos del estado, los cuales son más importante que los detalles, aunque sean maravillosos, del viaje tan exitosamente finalizado.

      En pocas palabras, he aquí el asunto. Tengo muchas, muchísimas cosas que narraría con el mayor gusto, mucho que señalar sobre el clima del planeta, de sus asombrosas alternancias de frío y calor, de la violenta y feroz luz solar que dura quince días, y de la frialdad más que polar que prevalece los quince días siguientes. Del persistente traspaso de humedad por destilación, parecida a la que se realiza al vacío, desde el lugar ubicado debajo del sol hasta el lugar más alejado del mismo, de un sector variable de agua corriente, de los habitantes en sí, de sus maneras, hábitos y organismos políticos. De su particular apariencia física, de su fealdad, de su ausencia de orejas —apéndices inútiles en una atmósfera modificada a ese extremo—, y por supuesto, de su ignorancia del uso y las propiedades del lenguaje y de los sorprendentes medios de intercomunicación que lo reemplazan. De la extraña conexión entre cada ser de la luna con algún ser de la tierra, conexión similar y sujeta a la de las esferas del planeta y el satélite, y a través de la cual la vida y los destinos de los habitantes del uno están entrelazados con la vida y los destinos de los habitantes del otro, y sobre todo, con permiso de vuestras excelencias, de los oscuros y aterradores misterios que existen en las zonas exteriores de la luna, zonas que debido a la concordancia, casi milagrosa, de la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral alrededor de la tierra, nunca han sido expuestas al reconocimiento de los telescopios humanos y nunca lo serán si Dios así lo quiere. Todo esto y más, mucho más, me sería placentero narrar. Pero, siendo breve, debo recibir una retribución. Deseo regresar a mi familia y a mi hogar, y como precio de la sabiduría adquirida sobre significativas áreas de la ciencia física y la metafísica que se encuentra en mis manos, me permito solicitar, mediante su distinguida asociación, que me sea perdonado el crimen que cometí al irme de Róterdam, es decir, la muerte de mis acreedores. Este es el motivo de esta carta. Su portador, un morador de la luna a quien he convencido y entrenado para que sea mi mensajero en la tierra, aguardará la decisión que decidan vuestras excelencias, y retornará trayéndome el perdón solicitado, si este es posible.

      Tengo el honor de saludar con respeto a vuestras excelencias.

      Su humilde servidor,

      Hans


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